Un relato de Tony Jiménez para Monstruos de cine
1
Larry abrió los ojos, poco a poco, no sin esfuerzo, mientras recuperaba la consciencia. El primer pensamiento que llegó a su cerebro fue por qué no seguía en su cama, y qué hacía en el suelo.
Lentamente, notó el sabor reconocible de la sangre en su boca, metálico, y algo amargo; intentó moverse, pero algo le detuvo contra el suelo; tras un par de tentativas más, dejó de hacer fuerza.
Conforme iban pasando los segundos, la vista se le fue aclarando, al mismo tiempo que sentía, con más energía, el dolor de cabeza que le tenía agarrado. Sintió algo cálido en la frente y, al tocarse con una mano, se manchó los dedos con su propia sangre; entendió los fuertes mareos.
Sus ojos captaron el techo de su habitación –al menos, seguía en su casa-, las dos mesitas de noche que flanqueaban su cama, ambas, caídas frente a la puerta del dormitorio, y las sabanas que usaba para dormir, que formaban una pila, en una de las esquinas de la estancia.
Oyó algo de fondo, como un rumor que llegaba del exterior. Una suave brisa le acarició el dolorido rostro. ¿Por qué le daba la sensación de que estaba fuera de su casa? ¿Qué le impedía moverse?
Tragó una buena cantidad de sangre mezclada con saliva, tomó aire, y usó todas las fuerzas de las que disponía para moverse. Logró algo de tregua para su cuerpo, pudiendo ver que, uno de los dos armarios del dormitorio, se encontraba aguantando sus piernas contra el suelo.
Una oleada de nauseas y mareos le llegó de la nada, provocando que se tumbase de nuevo. Antes de caer en una negrura de la que esperaba salir, pudo escuchar, a lo lejos, un tremendo rugido que le puso los pelos de punta.
2
Sus ojos volvieron a abrirse media hora después. No movió ni un músculo de su cuerpo, simplemente, dejó que su cabeza descansase, y que sus sentidos se tomasen su tiempo para encontrarse mejor.
Agradeció conservar la memoria tras un golpe cuyo origen desconocía; sabía quién era, que estaba en su dormitorio, que algo había ocurrido, y que un enorme armario le impedía desplazarse con libertad. También recordó el rugido, que achacó a lo mal que se encontraba.
Poco a poco, se fue incorporando hasta lograr captar por qué entraba tanto viento en su dormitorio. No quiso creerlo, pero tuvo que obligarse a ello.
El agujero de la estancia ocupaba toda la pared que daba al exterior. Desde donde estaba, pudo ver destrozos similares en el edificio que había al otro lado. Sintió un escalofrío de pánico cuando, observando con cuidado los daños de la construcción vecina, se dio cuenta de que parecían provocados por enormes garras.
–Debe ser una broma –Larry echó hacia atrás la cabeza, moviéndola negativamente–. Joder, me están tomando el pelo. ¡Ja, ja, ja! ¡Es una broma!
Al escucharse, supo que estaba a punto de entrar en shock, así que, decidió respirar hondo, calmarse e intentar no dejarse llevar por el miedo más atroz y absoluto que sentía. A un lado, reconoció su despertador verde, que marcaba las seis de la mañana; la tenue luz que entraba por la nueva abertura del dormitorio, dio la razón al aparato.
Pasados los minutos, ya más calmado, comenzó a moverse enérgicamente, dispuesto a quitarse de encima el obstáculo que impedía que su cuerpo estuviese libre. Tras unos tensos minutos, y con algo de maña y fuerza, consiguió salir de debajo del armario derribado, mirándolo como si fuese un rival al que había derrotado tras horas de lucha; una vez libre, se apoyo sobre la pared más cercana, intentando hacer huir el dolor de cabeza, e intentando comprender lo que estaba pasando.
La curiosidad le empujó hacia la destrucción provocada en la fachada de su hogar. Con cuidado, se asomó al exterior, encontrándose con un espectáculo dantesco que hubiese deseado no admirar.
