Última entrega de los Relatos del rebaño
La mayor parte de la ceniza cayó en el interior del vehículo, como casi siempre que el joven trataba de mantener el cigarro más allá de la ventanilla. Sin embargo, en esta ocasión no se apercibió de ello. Trataba de encontrar una respuesta a la pregunta que Caimán acababa de realizarle.
—Tic, tac, se acaba el tiempo... —dijo este sin apartar la mirada de la carretera.
—Joder, déjame pensar —respondió Lobo.
A menos de medio metro del vidrio el quitamiedos parecía difuminarse como una acuarela bajo la lluvia, al tiempo que la camioneta aceleraba en dirección a la abandonada ciudad.
—Yo que sé, morena.
—Eeeeck, error. Rubia como un canario.
—¿Y cómo querías que lo supiese? A ver si ahora va a resultar que conozco a todas las presentadoras de telediario...
—Qué quieres que te diga, tío —interpeló Caimán—. Es un asunto de cultura general...
El cigarrillo escapó de entre los dedos de Lobo, succionado por la fuerza del viento. No tenía importancia, apenas faltaban un par de caladas para terminarlo.
—Cierra la ventanilla, ¿quieres? Empieza a refrescar —dijo Caimán.
Lobo giró la manivela en silencio, contemplando las incipientes calles del extrarradio de la ciudad a la luz amarillenta de los faros delanteros.
Al menos hasta que la camioneta se paró en seco.
—Joder —masculló Caimán mientras cambiaba la marcha y giraba de nuevo la llave de contacto en un único y mecánico movimiento.
—¿Cuánto hacía que no se te calaba? —preguntó Lobo con una media sonrisa, revisando el revólver que siempre guardaban en la guantera. El cargador estaba vacío.
—¡Ya no recordaba lo que era! —dijo Caimán cuando finalmente reemprendieron la marcha, sonriendo a su vez.
El velocímetro no pasaba de los veinte por hora. La mirada de Caimán recorría cada rincón de las desiertas calles al lento paso del vehículo.
—¿Dónde crees que deberíamos buscar? —preguntó.
—No vamos a buscar a Camel y a Halcón —repuso Lobo.
—¿No?
—No. No creo que les haya sucedido nada, y aun así son capaces de cuidar de sí mismos.
Por lo tanto, solo quedaba una opción.
—Así que vamos tras Oso —sentenció Caimán tras una breve pausa.
Lobo se tomó su tiempo para responder.
—Sí, creo que sé dónde se encuentra. Sigue recto, no está demasiado lejos.
Había algo en el tono del joven que activó la imaginación de Caimán.
—Y Oso, al contrario que Camel y Halcón, no es capaz de cuidar de sí mismo, ¿es eso lo que quieres decir?
Lobo volvió la mirada hacia la carretera, a pesar de que su expresión seguía siendo visible para Caimán a través del espejo retrovisor.
—Yo no he dicho eso —respondió.
—Pero lo piensas.
Lobo encendió otro cigarrillo.
—Escucha, no digo que me preocupe, ni nada parecido. Le gusta estar solo, y creo que le viene bien, que lo necesita. El problema es que la soledad la sobrelleva con una botella, y las calles ya no son seguras. Es solo eso.
—Baja la ventanilla, nos vamos a ahogar —dijo Caimán como toda respuesta—. Y enciéndeme otro a mí, ¿quieres?
Condujo en silencio durante un par de manzanas más, paladeando el ya algo seco tabaco que atesoraban como oro en paño, antes de lanzar su pregunta.
—¿Cuánto hace que va a esa azotea a emborracharse?
Sintió una cierta satisfacción al ver cómo la sorpresa mudaba el rostro de su amigo en el reflejo del cristal.
—Así que lo sabías...
—No —dijo Caimán—. Pero lo sé ahora.
Lobo le miró a los ojos a través del espejo. Touché, decía su mirada.
