Veraspada III

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Una nueva entrega de la novela de fantasía del Capitán Canalla

Despertó con una pesada argolla en el cuello y unos ojos amarillos como el ámbar fijos en él. Le rodeaban los barrotes y la paja hedionda de una celda (mejor, jaula: aquello se balanceaba), gritos de dolor y desesperación, el húmedo olor a presidio y piedra desnuda.

—Déjame adivinar. —Al hablar escupía saliva y sangre; le sorprendió tener todos los dientes en su sitio. Cuando lo ejecutasen sería con todos la dentadura intacta; era un consuelo—. Estamos en la Roca de los Piadosos.

Su extraño compañero de jaula no le respondió. Sabía lo que era. Se llamaban a sí mismos jelkiren, pero la mayoría prefería usar el término enano. Algunos morían por ello.

A lo largo de su corta vida Helar había visto a muchos. Eran gentes más fuertes que los humanos pese a su corta estatura. Físicamente eran muy similares a ellos aunque vivían muchísimo más. Los varones solían dejarse barbas y melenas larguísimas; las hembras eran bonitas y tan fuertes como sus compañeros.

Aquel ejemplar silencioso y siniestro no guardaba parecido con ningún jelkiren que hubiese visto jamás. Tenía un cuerpo musculoso, con la piel de un marrón muy oscuro y llena de complicados tatuajes geométricos de la cabeza a los pies; llevaba puesto unos pantalones negros de cuero y un chaleco del mismo color, que tenían sangre reseca por doquier; completaban el conjunto pesadas cadenas que lo mantenían totalmente inmovilizado. Su barba era corta, apenas una perilla, y de color gris. Llevaba la cabeza rapada.

Y sus ojos eran como el oro fundido. Cayendo encima de su piel.

—Si vamos a esperar juntos nuestra cita con el Otro Lado será mejor que sepamos nuestros nombres, ¿no? Yo me llamo Helar.

—Ergotrek. —Aquello le llegó apenas como un susurro. Era una voz muy normal, suave y tranquila.

—Un placer. ¿Y qué has hecho para estar aquí?

El enano respondió endureciendo su mirada.

—Ya, entiendo. Yo estoy aquí por matar a uno o dos guardias por salvar a un niño. —Dicho esto empezó a reírse—. He matado a treinta personas por dinero y voy a morir por cometer un acto de bondad, ¿no es irónico?

—No, es injusto… Pero si aquí existiese la justicia no estaríamos en este pozo. Aquí es un crimen capital desear tal cosa.

Se quedaron en silencio, pero aquel mundo que eran las mazmorras y salas de muerte de la Roca de los Piadosos nunca conocía otra cosa que la constante algarabía de los presos, de los torturados gritando y los torturadores riéndose, de las cadenas chocando contra roca o hierro. En sus sueños muchos residentes afinaban el oído y podían escuchar a los moribundos exhalar aire por última vez.

Helar suponía que entre los planes de la justicia de Veraspada no estaba dejarle tener una apacible muerte. Habría sangre, costillas rotas, objetos romos y… bueno, cosas malas y desagradables.

Y se tomarían su tiempo.

“Bueno, ya te vale.”

Pasó el tiempo, casi una eternidad de tedio y miedo. La jaula se balanceaba, de vez en cuando se agitaba con violencia entre las estruendosas risotadas del carcelero. No veía más allá de tres metros. Le dolía el trasero de estar ahí sentado y la maldita paja le producía picores; era memez lamentarse por ello cuando estaba a dos latidos de la muerte más horrible que aquellos bastardos pudiesen imaginar.

Una puerta se abrió y no solo entró la tenue luz de unas antorchas, sino también un hombre delgado que remataba su delgadísimo cuello con una cara blanca con apenas piel y músculo encima de una calavera. Llevaba a modo de corona un aro de plata, vestía totalmente de negro y de las anchas mangas de sus ropajes surgían dos brazos delgados como ramas que terminaban en dedos cuajados de anillos.