Todos los edificios que tenía ante sus ojos estaban dañados de igual forma, con marcas que asemejaban arañazos; varias columnas de humo se levantaban por diversas partes de la ciudad; a cientos de metros abajo, coches, farolas, cubos de basura, y partes de la calzada, eran victimas del misterioso acto de destrucción cuyo origen desconocía.
Larry, sintiendo que su estomago le traicionaba, se arrodilló, y vomitó todo lo que le quedaba de la cena. No sabía si era debido a los mareos, o por lo que estaba viendo, pero sentía que, si no se movía, se desmayaría otra vez.
Creía que, lo que hubiese pasado, sólo había tocado a su edificio pero, con la apocalíptica visión que había obtenido de la ciudad, tenía claro que se equivocaba, y aún no sabía cuánto.
¿Qué había pasado? ¿Un huracán? ¿Un maremoto? ¿El fin del mundo? ¿Un atentado terrorista? ¿Y por qué no había nadie en las calles? Y, por encima de todo, ¿por qué los destrozos le daban la impresión de estar hechos por un animal? ¿Estaba perdiendo la cabeza?
Decidió salir del apartamento para encontrar a alguien y ponerse a salvo; no sabía qué cantidad de daño había sufrido el edificio en el que vivía, y no pensaba descubrirlo de la peor de las maneras.
Se puso en movimiento, sintiendo, con alegría, como sus piernas reaccionaban a sus órdenes. Su primera visita fue la cocina, donde se tomó un par de pastillas para el dolor de cabeza; luego, el cuarto de baño, en el que se limpió un poco; después, se cambió de ropa, cogió algunos objetos que pensaba le podrían ser de utilidad, algo de comida y bebida, y salió del apartamento, descubriendo que podía mantener la compostura, aún encontrándose en aquella extraña situación.
Suponía que, tener un objetivo claro, ayudaba a ello; ya tendría tiempo de perder los nervios si no lograba salir del edificio o, no encontraba a nadie a quien poder hacerle un par de pertinentes preguntas.
Una vez fuera de la vivienda, se dio de bruces con el largo pasillo que llevaba a otros hogares como el suyo. Miró a un lado y a otro, buscando algún signo de vida, pero no encontró nada, sólo el vacío más absoluto, así que, fue hacia la izquierda, en busca de las escaleras para bajar; el ascensor lo dejaba para otros más inconscientes.
Al principio, ocupado como estaba en tomar velocidad –a sus piernas, atrapadas minutos antes, aún les costaba- no oyó nada, hasta que, el sepulcral silencio que parecía haberse hecho con el edificio, se vio interrumpido por misteriosas pisadas que le llegaban desde la planta que tenía encima.
Larry escuchaba mientras andaba, llegando a localizar varios pares de pisadas, lo cual le extrañó. Una siniestra sensación recorrió su cuerpo al darse cuenta de que, fuese lo que fuese, seguía sus pasos, así que, prefirió llegar a las escaleras, antes de pararse a pensar qué era lo que le seguía.
Justo cuando vio, al fondo del pasillo, el hueco que daba la salida del piso, algo saltó de un apartamento cercano, destrozando la puerta en su embestida.
Larry no pudo ver bien de qué se trataba, ya que lo tenía enganchado en la espalda, pero pudo captar que tenía el tamaño de un perro mediano, tres pares de delgadas patas, y hacía un ruido muy parecido al de un grillo, mezclado con los graznidos de un pájaro.
Viendo lo que le quedaba hasta las escaleras, supo que no llegaría a ellas antes de ser herido por la cosa que le acosaba, así que, se fue acercando a las puertas de los apartamentos, intentando abrirlas. Mientras, el ser no dejaba de lanzar sus estridentes chillidos, al mismo tiempo que, sus dos patas delanteras, intentaban clavarse en la garganta de su presa.
