Se lo llevó la calaca

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Un relato de korvec para Día de difuntos

 

Bueno, ya estoy aquí. El aeropuerto Internacional Abraham González me recibe con el habitual abrazo de multitudes y olor a sobaco, entre el que todos caminamos como un anquilosado rebaño.

Odio los aeropuertos, y en las últimas horas he tenido que visitar varios. Primero, el de El Prat en Barcelona, luego el Hartsfield-Jackson en Atlanta, y por fin, el Abraham González, aquí en Ciudad Juárez, el teatro en el que orquesté la gran mentira, uno de los últimos lugares en los que me gustaría encontrarme.

Todo empezó hace apenas cuarenta y ocho horas. Una desconocida llamó a mi teléfono móvil insistiendo en que tenía que verme por una cuestión de vida o muerte.

No tenía nada mejor que hacer y la mezcla entre misterio y ansiedad que transmitía aquella voz femenina excitó mi curiosidad, así que accedí al encuentro en una céntrica cafetería barcelonesa.

La dama misteriosa se presentó como la señora Vera, y no decepcionó mis expectativas: de unos cuarenta años, alta, morena, ojos oscuros, guapa pero no espectacular y sobre todo poseedora de un cierto aire de “femme fatal”.

No tardó en contarme su historia, que podría resumir explicando que ella es una viuda rica con una hija decidida a labrarse su propio futuro en el mundo del periodismo. Su madre podría comprarle un periódico para ella sola, pero Sandra (que es el nombre de la díscola hija), quería conseguir el trabajo por sus propios medios, algo que se le estaba haciendo muy cuesta arriba.

Lo realmente inquietante de aquel asunto, era que quizás movida por una mezcla de orgullo, indignación y estupidez, la muchacha tuvo la “genial” idea de intentar demostrar su valía, preparando un reportaje por su cuenta y riesgo sobre “Los Calacas”, el más oscuro, misterioso y sobre todo temido cartel mexicano de narcosatánicos.

Por descontado yo sabía que “Los Calacas” no existen. Lo sé porque el aplaudido libro que escribí sobre ellos tras una presunta investigación en Ciudad Juárez, aquel que ha pagado mis facturas durante los últimos cinco años, el que ha inspirado una película tan violenta que aún no ha encontrado un director que se atreva a rodarla, es un completo fraude.

¿Se hubiera sentido ella mejor de saber que su hija estaba investigando una leyenda urbana?, lo dudo mucho. Ciudad Juárez es la capital mundial del feminicidio y ni a narcos ni a satánicos, les gusta que hurguen en sus “cubos de basura”, lo sé por experiencia.

—Comprendo la situación —respondí en cuanto ella terminó de ponerme en antecedentes—, pero me temo que no puedo ayudarla, debería ponerse en contacto con las autoridades y…

Fui interrumpido por una nerviosa risotada, un ruido brusco y áspero, que se parecía más al ladrido de un perro que a la risa de una dama. Su rostro mostraba desprecio pero ni pizca de humor.

—No me haga reír —me espetó mientras me dirigía una mirada que me hizo bajar la vista—, ya conoce la fama de la policía mexicana. Por descontado que me he puesto en contacto con varias agencias de detectives, pero ninguna se atreve a aceptar el caso. Tienen miedo o se hacen los tontos. El único detective que he conseguido que aceptara el caso y que no parece acojonado por “los Calacas”, no está haciendo progresos a la hora de localizarlos.

¿Cómo podría? Los únicos que sabíamos que todo es una gran mentira, éramos mi editor, “La gran Z” el pequeño capo que accedió a concederme una entrevista y yo mismo. “La gran Z”, como él mismo profetizó durante nuestra entrevista, murió apenas dos años después. Mi editor sufrió un atropelló el año pasado por estas mismas fechas, falleciendo en la UCI después de pasar veinticuatro horas conectado a una máquina.

—Sigo sin saber dónde encajo yo en todo este asunto, no soy policía, ni detective.

En realidad sólo un farsante; un periodista y escritor de tres al cuarto. Pero obviamente omito esa última parte. Una cosa es que sea consciente de ello, y otra que lo admita ante una mujer rica y poderosa.

—No, pero tiene contactos —me respondió ella con una voz sedosa y tentadora—. Conoce a gente. Es la única persona que he podido encontrar, que reconoce saber algo en limpio sobre “los Calacas”.

