Un relato de Patapalo para Monstruos de cine
Puzle era la última pieza del rompecabezas.
Sin embargo, no le importaba, porque a Puzle le encantaban los rompecabezas, los enigmas, los laberintos con sorpresa al final, los acertijos que se construyen poco a poco, siguiendo las instrucciones o inventándoselas para la ocasión.
Puzle estaba habituado a que los senderos confluyeran hasta revelar un impactante final, una última imagen hecha con todos los hilos del tapiz que precediera, sin racanear fuegos artificiales, a las dos palabras mágicas: The end. Porque Puzle había nacido en las bambalinas de Hollywood y llevaba el espectáculo en la sangre. Aunque nunca hubiera salido de estas, aunque siempre permaneciera en ese segundo plano que nunca se ve en los metrajes pero que constituye la auténtica alma de las películas.
Puzle adoraba su mundo. Al igual que su padre, había confinado sus sueños en aquel lado del espejo que es la gran pantalla. Nunca había sentido el impulso de huir a otro lugar, de buscar su propio Oz. Para él, el ambiente pirotécnico del taller era el entorno ideal para crecer. ¿Quién querría ir al colegio, mezclarse con niños, cuando se puede deambular por el lado oscuro de la tierra de los sueños, por la forja en la que se crean las fantasías de estos? A su parecer, no había mejor escuela que ver a su progenitor volcado en la creación de las nuevas maravillas para el estudio, afanado en su misteriosa mesa de trabajo, soldador y espátula en mano, dando forma a cuantas quimeras poblaran la mente del hombre.
Puzle se había criado entre los seres más insólitos. Ni siquiera un miembro de los antiguos circos del horror que triunfaban en el siglo XIX hubiera podido vanagloriarse de una compañía más distinguida. Conocía de primera mano el tacto céreo de los gremlins, y también la suavidad de peluche de los mogwai. Sabía, pues lo había aprendido como otros aprenden que no se tocan los enchufes, que el pelaje de los critters, por el contrario, no era digno de confianza, que en su interior se ocultan las puntiagudas durezas de púas y colmillos. Había jugueteado con gigantes gorilas y titánicos monstruos reptilianos que, paradójicamente, tenían más o menos su talla, y había pasado horas contemplando máscaras de todo tipo de materiales como quien se pasea mirando los retratos de sus antepasados en una vetusta mansión familiar. Una pistola láser o una motosierra con sospechosas manchas carmín eran objetos tan cotidianos para Puzle como un aspirador o un licuadora para otros. Solo las llaves se mostraban en la misma medida en un mundo y en otro, porque en el hogar de Puzle, como en tantos otros, había muchas puertas, puertas que se pueden abrir y puertas que no se deben abrir.
Puzle nunca hubiera pensado en abrir una que diera, por ejemplo, al exterior. Aunque fuera tentador ir a espiar a aquellos grupos de gente que se arremolinaban en torno a caravanas, jirafas y grúas bajo el influjo de cámaras y focos, se podía contentar con vigilar sus movimientos desde alguna de las discretas ventanas del taller. Después de todo —eso es algo que había aprendido con rapidez— la parte más interesante de esos conciliábulos venía después, cuando se revestían de música, del ruido ambiental adecuado y, sobre todo, de aquella pátina mágica, de aquel velo de luz que tamiza las escenas cotidianas y las convierte en algo nuevo, en algo extraordinario, en una ventana abierta a las realidades que, a su parecer, de verdad valían la pena.
Sí, Puzle llevaba el mundo del cine en la sangre.
Por eso nunca hubiera abierto una puerta que diera al exterior, no al menos con la intención de escapar. ¿Escapar? ¿A dónde? ¿Para qué? No, Puzle se encontraba bien en su madriguera, feliz de poder dormir acurrucado bajo la mesa de trabajo de su padre, ovillado como un gatito o, como diría este, como un lémur.
Puzle tenía unos grandes ojos grises, tal y como había siempre deseado su padre para sus bebés. Le daban un aspecto de sempiterna sorpresa que llenaba de ternura, aunque también tenían ancladas, con ese tono apagado, reminiscencias de un pasado noctívago. Le conferían una apariencia de criatura del crepúsculo, quizás incluso de depredador entre las sombras a pesar de su expresión infantil. La separación entre sus dientecillos puntiagudos y la piel pálida surcada de costuras de tinta oscura que representaban caprichosas cicatrices acentuaban esta impresión y llegaban a sobresaltar en los primeros encuentros. A Puzle le divertían aquellos respingos y gritos contenidos y, a pesar de las reprimendas de su padre, no podía evitar sucumbir a la tentación de emboscarse en el taller cuando algún ingenuo visitante entraba en sus dominios.