Larry no tuvo suerte hasta pasadas tres puertas. La cuarta que encontró se abrió al primer empujón; luego, sin dejar de gritar por su vida, y con el miedo resbalando por sus poros, se lanzó hacia atrás, aplastando entre su espalda y la pared, a la criatura, que cayó al suelo, debido al golpe.
El hombre, con el cuerpo temblando, salió corriendo hacia la vivienda abierta. En el momento en el que cerraba el apartamento, el monstruoso ser, al que seguía sin ver bien, se lanzó contra él. Larry cayó sobre la puerta, echó el pestillo, y aguantó los envites del engendro.
Media hora después, cuando el monstruo dejó de intentarlo, Larry descansó, aunque con cautela.
Un minuto después, se echó a llorar.
3
La mente de Larry iba a cien kilómetros por hora. Las opciones, tras el ataque del misterioso ser, habían disminuido y, la mayoría de ellas, consistía en esconderse y esperar la ayuda oportuna.
Se estaba enjugando las lágrimas, y ordenando los distintos caminos que le daba a elegir su cerebro, cuando el temblor tuvo lugar.
Al principio, no fue más que un murmullo, como el sonido de un camión; poco a poco, fue notando como todo el apartamento se movía; cuando la agitación llegó a su punto álgido, el edificio entero se estremeció de arriba abajo, amenazando con caerse como una vulgar torre de naipes.
Larry, recuperando el miedo que había perdido con la calma conseguida tras el ataque de la cosa, se levantó, sujetándose la cabeza con las manos, a un paso de caer en el abismo del ataque de nervios. Su mente no lograba procesar todo lo que estaba pasando, y creía que, de un momento a otro, se volvería loco.
Impulsado por un resorte invisible, fue hacia el salón, donde se encontró con un gran ventanal donde podía captar el destruido exterior, un paisaje desolado que no quería volver a contemplar. Sin embargo, lo que vio, le perseguiría en sueños, si es que volvía a dormir algún día.
Al principio, creyó que era una especie de extraña columna gigantesca lo que estaba viendo. Lentamente, fue observando que tenía músculos y que, parte de lo que tenía ante sus asustados ojos era una rodilla, o algo parecido a ella; una rodilla gris, enorme, llena de escamas, y algunas costras.
Cuando comprendió que era la pata gigante de algo que hacía pequeño al edificio, echó a correr, fuera de la vivienda, mientras el dueño de la extremidad se alejaba y, con él, los temblores.
Larry se deslizó por el pasillo, sin importarle que, el monstruo que le había metido en el apartamento, estuviese cerca. Lo único que quería era huir de la pesadilla en la que se había visto metido porque, de otro modo, acabaría agazapado en una esquina, esperando su final, fuese el que fuese.
Llegó a las escaleras y las bajó como si no existiesen; cuando estaba a punto de continuar su camino, peldaños abajo, oyó los inconfundibles gritos de una aterrorizada mujer. Fue hacia las suplicas de auxilio, más encantado por escuchar a otra persona, que preocupado porque pidiese ayuda.
Los alaridos le llevaron hasta el ascensor, abierto de par en par. En la oscuridad en la que faltaba la cabina, se encontraba una mujer, que se sujetaba, usando todas sus fuerzas, a lo poco que podía agarrar del suelo del pasillo.
–¡Ayuda, por favor!
Larry corrió hacia ella, se agacho, y la cogió de los brazos. El gesto agradecido de la mujer supuso una agradable anomalía en un día monótonamente siniestro.
–¡Muchas gracias! Intentaba...
Las explicaciones se acabaron cuando la mujer vio el gesto horrorizado de su salvador. No la estaba mirando a ella, sino a lo que había detrás, algo que no debía existir en el mundo que ellos pisaban.
Unos tentáculos, no demasiado gruesos, bailaban tras la rescatada, como serpientes en las tinieblas. Parecían salir de las profundidades del hueco del ascensor, de un sitio al que no llegaba la luz.
La garganta de Larry dejó escapar un gemido, antes de que los apéndices agarrasen a la mujer de los hombros y la cintura, y tirasen de ella.