—Por descontado si me da el número de teléfono de su detective…

—No le estoy pidiendo que le llame —me cortó ella—. Le estoy suplicando que tome el siguiente avión hacia Ciudad Juárez y se ponga al frente de la investigación durante las próximas cuarenta y ocho horas. Por lo que sé, si mi hija no aparece antes de ese periodo de tiempo… probablemente no lo haga nunca. No hace falta que le diga que será más que generosamente recompensado por sus servicios.

El dinero resulta tentador; de ser cierto sólo la mitad de lo que escribí sobre “Los Calacas”, no me acercaría allí ni aunque me ofreciera el sueldo de Leo Messi. En mi cuenta corriente aún no habían hecho su aparición los números rojos, pero no estaba teniendo suerte con mis posteriores intentos literarios. Mis trabajos como periodista estaban limitándose a apariciones como tertuliano junto a personajes como el Conde Lequio, o alguno de los hermanos Matamoros (nunca he conseguido distinguirlos).

Sí, el dinero fue un cebo más que tentador para quién ha tenido que descender hasta la versión más carroñera del periodismo.

Así que aquí estoy ahora. No temo por mí seguridad, pero sé lo suficiente sobre esta ciudad, como para temer por la vida de las chicas jóvenes y curiosas. Este es un lugar en el que desaparecen sin dejar rastro. En palabras de “La Gran Z”, el narco que me proporcionó la mayor parte de la basura que pagó mis facturas: “este es el Triangulo de las Bermudas de las maquiladoras”, refiriéndose a las trabajadoras pobres. Pero Sandra es una chica rica y extranjera; quizás pueda salvarse a cambio de un precio.

Recupero el equipaje y no tardo en fijarme en un tipo grueso y trajeado, que sostiene un cartel en el que puedo leer mi nombre, igual que en las películas. ¿Debería sentirme decepcionado por no conocerme?. Supongo que no soy tan famoso. De hecho siendo realista, supongo que no soy famoso en absoluto y mucho menos aquí.

Me trago el orgullo que aunque no herido, si anda un poco escocido y me encaro con el tipo del cartel mientras lo observo más de cerca: gordo pero fuerte, bajo, mostacho grueso, se viste con un traje caro pero un poco envejecido, oculta sus ojos tras unas Ray-Ban de imitación. Manos grandes, recargadas de anillos y un Rolex que supongo tan auténtico como sus gafas. La viva imagen del “quiero y no puedo”, alguien que trata de aparentar un estatus al que no llega.

—El del cartel soy yo —me presento forzando una sonrisa.

El tipo vacila, supongo que no soy lo que se esperaba. ¿Qué esperaría?. Supongo que con mis pantalones tejanos, mi camisa de cuadros y mi reloj Casio digital de plástico, tengo más aspecto de turista mochilero que de súper periodista o escritor “cultureta”. Recuerdo las palabras de mi fallecido editor: “para las personas ostentosas, siempre valdrás tanto como lo que lleves encima”.

Sea como sea se recupera y me tiende una de sus grandes manos, su tacto es cálido, firme y un poco húmedo. El tipo está nervioso.

—Alejandro Pérez —me responde a modo de respuesta—, a su servicio.

Le sigo hacia el parking cargando con la maleta que contiene todo mi equipaje. Alejandro no se ofrece a ayudarme con ella y yo no se lo pido. Me explica que es un detective privado y que “la señora”, le ha contratado por haber realizado algunas investigaciones sobre “los Calacas”.

Sus alardes son interrumpidos por una niña que se planta ante mí ofreciéndome un dulce en forma de calavera.

—¿Me compra una calaca? Le escribiré en la frente el nombre…

—¡No mames niña! —le increpa el detective levantando la voz.

La cría emprende una rápida retirada hacia una pequeña mesa, sobre la que veo además de las calaveras de azúcar, lo que parecen dulces en forma de esqueleto. Recuerdo que hoy es uno de noviembre, festividad de todos los santos.

—Mañana es el Día de Muertos —comentó en voz alta.

Alejandro exhibe una breve sonrisa carente de humor, una mueca que deja al descubierto una hilera de dientes grandes y amarillos bajo su poblado mostacho.

—Esto es Ciudad Juárez, güey, aquí cada día es día de muertos.

Supongo que se trata de un albur. Me cuesta pillar los dobles sentidos de los mexicanos, aunque supongo que en este caso, está claro que se está refiriendo a la brutal tasa de violencia de esta ciudad. Le sigo hasta su coche, un precioso Mercedes de color plateado.

