Dime ya la verdad

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Un relato de Obitus

 

¡Dime ya la verdad, comandante! —rugió el teniente López entre dientes. El sudor le salpicaba la cara. Estaba rojo del calor y ya se había abierto la chaqueta del uniforme—. ¡Explícame qué es lo que sucedía el día en que llegó el comando!

El comandante Romero sonreía mirando fijamente a su captor a los ojos. Tenía más pinta de depravado que de un ex-miembro del ejército. Su uniforme, que antes había sido verde, se encontraba grisáceo y roto, su gorro se veía traspasado por una bala y su cara, aún sin lavar, mostraba la sangre derramada durante el asalto a la Clínica Militar Cuervos.

El momento de silencio que las palabras del teniente habían provocado era roto constantemente por el crujir de la silla en la cual el comandante se balanceaba. Se empujaba hacia delante y hacia atrás. El ruidito taladraba en la mente ya frustrada del valiente López, fiel oficial que se había encargado de fichar la evidencia sobre las varias mutilaciones reportadas sobre la Clínica Militar Cuervos. Las imágenes del tiroteo al asaltar el viejo edificio volvían a su mente con cada crujido de la ruin silla del comandante.

De momento a momento escuchaba los balazos, los gritos, las órdenes y también el olor a pólvora. Podía volver a sentir curiosidad por lo que las puertas de hierro de la Clínica le ocultaban.

—Hace calor —comentó el teniente para romper el silencio perturbador.

—Pues préndalo, yo también me estoy asando.

El teniente caminó hasta la pared y prendió un interruptor. El sonido del aire se empezó a escuchar cada vez con más intensidad y de repente empezó a disminuir hasta extinguirse. Entonces, al parpadear, recordó los cuerpos en camillas, varios vestidos con sucias batas blancas y otros desnudos. Tenían vendajes que les cubrían la frente. Entonces pudo ver cómo sus soldados asustados por la escena se cubrían la nariz ante tal hedor.

—¿Sabe?, le diré una cosa —murmuró el sonriente comandante—. Es una larga historia que quizás no le gustaría escucharla, pero fue su decisión y yo solo sigo ordenes. —Romero tragó saliva y con una implacable sonrisa comenzó su relato con la vista perdida en el cemento de la destrozada sala de operaciones de la Clínica Militar Cuervos—. Comenzaré por contarle que el día treinta y uno de marzo, pasado, el secretario de seguridad nacional se reunió con el presidente para urgirle sobre un tema que llevaba tiempo dándole vueltas en la cabeza.

»Como usted sabrá, después de que nuestro ejército liberara la ciudad de Sarta, en esos tiempos a manos de los Aliados, un numeroso grupo de soldados se entrevistó con mi primo, el Capitán Lagunero, oficial encargado de la operación. Este grupo de soldados llevaba ya tiempo encerrado en la prisión de Salmonella, donde se les había enterrado para olvidarlos. Pues como vera, el secretario de defensa no se había olvidado de ellos y los ofreció al presidente como ratas de laboratorio para llevar a cabo la experimentación sobre las mutaciones cerebrales. No crea que dicho plan no había comenzado, había sido llevado a cabo en esta misma clínica desde hacía años, solo que lo hacíamos con nuestros propios soldados.

»Los cautivos fueron trasladados con el más estricto silencio a pena de muerte y, como ya habrá visto, hemos experimentado sobre la capacidad cerebral para desarrollarse a partir de mutaciones en el sistema límbico —dijo señalándose el cerebro—. Pensábamos que si alterábamos sus emociones, disminuyendo su peso en la toma de decisiones, aumentaría la objetividad en el razonamiento del paciente y así…»

—Este maldito aire acondicionado no funciona! —rugió López golpeando la mesa.

El comandante comenzó a reír y entre carcajadas explicó:

—Mira esa esquina —dijo señalando el techo—. ¿No ves una cámara?

—Sí —contestó el teniente con extrañeza.

—¿No quería usted evidencia sobre mi crueldad con los sujetos experimentales?

El teniente asintió sin entender a dónde quería llegar el comandante, por un momento pensó en que quizás todo lo que necesitaba como pruebas estaba grabado, pero lo dudaba.

—Pues le diré que este edificio se calienta horriblemente en verano y a pesar de haber pedido a la tesorería que inviertan en la ventilación, no han hecho nada. El interruptor que usted ha bajado no es del aire acondicionado: es del sistema de seguridad en las cámaras de experimentación.

—¿Sistema de seguridad? —preguntó el joven López confundido.

—Fue instalado por si algo salía mal y los experimentos causaban la hipersensibilidad al enojo en los pacientes, pues, como sabrá, estábamos experimentando con sus sentimientos. Así que al bajar el interruptor, usted acaba de matar a los trescientos veintiún prisioneros. Lo felicito.

El comandante, orgulloso, se levantó de la silla y avanzó hacia la salida.

—Recuerde —dijo Romero antes de salir—: las evidencias están en el video. Si he de ir a la horca por quebrantar los derechos humanos, por mutilaciones y torturas, lo veré a usted colgar antes por la masacre.

Al decir esto, cerró la puerta y partió riendo solo.

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Patapalo
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Descompensado. Me ha resultado un relato descompensado. El giro final me ha parecido artificioso, quizás porque no da tiempo al desarrollo o tal vez porque el modo de exponer la historia no me ha convencido. Resulta demasiado expositivo y, al mismo tiempo, no tenemos muchos datos para establecer el marco. Al final, da la impresión de que el general hace el discurso del malvado sin venir muy a cuento. No se entiende muy bien qué tipo de interrogatorio le han hecho (¿solo el teniente?) ni a qué viene el desconocimiento de las instalaciones de la base.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Obitus
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Patapalo, gracias por tu opinion, ahora que pienso en lo que me dices veo que me faltó desarrollarlo bastante.

"El arte jamás ha de intentar ser popular. El público es el que ha de intentar ser artista."

-Oscar Wilde-

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