–¡Por favor! –suplicó ella.
Larry aguantó con todas sus fuerzas, clavando sus dedos en los brazos de la joven hasta hacerle daño, nada comparado con la energía con la que tiraban las horribles prolongaciones.
Las rodillas de Larry se hincaron en el suelo, al mismo tiempo que los tentáculos conseguían arrastrar un poco más a su presa. Las manos del hombre comenzaron a sudar, mientras su rostro se contorsionaba en un rictus de dolor, temor y frustración, al saber lo que iba a pasar.
Finalmente, tras un potente tirón, los sinuosos apéndices ganaron la batalla, llevándose a la mujer a las penumbras del fondo. Al hacerlo, Larry cayó hacia atrás, sobre el suelo del pasillo; se quedó mirando la negrura que tenía ante él, como si de ella fuese a surgir la joven a la que había intentado rescatar, sana, como si no hubiese pasado nada.
En vez de eso, oyó perversos sonidos de succión, huesos quebrándose, y gritos ahogados; luego, un sepulcral silencio, que fue roto por el ruido de algo que se arrastraba desde el fondo, hacia él, entre las sombras, dispuesto a cogerle para que compartiese el destino de la desdichada que no pudo salvar.
Larry se levantó, dispuesto a echar de nuevo a correr, cuando un hombre, salido de la nada, le cogió de un brazo, y le arrastró hasta el interior de su apartamento, mientras, en el hueco del ascensor, algo gruñía, rabioso.
4
Los ojos de Larry no dejaban de mirar, nerviosos, la puerta del apartamento, cerrada a cal y canto. A un lado, el hombre que, posiblemente, le había salvado la vida, le observaba de arriba abajo, temeroso de que, en cualquier momento, se desmayase tras la experiencia sufrida en el pasillo.
–¿Estás bien? –preguntó el dueño de la vivienda.
Larry le miró; era un hombre de poco más de cincuenta años, de constitución atlética, y pelo canoso, con un gesto preocupado en la cara.
–¿Q-Qué...? –las palabras se atropellaron en la garganta de Larry–. ¿Qué...?
–Siéntate y cálmate. Te preparé algo que te relaje.
–¡Está ahí fuera! ¡Puedo oír a esa cosa! –chilló Larry, soltando la mochila con sus cosas, y retrocediendo, con cara de animal asustado.
–No sale del ascensor, pero si sigues haciendo ruido, igual se lo piensa –el hombre se interpuso entre la puerta y su invitado–. Siéntate, y mantente en silencio.
Larry fue a contestar, pero se lo pensó mejor, se internó en el salón del apartamento, y se sentó en el sillón más cercano. Un profundo silencio reinaba en la estancia, roto por los jadeos nerviosos del recién llegado.
Mientras Larry trataba de recuperar el control de su cuerpo y, aún más, de sus pensamientos, en la cocina, el propietario del apartamento, vertía agua en una tetera que pensaba poner a calentar en cuestión de segundos. Unos minutos después, las bebidas calientes entraban de manos de quien las había preparado.
–Unas infusiones nos sentarán bien a ambos –el hombre dejó la bandeja encima de una pequeña mesa que había junto a los sillones y el único sofá–. A ti, te relajará, y a mí, me servirá para calentarme el estomago.
Larry fue a coger la taza, pero le temblaban las manos de manera exagerada.
–Tomate tu tiempo –sugirió el hombre–. Me suena tu cara. Seguro que te he visto alguna vez por el edificio, pero, al ser tan grande...
–¡Qué era eso! –Larry tragó saliva, asintió y bajó el volumen, al ver el gesto de su compañero; como el de un profesor riñendo a un alumno–. Me gustaría saber qué era lo que había en el ascensor.
–Deberías calmarte un poco más –señaló los movimientos espasmódicos de Larry, que iban decreciendo–. Podemos presentarnos, mientras tanto; me llamo Alfred Truman.