El detective dice que la cerradura del portaequipajes está estropeada desde que unos pillos lo forzaron para robarle su contenido, así que acomodo mi magro equipaje sobre los asientos traseros y me dispongo a ocupar el asiento del copiloto, cuando lo que parece un corrido, empieza a sonar dentro del bolsillo de la chaqueta de Alejandro que se aparta unos metros diciendo:

—Ahorita reboto.

Supongo que se tratará de alguna llamada personal, así que voy tomando asiento en el Mercedes. El vehículo está impecable, pero huele raro. Predomina el dulzón hedor de un ambientador, pero a pesar de su intensidad, no consigue enmascarar del todo algo que me recuerda al hedor de una letrina.

—¡Mujeres! —exclama el detective a modo de explicación, al ocupar su puesto tras el volante.

Estoy a punto de preguntarle por el actual estado de sus pesquisas, cuando Alejandro empieza a hablar animadamente mientras pone la radio. La mezcla entre sus palabras, el sueño acumulado y la música de la radio me induce un estado cercano al duermevela, pero saco en claro que la policía no va a resultar de ayuda y que la pista de Sandra, termina en una moderna discoteca llamada San Quintín.

Cuando no respondo a una pregunta que mi mente aún no ha sido capaz de traducir, el conductor parece apiadarse por fin de mis neuronas:

—Pregunto si es cierto que conociste a la Gran Zeta.

—Un poco.

—A ese puto ya se lo llevó la tiznada.

Sabía que había muerto, pero desconocía los detalles.

—¿El cáncer? —pregunto.

Una torcida sonrisa aparece bajo el poblado mostacho.

—Algo así.

Espero que me dé más datos, pero el detective continua conduciendo en silencio. Recuerdo que “la tiznada” es la expresión que utilizan para referirse a la muerte, aunque eso no me aclara si su fallecimiento se debió a causas naturales.

Zeferino Mateos, a pesar de que era conocido como “la gran Z”, era en realidad un narco relativamente pequeño, que se creía algo así como una versión mexicana de Tony Montana.

La música del mariachi que se desgañita por la radio, hace volar mi mente hasta aquella lejana noche.

El rancho no era excesivamente grande, pero todo parecía decorado con la recargada ostentación que tanto gusta a los nuevos ricos.

Estatuas, focos, cámaras de seguridad, dos bandas de música y chicas. Guapas señoritas en traje de baño corretean, ríen, cantan, gritan, esnifan y beben en diverso estado de embriaguez. Aquello podría pasar por una de esas desmelenadas fiestas de la jet set que, un tipo como yo, sólo puede conocer de oídas. Sí, podría parecerlo, de no ser por los matones armados.

Con una botella en una mano y un “cuerno de chivo” (el mote por el que allí se conocía al mítico fusil de asalto del camarada Mijaíl Kaláshnikov) o un subfusil en la otra, gafas de sol a pesar de ser de noche y aspecto de rudos malotes, los esbirros de aquel jefecillo del narcotráfico trataban exitosamente de intimidarme con su numerosa presencia. Nadie me puso la mano encima, pero todas las miradas parecían decir “estamos deseando romperte la madre, pinche cabrón”.

Seguí caminando con la esperanza de que el ego del narco fuera mayor que su estupidez. Encontré a “La Gran Z” bailando con una botella en cada mano alrededor de un espectacular asado.

—¡“Queubole”! —exclama al verme a modo de saludo—. ¡A ese culantro le falta su regadita! —añade luego señalando a una muchacha de generoso trasero.

No me sorprendió que el hombrecillo que simula indignarse cada vez que el agua de la piscina salpica el asado sea en realidad un tipo bajito y obeso, en el que dos relucientes dientes de oro, parecen ser la parte más destacable de su anatomía. Zeferino me abrazó con la exagerada efusividad de un reencontrado amigo de la infancia.

A pesar del prometedor recibimiento, su animada expresión fue ensombreciéndose a medida que le explicaba mis intenciones de escribir sobre los cárteles de la droga de Ciudad Juárez abordando los temas del feminicidio y el narcosatanismo.

—¡Qué cagón! —exclama cuando termino—, cada uno es dueño de hacer de su culo un papalote cabrón, pero si llegas a tiznar con eso a otro… terminarías con el chirrión volteado por el palito.