—Lleva yendo allí casi desde el principio. Dice que va a cazar, a buscar comida, o como hoy, a buscar a Camel y Halcón. Gata estaba de los nervios, así que le he dejado ir en mi lugar; ella se calma, y él se desahoga; todos ganamos.
—Muy bien, pero entonces, ¿qué pintamos nosotros ahí?
—Ya te lo he dicho, las calles no son tan seguras como antes. Y, además, tienes que admitir que Gata tiene algo de razón. Tardan mucho, ¿no crees?
Caimán soltó un bufido de desprecio.
—Lo más probable es que Halcón y Camel ya hayan llegado al garito. Y Oso estará cantando la Traviata a cuatro patas, como si lo viera. Pero si así os quedáis más tranquilos...
—Bueno, antes de media hora estaremos todos de vuelta. No es para tanto.
—Si yo no me quejo, no me quejo —repitió Caimán girando el volante con suavidad.
A estas alturas ya sabía a dónde se dirigían, por lo que no fueron necesarias más indicaciones para que el joven llevase la camioneta hasta la casa de la antigua novia de Oso. Aparcó sin dificultad, e hizo ademán de quitarse el cinturón.
—Yo iré, ¿de acuerdo? —le cortó Lobo—. Será un segundo.
—Sí bwana... —respondió poniendo los ojos en blanco y ajustando de nuevo el cinturón—. ¡Eh, Lobo! —dijo antes de que este cerrase la puerta del vehículo—. Necesitarás esto —y sacó de debajo del asiento el cargador del revólver de la guantera, que por algún motivo Lobo había acomodado en el interior de su chaleco.
Tras un momento de duda, y sin mirarle directamente a los ojos, Lobo le arrebató el cargador y salió al exterior.
—Cinco minutos —dijo antes de cerrar de un portazo.
Cinco minutos, y si no has vuelto, subiré a buscaros dijo Caimán para sí mientras el joven subía las escaleras del edificio, que se encontraban parcialmente al descubierto tras el derrumbe del edificio.
Ni siquiera tuvo que esperar la mitad del tiempo. Justo acababa de arrojar su cigarrillo a la acera, cuando Lobo y Oso irrumpieron en la camioneta a toda prisa.
—Hey, cuánto tiempo...
—Arranca —dijo Oso, con aire fúnebre. Tenía la tez cetrina y la frente sudorosa, sus ojillos claros bailoteaban nerviosos en las cuencas.
—¿Pasa algo?
—Arranca —dijo Lobo, y Caimán no hizo más preguntas.
Se permitió conducir a toda velocidad, como a él le gustaba —después de todo no había nadie más con quien chocar, siempre y cuando supiese mantenerse dentro de la carretera—, y nadie se quejó por ello.
—Había algo en el cielo —dijo Lobo por fin—. Una luz, o algo así.
—¿O algo así? —inquirió Caimán.
—Luces, más de una —intervino Oso, con voz incierta—. Aceleraban, deceleraban... se movían despacio .
Caimán le dedicó una breve mirada de reconocimiento a su alcoholizado amigo.
—La noche ha sido movidita, ¿eh? —dijo alzando una ceja.
—No he bebido —dijo Oso—. Bueno, sí, pero no estoy borracho.
—Claro, grandullón...
Oso no contestó; en esos momentos trataba de bajar la ventanilla y sacar la cabeza al mismo tiempo.
—Yo también lo he visto —susurró Lobo, ahora que Oso estaba demasiado ocupado vomitando por la ventanilla como para oírles y sentirse ofendido.
No había un atisbo de humor en su mirada.
—Así que va en serio...
Faltaba poco para que abandonasen la ciudad por su extremo oeste, en dirección al garito. Oso se repuso y pudo sentarse de nuevo erguido y con la vista fija al frente, aunque no cerró la ventanilla. De cualquier forma poco después habían llegado a su destino. Aparcaron junto al portalón exterior, y recorrieron andando el resto del trayecto por carretera hasta llegar a la pequeña finca.