–Lawrence Bagwell... Larry, mejor.
–Está bien, Larry. Empecemos, poco a poco. Dime, ¿qué hacías en el pasillo, frente a esa...?
–Intentaba salvar a una chica que estaba en el hueco del ascensor, y... –Larry tomó aire, intentando no desmoronarse al recordar a la persona que no pudo rescatar–. Vi esas cosas. Se la llevaron y me encontró usted... Me encontraste tú, quiero decir... ¡Dios, no puede estar pasando todo esto!
Alfred le animó a que tomase otro trago de infusión. Larry le hizo caso, sorprendiéndose al sentirse reconfortado por la calidez de la bebida.
–¿Saliste de tu apartamento? –preguntó Alfred.
–Sí. Quería salir del edificio, por miedo a que se desplomase. Era mi plan antes de ver a esas cosas. Me encontré a otra, arriba, en el pasillo. No pude verla bien, pero tenía varias patas, o algo parecido.
–Tienen seis patas –Alfred frunció el ceño–. Sólo he visto a un par de ellos, por la mirilla de la puerta. Tuviste suerte de no captar por completo al que te atacó; no es una visión para recordar.
–Nada de esto está pasando –Larry se echó hacia atrás, castigando al sillón–. Vi también... Dios, no sé si fue real o no... Vi algo enorme, cruzar por delante de... de...
Alfred asintió, dejando claro que no hacía falta que lo recordase. Tras unos minutos de descanso para ambos, Larry se levantó, dispuesto a encender el televisor.
–Ni te molestes –le explicó el propietario del aparato–. Llevan horas sin emitir.
Aún así, Larry lo intentó. La pantalla en blanco le saludó, hasta que decidió apagarla.
–La radio tampoco funciona –informó Alfred, como si hubiese leído la mente de su invitado–. Mi ordenador no coge señal desde que empezó todo.
–¿Todo? ¿Qué es todo? –preguntó Larry.
–¿No te has enterado de nada?
–Me desperté porque se me había caído media habitación encima; luego, vi el agujero que había, y después está lo que te he contado.
–Bien, presta mucha atención, y mantente tranquilo, Larry –Alfred habló pausadamente–. Voy a contarte todo lo que sé, que tampoco es mucho, ¿vale? Luego, te diré lo que vamos a hacer.
–¿Lo que vamos a hacer? Salir de aquí, espero.
–Puede que sí, y puede que no, pero debes escucharme –Alfred esperó a que el hombre asintiera–. Bien, verás, me quedé dormido viendo la tele, aquí mismo. Cuando me desperté, aún era de noche; antes de acostarme, vi que emitían un informativo especial: aún con los ojos pegados, me quedé a verlo.
El hombre tragó saliva, recordando algo que no quería recuperar.
–El presentador estaba totalmente acelerado, y sus gestos, daban autentico miedo. Pensé que se había cometido un atentado terrorista, hasta que vi las imágenes borrosas que se difundían –Alfred se estremeció al pensar en lo que había contemplado–. Tienes suerte de no haberlo visto.
Larry pensó que ya era tarde; él lo había visto en directo.
–Decían que habían salido de las profundidades del mar. Eran grandes y entraron en la ciudad arrollándolo todo a su paso, como bestias anunciando el Apocalipsis. Hemos tenido suerte; muchos edificios fueron partidos por la mitad, y otros cayeron como torres de papel mojado.
–¿Qué son?
–En las noticias no dijeron nada y lo que yo vi... No vi nada claro, sólo formas gigantescas entre los edificios, mientras intentaba no partirme la crisma a causa de los temblores. Dejé de mirar cuando vi garras como vigas arrancando de cuajo trozos de edificios de oficinas, mientras la gente gritaba y caía al vacío.
Alfred tomó otro trago de la infusión. Larry le imitó, tratando de no imaginar el grotesco espectáculo.