No termino de entender cuál es el problema. Quince minutos después, cuando el narco decide dejarse de albures, comprendo que básicamente, el problema es que a nadie le gusta que hurguen en su basura. Ningún narco aceptará hablar sobre ese tema, ni delatará a otro aunque sea su rival, ya que los chivatos son considerados algo así como un peligro público. Aparte me deja muy claro, que la reputación es algo muy importante en su negocio.

—¡Pero no pongas esa cara cabrón! —me dice repentinamente animado—. Te diré lo que vamos a hacer, aunque me han diagnosticado un cáncer y la flaca me llevará en menos de dos años, no quiero que me chinguen antes de tiempo, ni que digan me fui como una argündera.

—Estaría dispuesto a utilizar nombres ficticios —propuse a la desesperada—. Pretendo mostrar una realidad, no acusar a nadie.

—Acusar… que palabra tan fea... Pero tienes argolla cabrón, sé de un cuento que puede interesarte.

Y mientras cogía de una mesa una figurita que representaba el esqueleto de una dama vestido con sus mejores galas, me habló sobre “Los Calacas”. Una historia que en las propias palabras de Zeferino, combinaba algo de “verdad” con mucho de exageración, una especie de “hombre del saco” entre los narcos. A medida que describía a aquella pequeña familia de “narcosatánicos”, que cocinaban pócimas con órganos humanos, fabricaban adornos con huesos, o las terribles torturas a las que sometían a sus víctimas para esclavizar sus almas, me quedaba más y más claro que todo era una monumental trola; pero no me fue difícil comprender el motivo.

Ningún narco se sentiría reconocido con aquel cuento de terror. Para ellos todo sería algo así como la broma que él, “la gran Z”, le gastaba a un periodista. En aquel momento tomé nota de todas y cada una de sus palabras; por miedo más que por auténtico interés. No tenía la menor intención de difundir aquella basura, pero ¿qué podía hacer?. El dinero se acababa y no podía regresar con las manos vacías, así que le expliqué lo sucedido a mi editor y para mi sorpresa, este se sintió encantado con aquella bazofia sensacionalista.

Regreso al presente cuando Alejandro detiene el Mercedes delante de mi hotel.

 

II Hurgando en la basura

Aunque de lo único que tengo ganas es de ducharme, comer algo y meterme en la cama hasta el día siguiente, tengo que ganarme el opíparo jornal que me han prometido. Así que una vez que he desecho la maleta, me reúno con Alejandro en el bar del hotel, antes de pedirle al detective que me acerque a la comisaría.

Alejandro se enfada ante mi primera petición a la que considera una pérdida de tiempo. Sólo cuando amenazo con tomar un taxi, se aviene a acercarme, pero se niega a acompañarme al interior.

Por desgracia mi ceñudo chofer tiene razón. Pierdo media hora en una sala que huele a sudor, calcetín y tabaco. Al cabo de una hora desisto en mi intento de hablar con el comandante y tengo que conformarme con hablar con una pintoresca pareja de agentes. Uno es joven, con cabello repeinado y exageradamente engominado y de apariencia nerviosa; el otro por el contrario, debe rondar la edad de jubilación: está medio calvo, mira el mundo a través de unas gruesas gafas de aspecto casi ridículo y parece la típica persona que ya está de vuelta de todo. No puedo evitar pensar en un dúo cómico. Les pregunto por los avances en el caso de Sandra y ninguno de ellos parece reconocer el nombre. Cuando les doy más detalles, me plantan ante un enorme tablón en el que están pegadas las fotos de un montón de muchachas en edad similar a la que busco.

—Estas son las desaparecidas de los últimos dos meses —me dice el más viejo de los dos agentes.

Como ya me adelantó el detective, la policía no dispone de más pistas que me puedan servir de utilidad. Nadie ha solicitado un rescate, por lo menos que ellos sepan, así que todo parece indicar que la muchacha pasará a engrosar las hinchadas estadísticas de jovencitas desaparecidas; hasta que aparezcan sus restos y pasa a engrosar las de asesinatos sin resolver.

—Algunas veces encontramos los cadáveres abandonados en plena calle —me explica el agente “repeinado”—, especialmente cuando se trata de heridas de balas y ajustes de cuentas.

Su compañero saca una carpeta de color amarillo de un grueso archivador y empieza a desplegar fotografías sobre la mesa. Reconozco un pálido torso decapitado, al lado otro cuerpo al que le han amputado las cuatro extremidades.