Sabía quién era. ¿Quién en la ciudad no temía a Polep Krin? Aquel demonio administraba todo el complejo sistema de injusticia de Veraspada, cobraba las tasas y era el rey absoluto en la Roca de los Piadosos.

Le acompañaba el gracioso del carcelero, quien le dejó sin habla.

Hasta entonces los kuun eran las criaturas inteligentes más grandes con las que Helar se había topado: aquella cosa lampiña les superaba por mucho. Mediría cuatro metros de alto y casi tres de ancho. Todo en su cuerpo era gigantesco: una tripa que abultaba como tres barriles, dedos que parecían troncos de árboles pequeños (¡pero no muy pequeños!), una boca llena de dientes en la que entraba perfectamente la cabeza de un hombre adulto, junto a una buena guarnición. Debajo de su piel de color rojo óxido se intuía un increíble entramado de músculos que conseguían mover aquella mole.

Vestía un simple taparrabos hecho con la piel de dos vacas enteras.

Si Ergotrek se sentía amedrentado por…esa criatura no daba señales de ello.

Por su lado, Helar debió abrir la boca, ya que Krin, muy divertido por algo, hizo un comentario con su voz extrañamente agradable.

—Veo que nunca has visto un nagrón, pequeño asesino. Muy fuertes e inteligentes, pero caros de mantener. Mas en esta ciudad, y sobre todo en mi pequeña isla, nunca falta carne.

Comenzó a caminar para acercarse a la jaula, el monstruoso carcelero se puso muy nervioso.

—No se lo recomiendo, señor Krin. —Lo más perturbador de aquel horror de piel roja era su voz, totalmente humana y rebosante de inteligencia—. El enano ha matado a cinco guardias que se acercaron demasiado.

—Pero, Lax, ahora está totalmente inmóvil. Es seguro ¿no?

—Se lo diré cuando entienda cómo hizo para matar al quinto.

—Entiendo. Se quedó a cinco metros de la celda. Les miraba como hacía su padre cada vez que compraba un caballo; solo le faltaba comprobar la dentadura—. Incluso tú pareces prometedor. Me han dicho que eres rápido y aguantas bien los golpes. —Le hablaba a Helar como si fuera un burro recién comprado—. Creo que haciendo equipo con tu fanático amigo podríais conseguir un buen espectáculo.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

—Sacarte provecho. No he perdido a cuatro guardias para tenerte con vida por nada.

—¿Cuatro guardias?

Lax eructó. Krin amplió levemente su sonrisa. Si aquello no estaba ensayado, Helar era la reina Meral.

—La disciplina es algo difícil de mantener… y exige sacrificios en algunos casos. Unos cuantos perros no asumieron que haya pospuesto indefinidamente tu ejecución, una pena. Si te sirve de consuelo, de los que habéis estado en aquel callejón a la mañana solo vivís ya tú y ese mocoso.

Justicia. Y digestión.

—Señor, ¿hago que los metan en el carro? Es ya la hora.

Krin asintió.

—Y que les den comida, y que alguien limpie este sitio. He echado a perder mis zapatos nuevos con tanta mugre.

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Nachob
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Entretenido ybien ejecutado, como lo anterior, pero la historia avanza despacio para mi gusto. Veremos como sigue, desde luego

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L. G. Morgan
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Es el primer capítulo que te leo y me ha enganchado. Estoy deseando que avance.

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Darkus
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Como Zabbai, es el primer capitulo que leo, y ya tengo ganas del siguiente. Se lee rapido, eres directo, con una buena prosa, sencilla y eficaz y, sobre todo, sabes contar lo que quieres narrar. Bravo. Aunque me ha sabido poco (y eso es bueno, así enganchas).

¿Alguna falta? Hay carencias de comas donde, creo yo, debería haberlas, pero nada más.

"Si no sangras, no hay gloria"

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Gandalf
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Me ha gustado mucho esta entrega. Es una buena novela, a ver cuándo sacas los siguientes capítulos.

Hola, me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir.

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