–Un rato después de pasar los grandes, llegaron los pequeños. Los de seis patas entran en los edificios y se llevaban a las personas. El del ascensor, bueno, lo primero que hizo fue rebañar los restos de quienes estaban en la cabina, cuando los primeros temblores; luego, se dedicó a lanzar sus tentáculos a todo aquel que pasaba al lado del hueco del ascensor –Alfred meneó la cabeza de un lado a otro–. Ni siquiera me quiero imaginar el tamaño que tiene.
–¿Por qué no saliste a salvar a la mujer? –Larry no había reparado en ello hasta el momento.
–Porque, si no haces ruido, llamas menos su atención –gruñó Alfred–. ¿Crees que habría tenido más suerte que tú? Estamos hablando de supervivencia, Larry. Hay que saber cuando actuar y cuando no.
Larry asintió. No lo compartía, pero lo entendía. Él había actuado por instinto con la mujer, pero, después de lo que había visto, no tenía claro que, si hubiera podido pensárselo dos veces, hubiese hecho lo mismo.
–Dijiste que ibas a hacer algo, Alfred.
–Eso espero –asintió–. ¿Conoces a Jared, del cuarto piso?
–No, lo siento.
–Es ese tipo negro y delgado... Bueno, no importa. El caso es que, cuando los seísmos acabaron, Jared fue pegando en todas las puertas, reuniendo gente, según me contó, para formar un grupo de supervivientes y salir de esta ratonera.
–¿No es mejor esperar aquí?
–Eso le dijeron algunos, pero dice que no quería correr riesgos. Yo opino lo mismo; de vez en cuando pasa alguna de esas criaturas gigantes, y esto amenaza con caerse. Tarde o temprano, sucederá.
–Salimos del edificio, ¿y después? –preguntó Larry, ansioso.
–Tengo un barco, y el puerto no está lejos –Alfred sonrió–. Saldremos de Sidney. No hay indicios de que esas cosas hayan pasado por otras zonas. Es como si esta ciudad, incluso el país entero, se hubiese interpuesto en el camino de esas criaturas.
–¿Y si esos monstruos están en el mar? ¿Y si están en otros países, en otras ciudades?
Alfred fue a responder, pero oyó unos ligeros golpecitos en la puerta. Cuando la abrió, se encontró con Jared, sudoroso, preocupado y con una palanca de hierro en las manos.
–Creo que vamos a tener que averiguarlo sobre la marcha –respondió Alfred.
5
Lo primero que hicieron fue bajar al apartamento de Jared, donde esperaba el resto del pequeño grupo de supervivientes que se había formado.
Eran tres personas más; Rachel, una chica rubia de veinte años que Larry había visto alguna que otra vez en el ascensor; Merrick, un treintañero casado cuya mujer estaba de viaje; y Liz, una abogada, nueva en el edificio.
En unos quince minutos, llevaban encima todo lo que necesitaban, tenían claro el plan a seguir y los pasos a dar, y habían revisado el pasillo varias veces, desde una posición segura. Cuando Alfred comprobó que seguía teniendo las llaves de su embarcación, salieron de la vivienda; Jared y Merrick los primeros, con sus improvisadas armas en alto.
Llegaron al garaje sin ningún problema. Vieron algunas manchas de sangre en las paredes, mientras bajaban por las escaleras, pero nada más. Dieron las gracias en silencio por no haberse encontrado con alguna de las criaturas.
Abrieron la puerta que conducía al garaje, envuelto en una sobrenatural quietud. Ninguno de ellos hablaba; ninguno quería dar una excusa para ser descubiertos así que, actuaban con extrema cautela.
Tuvieron que adentrarse en el aparcamiento para encontrar los coches que iban a usar, el de Jared, y el de Alfred. Mientras pisaban el polvoriento suelo, podían sentir como, los vehículos aparcados, les observaban, con sus faros sin vida, sabiendo que, muchos, no volverían a ser usados nunca más, pues sus dueños no regresarían a por ellos.
Jared se detuvo de repente, señalando un monovolumen azul; a unos pocos metros, Alfred reconoció su deportivo negro.
