Un relato de Carlos Alejandro Nahas
Tenía un andar de caderas que cortaba el aire. Y la respiración.
Te miraba fijo y ahí nomás te perdías. Te mandaba como un fuego a la boca del estómago que bajaba hasta ahí. Si se daba vuelta, ya eras. O mejor dicho, había dejado de ser.
Pelo ensortijado negro, negro, negro, oscurísimo. Largo hasta las ancas. Algunos decían que si se lo llegase a planchar le llegaría a los tobillos. De cara no era perfecta: era salvaje. Nariz un poco aguileña que disimulaba con algunos bucles caídos al azar entre los ojos. El primer problema era ese: los ojos. Eran dos facas, dos luces negras, dos sombras, dos peligros. La boca fresca, grande, entreabierta.
De cuerpo era tremenda. Era la quinta guerra mundial. Era una masacre. Lastimaba mirarla, a hombres y mujeres por igual. Escotes, faldas cortas, polleras acampanadas, con tajo, transparencias, pulóveres ajustados, jeans pintados, camisas desabrochadas, puperas, musculosas. Todo le servía para hacer sentir a las mejores mujeres del barrio mucamas de cuarta, y a los hombres más experimentados infelices sin sentido.
Desde los once años cuentan que ya le hacía gritar a la madre a tres cuadras de distancia. El padre y el hermano nunca le decían nada, callados como eran. Pero dicen que el viejo crepó de un infarto después de haber vuelto a la casa más temprano y haberla pescado sola (dicen que no estaba sola). Tres días y tres noches agonizó con dolor en el pecho y en el alma. Los ojos bien abiertos sin decir palabra, espantados. También dicen que cuando murió hubo que cerrarle los párpados entre cuatro.
El primer año del secundario hizo estragos.
La Elsa la metió en un colegio de monjas donde sólo había niñas como ella. El problema es que a dos cuadras había un colegio de varones. De curas. Te parabas a las 11 de la matina en la vereda de enfrente del colegio de ella y ya había diez, doce pibes esperando la salida de la bestia.
A la una era un verdadero despelote.
Trece años y ya tenía unas tetas eminentes. Con los muchachos le contamos hasta tercer año más de veintitrés volteadas. Todos de quinto. Se los llevaba a la tarde a la casa y mientras la vieja laburaba detrás de una sedería en el once, ella se masticaba los muñecos. Volvían con la mirada perdida. Ojeras. Contaban poco y nada.
Al Lucho fue al que más le sacamos porque hablaba hasta por los codos. Pero ese día estaba medio boludo. Alcanzó a contarnos que se tuvo que chorear una camisa y unos pantalones del hermano porque los de él quedaron destrozados. Nos dijo que cuando lo agarró detrás de la puerta lo hizo mierda, que cuando se quedaron los dos desnudos el cuerpo de ella parecía hervir. Que le sacó siete polvos sin parar y que se fue corriendo mientras ella se burlaba de él a las carcajadas porque no se le paraba más. Nos mostró unos moretones en el cuello y los hombros todos rasguñados. La verdad es que no le creímos mucho. Lo tildamos de bolacero.
¡Qué le íbamos a creer si nosotros éramos unos pendejos de tercero y lo máximo que habíamos hecho era escaparnos al Colonial de Avellaneda para ver una de la Coca Sarli en pelotas! El Lucho en cambio era grandote, ganador, fachero, y además buena gente. Era nuestro ídolo. Nos llevaba dos años pero lo mirábamos como a nuestro padre.
Estuvo cinco días en cama con fiebre. Y al mes se cambió de colegio, para no tener que verla más.
Yo en cuarto me fui a vivir a Mendoza, le perdí todo rastro. Cuando volví hace dos años, ya grande y casado, me contaron que a la Negra también le habían perdido el rastro en el 89’.