—Los cadáveres de las chicas jóvenes suelen aparecer mutilados y torturados por el desierto —continua el hombre de “frente despejada” mientras sigue desplegando espeluznantes instantáneas sobre la mesa—, incluso existen asociaciones que recorren los desiertos durante los fines de semana para localizar cuerpos, aunque muchos no aparecen jamás.

Señalo a una de las fotografías que muestra un primer plano de un pálido brazo.

—¿Qué son todas esas punciones?

—Pinchazos —me explica el hombre mayor—, a veces les extraen toda la sangre. En ocasiones simplemente desangran los cuerpos, pero en este caso debieron tomarse su tiempo, ya que utilizaron una jeringa.

Extremidades arrancadas, cuerpos desangrados… las dantescas fotografías me recuerdan en demasía los horrores que relaté en mi libro.

—¿Podría ser obra de “los Calacas”?.

El policía joven ríe como si acabara de explicar un chiste, pero su compañero tuerce el gesto.

—¡Eso son pendejadas! —exclama el “engominado”—, desde el asunto de los Constanzo en el ochenta y nueve, parece que el tema se puso de moda. “Los Calacas” son como el “hombre del saco” y los cocodrilos en las alcantarillas. Una pinche leyenda urbana que un pendejo puso de moda en un libro.

Me guardo mucho de decirle que yo soy el pendejo en cuestión.

—Pero órganos y extremidades arrancadas —insisto—, extracción de sangre… esto huele a narcosatanismo.

El más veterano de los agentes abre la boca para intervenir, pero un tipo disfrazado de esqueleto con sombrero de mariachi que se había levantado de su silla al oír nuestra conversación, me arranca de la mano la foto que aún sostengo de Sandra y exclama:

—¡Con esa carne ni frijoles pido!

—¿La conoce? —pregunto esperanzado.

El agente veterano niega con un lento movimiento de cabeza.

—Este borracho no conocería ni a su madre.

El esquelético mariachi ríe estrepitosamente. Trato de volver a reconducir la conversación hacia el tema del narcosatanismo, pero ahora los dos agentes se cierran en banda. Es obvio que aquí estoy perdiendo el tiempo, así que me despido de la pareja de policías antes de dirigirme hacia la puerta.

—¡Cuate! —grita el borracho desde mi espalda—, si a esa coscolina se la llevaron “los Calacas”, ya se la habrán abrochado.

Buena deducción para un borracho. Continuo caminando hasta salir del edificio. Ya es casi de noche y los puestos de venta de dulces en forma de calavera están por todas partes.

Alejandro me dedica una expresiva mirada que parece decir “ya te lo dije”, pero a pesar de que sus ojos parecen echar chispas, se limita a preguntarme:

—¿A dónde vamos ahora?

—A la discoteca dónde fue vista por última vez.

El detective me dedica una mirada cargada de impaciencia:

—¡Se supone que tienes contactos para llegar hasta “los Calacas”!

¿Qué puedo decir? Mis contactos se limitan a los bármanes, chulos putas y un par de camellos a los que soborné hasta que “La Gran Z” aceptó verme. Soy un puto fraude, mi trabajo es un puto fraude, “los Calacas” una leyenda urbana y sólo intento ganarme algo de pasta para mantener a los acreedores a raya durante los próximos meses.

—Antes quiero ver el lugar dónde se pierde su pista.

Mi interlocutor resopla y pone en marcha el vehículo. El tráfico es cada vez peor, y a los vehículos, se suman tipos borrachos que invaden la calzada y muchos niños que la cruzan en manada con sus calaveritas de azúcar camino de alguna celebración.

Por fin llegamos frente al local que había imaginado algún sórdido tugurio, pero nada más lejos de la verdad: se trata de una enorme y moderna discoteca.

—Cada día entran cientos de chicas jóvenes como ella —me confirma Alejandro—, es normal que el personal no la recuerde.

Tiene razón por supuesto. Pero no me interesa el personal. Puede que Sandra sólo buscara divertirse sin más, desconectar un rato de la frustración, pero ella estaba aquí por la misma razón por la que yo me pasé semanas frecuentando sórdidos tugurios. Buscaba información y ella disponía de más medios de los que yo dispuse… Quizás no viniera hasta aquí sólo a divertirse; puede que su plata desatara alguna lengua que la dirigiera hasta aquí.

Hago memoria para recordar las paparruchas y trolas del libro que debió utilizar como guía.