En aquellas ocasiones se situaba entre jawas y alienígenas arácnidos y, cuando llegaba el momento propicio, hacía un leve movimiento, uno rápido, casi imperceptible, pero suficiente para encender todas las alarmas del intruso. Sí, en el fondo Puzle los consideraba así: intrusos que metían sus narices donde no debían. Después de todo, el taller era su santuario, el laboratorio del científico loco que, cual Frankenstein, fabrica lo imposible para que los sueños del mundo no se marchiten. Así le gustaba ver a él las cosas, aunque le tocase considerarse un Igor jorobado que se limita a asistir al genio. Mejor aquello que no estar confinado al otro lado, lejos de las redomas de alquimista que transmutan la realidad, se decía. Mejor aquello que no quedar tras la frontera, en el lado de la pantalla donde solo puedes ser espectador. Aceptaba ser Igor, agradecía ser Igor, aunque, en el fondo, prefiriera Puzle. Aquel nombre iba más con su naturaleza porque, en el fondo, no era solo un asistente, sino una pieza clave, una pieza del rompecabezas. La última.
Lo descubrió el día en que a su padre se le cayó al suelo el sobado libro de bolsillo que acompañaba sus ratos muertos. Del interior de aquella novela pulp, Los marcianos devoradores de sueños, se deslizó como una hoja de otoño una foto igualmente ajada. En tono sepia, enmarcado por las luces de neón de un circo ambulante, Puzle vio el rostro que marcaría su vida.
—¿Quién es? —quiso saber al instante al ver aquella melena rubia desbocada en torno a una cara tatuada de escamas.
—Es tu madre —le confesó con voz quebrada aquel que le había criado—. ¿No ves cómo os parecéis? —le dijo acercando un espejo.
Puzle se miró con atención, escrutando cada detalle del reflejo, y comparó con el rostro de la fotografía cada ángulo, cada trazo, cada punto de color con la minuciosidad con la que había visto trabajar a su padre día tras día, noche tras noche, en el taller. Y descubrió el patrón, la melodía encerrada en ambos cuerpos, la semejanza entre los tabiques nasales y el desafío de los pómulos, la incongruente sensualidad de los labios, la misma chispa en la mirada, las mismas serpientes de tinta negra bajo la piel, los mismos dientes de depredador nocturno... Aunque Puzle tuviera el cuerpo de un niño, no cabía duda: el parecido era notable.
—¿Por qué...? —preguntó devorado por una emoción desconocida—. ¿Por qué se repiten los detalles?
El hombre sonrió con cierta melancolía.
—Porque es tu madre, y los hijos han de parecerse a las madres, ¿no crees? —Al ver la expresión extrañada de Puzle, continuó—: Las madres sirven de modelo para los hijos, ¿entiendes? Como los bocetos que me mandan de la productora cuando quieren que cree algún monstruo. Es importante que sea así, que se guarde la esencia.
Puzle asintió, satisfecho, pero todavía tenía una pregunta crepitando en la lengua.
—¿Y por qué no me parezco a ti?
La melancolía de la sonrisa del hombre se sumió un grado más en la tristeza, y una sombra de dolor brotó con sus palabras cuando dijo:
—Porque la quería tanto, Puzle, que no quedó sitio para mis detalles.
No había sido un mal trato, pensó. Después de todo, aquella “madre” tenía todo lo que alguien como él hubiera podido desear. Se preguntó, de hecho, si con el tiempo heredaría también aquellas escamas de tinta multicolor que cubrían su rostro, si sus dientes también se afilarían como los de una víbora. Aunque consiguiera sobresaltar a los intrusos, Puzle era bien consciente de que, de todos los monstruos que habitaban el taller, él era el que tenía una apariencia menos fiera.
Aquella idea anidó en su mente y fue convirtiéndose en una obsesión, en un impulso irrefrenable que le hizo abrir una de las puertas que no debía franquear. Un día, cuando su padre se encontraba enfrascado en una de sus creaciones, tomó una de las llaves del manojo y accedió al despacho. Puzle nunca había estado ahí, pues era una sala que limitaba con el exterior, con las calles de los hombres, con el terreno prohibido. No obstante, sabía que muchos e importantes secretos se ocultaban entre sus paredes. Secretos que le atañían a él... y a su madre.
Puzle se sumergió en los archivadores y las viejas carpetas, buceó entre recortes de periódico y fotocopias, navegó por las páginas que, cual mariposas muertas, habían claveteado con chinchetas en los numerosos corchos que tapizaban la estancia. Buscó las claves, las pistas, la melodía que le condujera al final del laberinto y desvelase el misterio, el acertijo. Intentó comprender qué significaban todos aquellos artículos sobre los nuevos efectos especiales, sobre las películas digitales, sobre los retoques por ordenador, sobre la tecnología 3D... Pugnó por ordenar la información para encontrarle un sentido, para dar con un patrón que permitiera ponerla en relación con su vida, con su madre, con su pequeño mundo de maravillas y monstruos en miniatura. Con el taller. Ya casi podía sentirla, acariciando las yemas de sus dedos, cuando una puerta se abrió a sus espaldas. Otra puerta. La que daba al exterior.
Puzle se quedó petrificado, convertido en estatua de sal. Sintió un escalofrío recorrer su médula espinal cuando una voz profunda, grave tronó a sus espaldas.
—Vaya, por qué no me sorprenderá. En vez de reciclarse, ya ves: otro muñecajo.