—No hay nadie vigilando —dijo Lobo extrañado, posando su vista sobre el final del alto muro, donde debería verse el medio cuerpo de alguno de los vigías. Ni siquiera las luces estaban encendidas.
Oso llamó ruidosamente a la puerta.
—¿Hay alguien en casa? —gritó con su aguda voz, la mirada todavía algo vidriosa.
—Creo que oigo algo —dijo Caimán, acercando su oído a la fría chapa de metal corrugado—. Gruñidos...
No hizo falta más para que los tres uniesen sus fuerzas tratando de tirar la puerta. Se lanzaban por turnos, lastimando sus hombros contra el inamovible metal mientras del otro lado les llegaban los gritos, los gruñidos y los disparos.
—¡Abrid! —gritaba Oso una y otra vez, como si así la cerradura y la larga y gruesa traba de hierro macizo fuesen a quebrarse y permitirles la entrada.
Los gritos finalmente cesaron. No más gruñidos, no más disparos. Tan solo el sordo golpear de Oso contra el metal, sus gritos desabridos ante el silencio de Caimán y Lobo, quienes ya se habían rendido extenuados.
La puerta se abrió abruptamente, dando con Oso en el suelo. De pie, bajo el marco, una sonriente Gata todavía temblaba presa de la adrenalina, su arma fuertemente asida en la mano derecha.
—Llegáis tarde —fue lo único que dijo.
Se encontraban todos en torno al fuego. Habían decidido abrir una de las mejores botellas de vino que guardaban; no porque tuviesen nada que celebrar, sino —como bien había apuntado Grulla— porque había sido una noche muy larga.
Todavía no habían recogido los cadáveres de las fieras y alimañas que habían abordado el lugar desde el cerro en que se apoyaba el garito, quizá llevados allí por su instintiva huida lejos de las luces. Por suerte no había habido heridos (salvo la linterna de Halcón).
Debatieron largamente durante lo que quedaba de noche, y también durante varias horas de la mañana siguiente. Hacía un largo tiempo que se creían solos, abandonados, meses y meses tras los que empezaban a convivir con la idea de que su vida había cambiado para bien o para mal, de que debían vivir lo mejor que pudiesen con las condiciones que les habían tocado en suerte.
Pero entonces habían visto las luces, y ahora sabían que todo cambiaría para siempre.
Para bien, o para mal.
Fin de los Relatos del rebaño
¿Y ya? Bueno, supongo que esta miniserie de relatos es un gancho para que la gente se interese por la novela, ¿no? Desde esta óptica voy a hacer mi comentario.
Las historias están bien escritas. Apenas tenían alguna errata, tienes buen pulso narrativo y son entretenidas. No obstante, no veo el interés de hacer cinco. No aportan más información que la primera. Quizás algún detalle más, pero no mucho. Al terminar de leerlas tengo la impresión de estar como al principio: estamos en un escenario apocalíptico (no sé si de fantasía o de ciencia ficción) en el que hay unos supervivientes (diría que jóvenes), que han cambiado sus nombres por nombres de animales. En él hay amenazas muy ambiguas pero que no has llegado a concretar. Ni siquiera he conectado con ninguno de los personajes. En él momento me han parecido suficientemente diferenciados, pero no lo bastante sólidos para que me encariñe con ninguno.
Sinceramente, después de leerme el primer relato pensé en hacerme con la novela. Ahora que he terminado el quinto no lo tengo muy claro. A mi parecer, te has ido por los cerros de Úbeda. Los ganchos tienen que tener más de eso, de gancho. Aquí veo corrección (lo que me da ganas de leer más cosas tuyas), pero poca carne para decantarme (lo que hace que no me decida por esta historia en concreto).
Me parece que el conjunto hubiera ganado si hubieras desvelado algo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.