—¿Es que no vamos a entrar? —se impacienta el detective.

—Rodea el edificio y busca el dibujo de una calavera en la pared.

—¿Una calavera?

Recito el pasaje en cuestión del libro:

—Las zonas de influencia de esta temible familia, están señalizadas por el dibujo de una gran calavera.

—¡No mames cabrón! —exclama indignado—. ¡Toda la ciudad está llena de putas calacas!.

—Lo sé, pero la pista de Sandra llega hasta aquí y no creo que viniera a bailar.

El detective mueve la cabeza y resopla con fastidio pero obedece.

No encuentro nada en la fachada lateral, así que entro en el oscuro callejón que me conduce a la parte posterior del edificio. Encuentro lo que busco bajo la luz de la única farola. Un enorme grafiti que muestra una calavera de prominente mandíbula y mirada cruel.

El sonido de algo arrastrándose a mis espaldas hace que me vuelva sobresaltado, encuentro a un barbudo y cochambroso vagabundo, tendido sobre unos cartones.

Me acuclillo a su lado y le muestro la fotografía de Sandra.

—¿La has visto por aquí?

El tipo parpadea un par de veces para aclararse la vista, su aliento apesta a rancio y caries, pero veo reconocimiento en su mirada.

—¡La has visto! —insisto—, ¿verdad?

—Ya te lo dije esta mañana cabrón —me dice sin dejar de parpadear.

¿Esta mañana? Está claro que me confunde con otra persona, así que insisto.

—¿Quién pregunto por ella esta mañana?

—¡El pinche detective!

¿Detective? Según Vera, sólo hay uno llevando el caso que es Alejandro.

—¿Un tipo grande con bigotes?.

—No, un agachón canelo sin un pelo en la cara.

Los ojos del barbudo, que por fin parecen enfocar con algo de claridad, se abren como platos. ¡Hay alguien a mi espalda! Algo me golpea en la cabeza, el suelo parece ascender a toda velocidad hasta que mi cara se estrella contra el frío suelo.

 

III Verdades Dolorosas

Un hedor de lo más penetrante en combinación con unos cuantos sopapos me despiertan. Abro los ojos, el lugar está iluminado por un par de tubos fluorescentes. Intento moverme, pero estoy atado, y lo que es peor, no hay suelo bajo mis pies; cuelgo del techo como un embutido. Eso por sí solo basta y sobra para asustarme, pero el miedo se convierte en pánico a medida que soy capaz de distinguir más y más detalles del lugar en el que me encuentro: botes de cristal de diversos tamaños, reposan sobre toscas estanterías, las paredes carecen de decoración salvo algunos ganchos de carnicero y una heterogénea colección de instrumentos ,que van desde un martillo a un bisturí, descansan sobre pequeños muebles. El lugar parece un cruce entre mazmorra, la sala de estar de la Bruja de Blair y una clínica abortiva clandestina.

—¿Ya te despertaste, ojete?

El que habla es un adolescente con la jeta acribillada de grasientos granos de acné. En condiciones normales no resultaría demasiado temible, pero teniendo en cuenta que yo estoy amarrado, y que él sostiene en una mano uno de esos pequeños sopletes que los cocineros utilizan para quemar el azúcar en los postres, su visión me resulta de lo más inquietante.

—Tengo dinero.

Sé que es un clásico y no es cierto en absoluto, pero algo tengo que decirles. Con un poco de suerte sólo se tratara de un secuestro exprés. Sólo tengo que ganar algo de tiempo y confiar en que Alejandro me encuentre.

La mazmorra se llena momentáneamente de música cuando la amplia silueta de Alejandro atraviesa la puerta. El lugar vuelve a quedar en silencio en cuanto cierra. Comprendo que el lugar está insonorizado y que gritar no va a servirme de nada.

—Ya me deshice del pelado del maletero —explica el bigotudo.

—No os esperábamos tan pronto —le increpa el joven del soplete.

—Querría haber encontrado a los contactos de este pendejo —explica el tipo del mostacho mientras sus dedos juguetean con un pequeño martillo—, pero el puto se empeñó en venir aquí. Creo que no tiene ninguno, pero de tenerlo, tampoco se ha puesto en contacto con ellos.

Las palabras del vagabundo cobran sentido en mi cabeza: “un agachón canelo sin un pelo en la cara”. Comprendo que el verdadero detective estaba en el porta equipajes del Mercedes, y el motivo por el que el tipo que dijo llamarse Alejandro, parecía sentir tanta aversión a la policía y interés por conocer a mis contactos.