Fue Puzle, en esta ocasión, quien dio un respingo. Como un gato, saltó y se dio media vuelta para enfrentarse con los intrusos. ¿O era ahora él el intruso? Estaba en tierra fronteriza, y aquellos dos tipos, porque eran dos los que habían entrado, no parecían tan pusilánimes como los visitantes del taller. O, al menos, estaban menos impresionados. Desde luego, no los espantaría con una fugaz mueca.
—Qué demonios... —dijo el más robusto, el que sujetaba un humeante puro entre sus rollizos dedos, al tiempo que se aproximaba a Puzle.
En ese momento, la puerta, aquella que daba al taller, se abrió y dejó paso a su padre. Puzle no osó siquiera parpadear mientras este tomaba, todavía confuso, las riendas de la situación.
—Buenos días, Arthur. No os había oído llegar —dijo con su habitual tono tranquilo.
—¿Ah, no? —replicó el hombre del cigarro con suficiencia—. ¿Quieres decir que este encuentro —añadió señalando a Puzle— ha sido casual?
—Arthur, verás...
El hombretón le cortó con una carcajada.
—No es necesario que me cuentes milongas. Lo importante —exclamó— es el trabajo bien hecho: ya lo sabes. Bien, no soy ningún necio. Te lo concedo, por el momento: tenías razón. No hace falta que sigamos con el plan de reconversión del taller —insistió sin dejar que nadie interviniese, acostumbrado a que su voz fuera soberana en cualquier discusión—. Confieso que me has impresionado. No creía que fueras capaz de hacer un muñeco tan creíble, tan impactante. Casi diría que... —dudó un instante—. No puedo tocarlo, ¿no? —Ante el gesto de negación, que ya esperaba, continuó—. Sí, claro, lo entiendo: es material delicado. No hay problema. Tienes carta blanca, qué demonios. —El segundo hombre carraspeó tras sus gafas de sol—. Sí, tiene carta blanca —le amonestó el tipo del cigarro—. Una última película de muñecos, con... eso de protagonista. ¿De quién es el guión?
—Mío —replicó el padre de Puzle—. En esta ocasión es mío.
De nuevo, una capa de tristeza dominaba su voz, pero el hombre del cigarro no la apercibió. Su acompañante, por el contrario, dedicó una última mirada a Puzle, una intensa como de duelo a media tarde, cuando por fin les acompañaron a la entrada con promesas de espectáculo.
Puzle supo que no debería haber abierto jamás aquella puerta, entendió por fin las prohibiciones y las advertencias, cuando la botella se convirtió en un habitante más del taller. Desde aquel día todo cambió, y no solo porque su padre intentara, sin gana ni ánimo, hacerle aprender algunas líneas de texto, algunas poses que él mismo ya conocía de tantas y tantas películas de horror, sino porque la botella se convirtió en dueña y señora de sus antiguos dominios.
Ella fue la que enredó las lenguas y convirtió en balbuceos las palabras de cariño, la que sembró semillas de rabia y resentimiento en el fondo de algunas frases, la que orquestó noches de dormitar en un viejo sofá, la que quebró, sin necesidad de tener manos, máscaras, maquetas y utensilios. La que gobernó, en definitiva, el barco que se conducía, sin remedio, hacia los arrecifes, hacia su épico final, con el desdichado capitán encadenado al timón.
Por eso Puzle supo mucho antes de que el nombre de su padre restallara fuera del taller con la fuerza de los megáfonos, mucho antes de que las luces, rojas y azules, tiñeran su madriguera con los fuegos del infierno, que las hebras estaban convergiendo, que todo lo que se había sembrado a lo largo de los años estaba encarrilándose hacia un único e irrevocable final.
Por eso, aunque él todavía no había descubierto las claves, aunque todavía no había conseguido vislumbrar en qué dirección se precipitaban los acontecimientos, tuvo la certeza de que estaban llegando al último acto, al momento en el que no hay que escatimar fuegos artificiales ni dudar a la hora de aumentar el volumen de la banda sonora. Porque él era Puzle, la última pieza del rompecabezas. La clave.
Y llevaba el cine en la sangre. Como su padre.
Así, cuando este abrió la puerta botella en mano y reveló ante sus espantados ojos la barricada de coches patrulla, el enjambre de policías que empuñaban pistolas y megáfonos y se esforzaba por mantener vigilado al hombre y, al mismo tiempo, indagar en el interior del taller, otra certeza se instaló en su mente asustada: había llegado el momento de que se dibujasen, en su vida, las dos palabras mágicas.
The end.
Me ha gustado mucho el tono triste y melancólico que tiene el relato, la forma en que empatizas con el protagonista, que a pesar de que se intuye que es un monstruo lo hace muy cercano.
Lo único que le veo es que hay partes que resultan muy confusas y no he llegado a enterarme del todo de la historia, ¿porqué era malo que puzle protagonizara una película? Porque me ha dado la sensación de que el padre se da a la bebida por eso... o a lo mejor es que no lo he entendido bien
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