Elvián y el dragón: El extranjero

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Segundo capítulo de esta novela de fantasía de Gandalf

Habían pasado unos meses desde el sacrificio, y de momento el ánimo no había vuelto a los entristecidos habitantes del pueblo. En las calles de la pequeña villa se podía sentir un ambiente de amargura, e incluso gatos y perros eran partícipes de ella. Los padres de la muchacha no habían salido de casa en semanas, y los pocos que los habían ido a visitar afirmaban que su estado de ánimo era cada vez peor.

En medio de este desolador panorama, llegó un extranjero a la aldea. Venía montado en un caballo negro, con un manchón blanco que iba desde la frente hasta el hocico. El hombre vestía unas ropas sucias y llenas de lodo, de las que era imposible discernir el color. Su rostro estaba tan embarrado como sus rubios y desaliñados cabellos. Daba la impresión de que hacía mucho que viajaba. Se podía ver el cansancio en su mirada ojerosa. Al caballo también se le veía agotado, a juzgar por su penoso trote. Caminaron por las callejuelas sin apenas mirar a la gente que les observaban con curiosidad. No detuvo su avance hasta que llegó a una humilde posada que se encontraba junto la plaza del pueblo. Como pudo, se apeó del caballo y se dirigió cojeando hacia la puerta de la fonda. Antes de entrar, el joven (pese a lo fatigado de su aspecto, se veía que todavía era joven) le hizo unas señas al caballo para que esperase fuera. Poco a poco, los aldeanos perdieron el interés por el extranjero y continuaron con sus actividades diarias.

El interior del establecimiento era acogedor. Pese a eso, la gente parecía tan deprimida como la que paseaba en la calle. El extranjero observó un momento los rostros cabizbajos y se dirigió al mostrador. Era una especie de taberna, y muchas mesas estaban ocupadas con hombres que se limitaban a mirar con ojos enrojecidos por el llanto sus pintas de cerveza. Atendía el local un hombre robusto y de cara amable, pero triste. El joven intentó hablar, pero parecía tener la garganta seca, y empezó a hacer señas al tabernero.

—¿Le apetece un vaso de agua, caballero? preguntó entonces el hombretón.

El extranjero asintió tímidamente con la cabeza, y el tabernero asió una jarra llena de agua cristalina y llenó un vaso de barro antes de tendérselo al muchacho, que lo agarró rápidamente y lo bebió con avidez. Miró el recipiente vacío, todavía con algunas gotas que se deslizaban hacia el fondo, casi con admiración.

—¡Oh, dulce linfa! decía con ojos soñadores. Aplacadora de la sed, aquella que palía el agostamiento, bello y diáfano fluido, te eché de menos ampliamente.

—¿Quería usted algo? preguntó el tabernero, perdiendo la paciencia y sin entender el discurso del extranjero.

—Oh, perdone dijo el chico. Llevo tres días sin probar linfa, y casi dos semanas sin catar bocado. Estoy buscando alojamiento.

—Diablos, muchacho exclamó el cantinero. De toda esa retahíla de cosas que ha dicho, sólo entendí lo del alojamiento. ¿Linfa? ¿Qué demonios es eso?

—Oh, le ruego que me vuelva a disculpar dijo el chico. Linfa es agua. Decía que hace tres días que no pruebo el agua, y no como nada desde hace casi dos semanas.

—Vale, ahora sí entiendo. ¿Y tiene usted con qué pagar la estancia?

—Desde luego, mi buen caballero.

El joven extrajo de una bolsita que portaba al cinto unas monedas de oro de gran tamaño que depositó sobre la barra, ante los asombrados ojos del tabernero.

—¿Será suficiente con esto? preguntó, sonriente.

—Claro respondió el hombre tras unos segundos sin habla. Bueno, ¿y no le apetecería comer antes algo?

—No, antes me gustaría darme un baño dijo el chico. Mi indumentaria apesta una barbaridad, ergo yo mismo tengo bastante mal olor.

—Pero, señor, debe estar hambriento. Dos semanas sin comer es demasiado. Puede tomarse el baño después.

—Insisto, caballero. Prefiero bañarme antes. No soy partidario de ingerir alimento antes de estar limpio.

—Como desee, señor dijo el tabernero. ¿Puede darme su nombre para el registro?

—Claro. Mi nombre es Elvián, príncipe de Parmecia.

El dependiente se quedó sin palabras. Miró de arriba a abajo al muchacho, incapaz de creer en sus palabras. ¿Aquel chico tan sucio era un príncipe? Definitivamente, el extranjero debía tratarse de un bromista o de un loco. El tabernero se encogió de hombros y restó importancia al asunto. Mientras el chico tuviera dinero, le daba igual que fuera príncipe o mendigo. Escribió en una libretilla el nombre que le había dado y le hizo entrega de la llave de su cuarto. Después llamó a gritos a una mujer de unos cuarenta años que acudió enseguida y que acompañó a Elvián a su habitación. Mientras el chico subía por las escaleras detrás de la mujer, asomó la empuñadura de una espada que llevaba al cinto. Uno de los clientes alzó repentinamente la cabeza al percibir este detalle y, sin mediar palabra, se levantó de golpe, haciendo caer la silla donde se sentaba al suelo, y salió corriendo del local. El tabernero le miró arqueando una ceja, meneó la cabeza y continuó con sus quehaceres.

El hombre corrió por las calles del pueblo, con un único destino: se dirigía directamente a casa del chamán. Abrió la puerta y subió a la carrera las escaleras que conducían a la habitación de Rufus. Irrumpió con fuerza en el cuarto, sobresaltando al chamán, quien en aquel instante estaba sentado en su escritorio escribiendo sobre unos documentos. Se incorporó enfadado por la interrupción y miró irritado al hombre.

—¿Qué te ocurre, Rand? exclamó. ¿Qué es esta forma de irrumpir en mis aposentos?

—Lo siento, señor Rufus, pero es que ha llegado dijo el hombre entre jadeos.

—¿Cómo dices? ¿De quién demonios estás hablando?

—Del Portador de la Espada respondió Rand. Aquel extranjero que usted predijo que vendría, y que nos liberaría del dragón para siempre. He visto la empuñadura de la espada que usted dibujó, señor.

—¿Estás seguro de que era la misma? No hay lugar para la confusión.

—No, señor Rufus. Recuerdo claramente su dibujo. Empuñadura dorada, con una joya incrustada en el mango. Era igualita.

El chamán miró pensativamente por la ventana de su izquierda y se pasó una arrugada mano por la barba. Agarró el cayado que tenía apoyado y, mientras se erguía con dificultad de su asiento, habló de nuevo a Rand.

—¿Sabes dónde está ahora? preguntó.

—Claro, señor Rufus dijo Rand. Se aloja en la posada de Docan Adwond, ya sabe usted donde está.

—Sí, lo sé. Vamos, creo que es hora de hacerle una pequeña visita a nuestro salvador.

Rufus y Rand caminaron hacia la salida del cuarto. Antes de atravesar el umbral, el chamán echó una última y enigmática mirada al interior de la habitación.

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Darkus
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Buena continuación.

La presentación del principe es soberbia, y el capítulo termina con un final que deja con ganas de más. Bueno, en general, te quedas con ganas de mucho más.

Y la historia sigue estando bastante bien desarrollada y escrita.

"Si no sangras, no hay gloria"

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