Una mujer de unos cincuenta años, de rostro tan demacrado que es poco más que una calavera recubierta de pellejo, se adelanta y aparta al jovenzuelo del soplete.

—Ya has encontrado a “los Calacas” —me dice con una voz apagada, que casi parece llegar del fondo de un túnel en lugar de nacer a escasos centímetros de mi cara—, aunque para ser exactos, somos nosotros los que por fin te encontramos a ti.

—¡”Los Calacas” son un fraude! —le espeto—, ¡un puto cuento!.

Para mi sorpresa la mujer asiente con movimientos lentos y pesados.

—Lo éramos, pero tu libro alimentó ese cuento. Muchos narcos son gente desconfiada y supersticiosa. Fueron muchos los que pensaron que algo de verdad habría si le dedicaban un libro al tema. Así que simplemente, aprovechamos la publicidad.

Esto ya es surrealista. ¿Esta bruja me está diciendo que yo creé esta pesadilla?

—En realidad fue mucho más fácil de lo que parece —continúa esa mujer que podría pasar por la mismísima parca—. La muerte de Zeferino disparó los rumores; sólo tuvimos que robar su cadáver y trabajar un poco en él para disparar los rumores.

Un terrible presentimiento gana fuerza a medida que el miedo parece embotar mi mente.

Mi editor.

Mi interlocutora abre una boca que exhibe varias piezas doradas.

—No fue difícil: un viaje en avión, robar un coche… Lo realmente difícil fue traerte a ti hasta aquí. No bastaba con asesinarte sin más, no para lo que queremos conseguir. Para completar el rito, tienes que morir aquí y durante la noche de difuntos. Pasamos varios meses pensando cómo lograrlo. Fue una suerte que esa pendeja rica cayera en nuestras manos.

Ahora todo encaja. Los policías estaban equivocados; sí que se pidió un rescate, pero no se trataba de dinero, sino de mí.

—¿Entonces Sandra?.

No estoy seguro de por qué me intereso por ella. Está claro que estoy acabado y que no hay nada que ella vaya a poder hacer por mí. La matriarca vuelve a mostrar la dentadura en una parodia de sonrisa.

—Puede que la hubiéramos devuelto si su madre no hubiera contratado a ese pinche detective… De todos modos, mis hijos ya llevaban unas cuantas horas divirtiéndose con ella. Aunque yo siempre cumplo mi palabra, su cuerpo aparecerá… un día de estos.

Intento pensar en más preguntas aunque sólo sea por ganar algo más de tiempo, por atrasar el terrible destino que sé inevitable.

El muchacho de rostro grasiento pone en marcha el pequeño soplete haciendo brotar una pequeña llama de color azulado.

—Grita tanto como quieras —me dice él—, está insonorizado y con el estruendo de la música, tampoco importaría demasiado si no lo estuviera.

—Empieza por la planta de los pies —le aconseja su madre mientras empieza a desatarme los zapatos—. Tiene que aguantar vivo hasta mañana por la noche.

¿Aparecerá mi cuerpo algún día, o seré simplemente otro número en una fría estadística? ¿Seré una foto en el tablón de los desaparecidos u otro dantesco espectáculo junto a los restos torturados de la carpeta amarilla? Supongo que ya no importa.

Gritaré aunque sé que nadie oirá mis gritos; suplicaré aunque estoy seguro de que no servirá de nada.

Esto es Ciudad Juárez, el lugar en el que cada noche es noche de difuntos, donde los hombres son tiroteados en las calles, donde los cuerpos violados y mutilados de las mujeres son abandonados en el desierto. Si alguien llega a preguntar por mí, simplemente le responderán que, como a tantos otros, también a mí se me llevó la calaca.

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Patapalo
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Muy bueno el relato. Me ha gustado mucho cómo el planteamiento policíaco se mezcla con la parte de terror. Lo de los "calacas" es muy ingenioso también para tratar el tema de la convocatoria, y magnífico cómo encajan todas las piezas al final de la historia. El que no haya elementos accesorios es un gran punto a su favor. Sobre la ambientación no puedo opinar, la verdad, porque no conozco México ni Ciudad Juárez, pero en el aspecto literario funciona. Como único apunte, señalar que hay algunas erratas (puntos después de los interrogantes, alguna tilde, cosas así, no muy importantes) que dan la impresión de que se podría haber revisado más el texto.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Muchas gracias por colgarlo (y por descontado por leerlo y opinar).