Parece que la pobre Elsa, cansada de los escándalos de los machos en celo en la puerta de la casa, las denuncias de los vecinos por los gritos a la tarde y las llamadas de atención semanales y hasta diarias de las monjas, consiguió un laburo en una textil de Río Cuarto y se las tomó con los dos pibes a cuestas.
El farmacéutico de la esquina, el turco de la sedería, dos profesores –el de química y el de inglés– ya habían pasado por las ingles de la bestia, además de una promoción y media de quinto año. Era demasiado para lo que la pobre madre podía soportar. Llamados telefónicos a altas horas de la madrugada, coches importados en la puerta de la casa, hombres de sesenta años llorando por su amor debajo de la ventana.
Un día tuvo que intervenir la policía porque se habían agarrado a piñas el Tito, de quinto “B”, y un visitador médico de Devoto. A los gritos decían que ella les había prometido escaparse con él. ¡No, conmigo!, decía el otro, y así hasta que terminaron bañados en sangre sobre Chacabuco, mientras ella se reía mirando la escena por los visillos de su ventana.
Hace dos días volví de Río Cuarto. Sentado en la confitería del pueblo el mozo, palabra va, palabra viene, sale que me crié en Mendoza pero soy de San Telmo. Qué casualidad, me dice él, como la Negra. ¿Qué negra?, le pregunto. La Suárez, que se vino de Buenos Aires cuando tenía quince y parecía de veinticinco, la bestia. No te puedo creer, yo la conocí, fue vecina mía. ¿Y usted también se la culió?, me dice en cordobés. No, yo no porque era muy chico y boludo entonces. Acá fue un estropicio, no dejó títere con cabeza. Sí, allá también, le contesto. Menos mal que usted que es viajante de comercio llegó después que se descubrió todo, me dice levantando las cejas. ¿Se descubrió todo qué? le pregunto. ¿Qué, no diga que no se enteró? se sienta el mozo cordobés dejando la bandeja. No, nada de nada, le digo aflojándome el nudo de la corbata.
Resulta que la chichi, viajante de comercio que venía, viajante de comercio que se lo llevaba a la casa. Después de tantos años imagínese, no le quedaba hombre. Ya en la ciudad el mujeraje estaban por organizar una pueblada porque los vagos andaban todos como medio chotos ¿vio? perdida la vista en el horizonte recordando esas curvas de yegua en celo. Yo no, por suerte no se me dan esas cosas, soy puchero, aunque usted no ande diciéndolo por ahí, don. La cosa es que parece que la potranca le vio el filón a eso de andar levantándose a los viajantes de comercio. Pajarito que caía por acá, al buche. El problema fue cuando llegó una delegación policial de la cordobesa, con perros y todo. Parece que los guasos no volvían a las casas. Nada, ni noticias. Al principio se radicaban las denuncias, pasaba un tiempo y las mujeres, minas de viajantes de comercio, se resignaban a que los tipos se habrían rajado con otra. La pista la dio la Nelly, una vieja jubilada que vivía enfrente todo el día asomada a la ventana con el mate y los criollitos en la mano. Le entró a contar a todo el mundo que los guasos entraban pero no salían. Catorce hoyos hicieron y en todos lados encontraban los huesos pal’ puchero.
¿Sabe lo peor, don? Lo que le dijo antes de quedar presa al juez de instrucción: ¿Qué, usted nunca tuvo ganas de comerse los pechos, el culo, las piernas de una mujer? ¿Sabe lo que era para mí la tentación de tantas pinchilas entre mis labios? ¿esas ganas de comérmelos vivos a todos? Ahora dicen que está en Oliva.
Mis ojos eran dos platos, más grandes que los de la Negra cuando te miraba.
¿Entendés ahora, Turco, por qué le decíamos “la comehombres”?
Curioso relato, más género negro que fantástico (hasta el final, que no deja de sorprender aunque algo raro ya se intuía). Considero un acierto el uso del habla local, con sus características sin modificar. Solo me sobra algún que otro elemento de la descripción de ella al principio, no porque pese sino para darle aún más fluidez. Me ha gustado mucho.
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