Rápidamente, sacaron las llaves de los coches y se dirigieron a ellos, repartidos en dos grupos de tres personas cada uno. Larry iba con Alfred y Rachel, dispuesto a salir del lugar cuanto antes, cuando, un sonido de uñas arañando el suelo, le llegó a los oídos.
Petrificado, pudo ver como las sombras entre los coches se movían, como si hubiesen cobrado vida propia en aquel mismo instante. Iban a por él, y gruñían con ansias asesinas, con bocas ávidas por probar su carne.
–¡Vamos! –gritó Alfred, ya en el asiento del conductor.
Larry despertó, abrió la puerta del copiloto, y entró en el vehículo. En el asiento trasero, Rachel gritaba, instigando a Alfred para que arrancase de una vez por todas, algo que hizo en cuanto pudo sobreponerse a los chillidos histéricos de su compañera.
El coche se puso en marcha. Delante de ellos, el monovolumen de Jared cogía velocidad, poco a poco, mientras la puerta del garaje, accionada por uno de los mandos a distancia que poseían, se abría lentamente.
Larry no pudo evitar una sonrisa al ver como el garaje se llenaba de la luz de la mañana. Justo en ese momento, una de las criaturas saltó encima del capó del deportivo, dejándose ver por completo.
Tenía seis patas, como había dicho Alfred, todas y cada una de ellas terminada en una zarpa con forma de punta de lanza; poseía numerosos pequeños ojos de insecto, de color rojo, en los que se reflejaba los ocupantes del coche; su cuerpo estaba lleno de repugnantes cerdas negras; aparentemente, no poseía boca, más allá de una leve rendija que tenía bajo los ojos.
Alfred aceleró, dispuesto a deshacerse del monstruo; Larry no reaccionó, simplemente, se quedó mirando al ser, sin saber muy bien qué hacer; Rachel, por su parte, abrió la boca y gritó con todas sus fuerzas.
El monstruo la imitó. La ranura que hacía de boca se abrió, mostrando un enorme agujero repleto de saliva y adornado por tres hileras de colmillos, dispuestos sin orden alguno.
Alfred dio un volantazo que movió al engendro hacia un lado. La criatura saltó al techo del coche, en el cual se enganchó y, usando sus mortales patas, atravesó la cubierta varias veces, hasta hacer un agujero lo suficientemente grande como para llevarse a Rachel.
Larry desvió la mirada del retrovisor; no quería ver el destino de la chica. Delante, le esperaba la libertad, que estaba a punto de conseguir el automóvil de Jared.
Justo cuando acababa de salir del garaje, una cosa gris, enorme, y llena de tentáculos, atrapó el vehículo desde las alturas. Desde donde estaban, Alfred y Larry pudieron escuchas las suplicas y los chillidos de horror de sus compañeros.
El deportivo adquirió toda la potencia que poseía y, en cuestión de segundos, estaba en la carretera, de camino al puerto.
Ninguno de los dos miró hacia atrás. Les daba miedo ver qué era lo que había agarrado al monovolumen.
6
Durante el trayecto, Larry se sorprendió al desear mentalmente que hubiese sido de noche; así, no habría tenido que ver el desolador paisaje que se extendía por toda la ciudad, tanto frente a sus ojos, como a los lados.
Aunque ambos intentaban no pararse a observar los detalles que adornaban el camino hacia su libertad, no pudieron evitarlo.
Larry tuvo que tragar saliva cuando pasaron al lado de una tienda de ropa, y vio, en el escaparate destrozado, a los maniquíes descabezados, y llenos de una grumosa sustancia verde que parecía estar creando algo que no pertenecía a su mundo.
Un escalofrío recorrió su espina dorsal al pasar por delante de una guardería y ver un columpio lleno de sangre, y varias pequeñas zapatillas de deporte a sus pies. Hubiese jurado que tenían mordiscos.