Lo de los puntos detrás de los interrogantes es algo que he puesto toda la vida y que por más que me lo dicen nunca me acostumbro (ni acuerdo) de quitar. Me sigue pareciendo raro el texto cuando veo el párrafo sin su punto al final (maniático que es uno). 

Me temo que el de "Desastres naturales" repetirá como mínimo ese error, aunque me comprometo a tratar de eliminarlo en futuras convocatorias.

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Darkus
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Muy bueno. En todos los sentidos; ambientación, ritmo, desarrollo,  final... Se nota que está bastante currado.

Me ha gustado mucho todo el tema de los Calacas que, personalmente, desconocía. El relato me ha recordado bastante a ese tipo de peliculas de terror en plan "Turistas" donde los extranjeros se meten donde no los llaman y acaban muy, pero que muy mal, con uno de esos finales que dejan con bastante mal cuerpo (para bien, claro).

Personalmente, me hubiera gustado que hubiese sido más largo, pero se habría estropeado, porque su longitud funciona  a las mil maravillas. Algunas erratas "molestan" (entiendase en el mejor de los sentidos) pero el relato funciona demasiado bien como para que lo estropeen.

Lo dicho, que me ha encantado.

"Si no sangras, no hay gloria"

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korvec
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Muchas gracias por leerlo. Celebro que hayas disfrutado de la lectura y me disculpo por las erratas que espero ir reduciendo en próximos relatos.

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Aldous Jander
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Entretenidísimo, como todo buen relato policiaco. Una buena trama y un buen personaje, y una ambientación (no se lo fiel que será o no) creíble y evocadora. Ya te han comentado lo de las faltas, y demás, pero para mí el único pero... ¿seguro que es de terror? Yo es que ni fosco lo veo... ¿Puede que eso influyese en la decisión del jurado? A lo mejor apuntando más al terror habrías tenido mejor suerte, porque el relato de por sí me parece muy bueno.

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korvec
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Muchas gracias por leerlo Aldous Jander y por dedicar un momento a poner por escrito tus impresiones.
Lo de ser de terror… pues supongo que depende de las personas. Reconozco que después de documentarme sobre este tema (un libro muy bueno es “La ciudad de las muertas” de Marcos Fernández y Jean-Christophe Rampal) reconozco que me daría mucho más miedo la posibilidad de vérmelas con unos narcos mexicanos que con por decir algo con La Santa Compaña, de igual modo que a algunas personas el monstruo de Frankenstein les  da más pena que miedo.
 
En cuanto a lo de Fosco… reconozco que no conocía el término más allá de sonarme a “oscuro” (por aquello de que “fosc” es “oscuro” en catalán), así que me guié por lo de:  “ambiente siniestro y un cierto suspense”. Aunque como con todo, he podido tener más o menos éxito a la hora de lograrlo.

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FAGLAND
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Buenísimo.

Normalmente leo a disgusto textos largos en una pantalla y tiendo a buscar errores para no aburrirme (yo soy así), pero este me ha enganchado muchísimo. Me encanta la novela negra bien hecha y este relato es un ejemplo. El final del primer capítulo es a lo único que le pondría un pequeñísimo pero, porque el detective vuelve a la realidad en una sola frase. Yo habría puesto dos o tres más, para que nadie se pierda.

Me alegro de haberlo leido. 

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korvec
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No te falta razón, quizás podría haberme extendido un poco  más en esa parte. En cualquier caso celebro que lo disfrutaras. Muchas gracias por leerlo.

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Crocop
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Es un buen relato, muy bien estructurado. Sólo con corregir un par de cosillas sería  perfecto.

Alguna errata como han comentado,  pero vamos, ¿a quién no se le escapan?
Sobre todo, el problemilla con  las comas, nunca entre sujeto y predicado, siempre abriendo y cerrando los sintagmas... Hay algunas comillas de más, que hacen trabucarse algo al leer.

Pocos más defectos puedo sacarle, porque lo veo muy bien, enhorabuena.
 

Ferrum ferro acuitur

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korvec
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Lo de las comas me temo que ya es un problema crónico en mis relatos aunque intentaré corregirlo (un año de estos cuando tenga algo de tiempo tengo que apuntarme uno de esos talleres de escritura/redacción para pulir esas cosas).
Muchas gracias por leerlo.

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