Tuvo que tomar aire cuando sus ojos se dieron de bruces con varios montones de ropa, diseminados en varias aceras consecutivas, como si alguien hubiese devorado lo que había dentro de las vestimentas, y hubiese escupido éstas.
Alfred, que no podía despegar demasiado su vista de la carretera, sólo sintió miedo en dos ocasiones; cuando tuvo que maniobrar para evitar una huella gigante que no pensaba detenerse a admirar, y cuando su mirada encontró un carrito de bebé, manchado de sangre, y colgado de un semáforo.
Al salir del centro de la ciudad, Larry podría haber jurado ver, en una de las plantas más altas de un edificio de oficina, tras los cristales, a tres oscuras figuras, de ojos rojos, observándole atentamente.
Quince minutos después, estaban en el puerto.
Diez minutos más tarde, se encontraban en el barco, rumbo a alta mar.
7
Ni Alfred ni Larry abrieron la boca mientras pasaban los días. Ninguno quería alimentar la desesperanza del otro y, mucho menos, comentar lo que habían dejado atrás. Como si estuviesen obligados a romper su silencio, no encontraron nada en el tiempo en el que viajaron; ni otros navíos, ni aviones, ni criaturas monstruosas.
Por suerte, Alfred tenía víveres de sobra en la embarcación, que era lo suficientemente grande como para disponer de habitaciones para ambos.
Larry creía que iba a volverse loco en cualquier momento. Había instantes en los que se arrepentía de haber subido al barco, y no esperar ayuda en el bloque de apartamentos; otras veces, tenía el total convencimiento de que había hecho lo correcto y que, lo que él había considerado hogar, ya no era más que un lugar lleno de muerte.
Alfred, por su parte, prefería no pensar en lo que había dejado atrás y, mucho menos, en lo que había contemplado. Sentía que, si lo hacía, pararía el barco y se derrumbaría; era algo que le pasaba, sobre todo, cada vez que intentaba usar la radio de la embarcación y no encontraba a nadie al otro lado.
Cruzaron las primeras palabras cuando vieron, a lo lejos, entre una espesa neblina, sombras que daban a entender que volvían a la civilización.
–¡Son edificios! –Alfred dejó los prismáticos a un lado; no los necesitaba–. ¡Hemos llegado! ¡Dios mío, lo hemos conseguido!
Larry esgrimió una amplia sonrisa que creía que no se borraría nunca, aunque, en realidad, tardó pocos minutos en irse de su cara. El tiempo en el que tardaron en ver bien el lugar al que llegaban.
Las columnas de humo, producidas por múltiples incendios se extendían por todas partes; las construcciones que veían desde donde se encontraban, aparecían destrozadas ante sus ojos; los aullidos sobrenaturales de criaturas de pesadilla les llegaban de forma nítida.
Alfred cayó de rodillas sobre la cubierta del barco. Larry, por su parte, detuvo la embarcación, antes de que llegasen al desecho puerto. Mientras lo hacía, comenzaron a escuchar serpenteantes criaturas con tentáculos, que surgían tras ellos e incluso desde las profundidades, buscándoles.
–¿Qué hacemos ahora, Alfred? ¿Qué hacemos? –preguntó Larry, rodeado por los monstruosos bramidos.
Alfred no respondió.
Nota del autor: Las principales influencias del relato son las películas “Monstruoso”, “En la boca del miedo” y “La Niebla”, basada en un relato de Stephen King.
Creo que el texto es muy esquemático y las frases tienen demasiadas pausas. Hay muchas comas que no hacen falta, como en:
" Sus ojos captaron el techo de su habitación –al menos, seguía en su casa-, las dos mesitas de noche que flanqueaban su cama, ambas, caídas frente a la puerta del dormitorio, y las sabanas que usaba para dormir, que formaban una pila, en una de las esquinas de la estancia"
Con un poco de revisión puedes rehacer las frases para que todo suene y se entienda mejor. (en mi opinión) La historia es clásica, pero no esta mal. Saludos de otro descartado :)