¡¡Me alegro de que te haya gustado Patapalo!! Me hace mucha ilusión, gracias.
Cristales de colores
A veces, sólo hace falta mirar la vida a través de unos cristales de colores para poder llegar a ver más allá de la realidad. Prueba a cambiar los tuyos: los sueños no tienen porqué ser en blanco y negro.
Me llamo Manuela y tengo doce años. Vivo en esa casa gris de enfrente, la que tiene las persianas rojas. ¿Ves esa pequeña ventana dónde asoma la cabeza de un dragón? Esa es mi habitación. Mi cuarto es como una posada abierta donde seres de todos los tipos suelen venir a visitarme: princesas, leones, duendes y hasta hadas madrinas. Esa es mi casa, una puerta abierta.
Dicen que tengo mucha imaginación, que veo cosas donde no las hay. Pero yo creo que son ellos los que se confunden, los que no saben discernir lo que es real y lo que no; los que sin mirar a su alrededor siguen por su camino, sin fijarse en los fantásticos seres que se dejan a un lado.
¡Qué culpa tendré yo de que sus persianas permanezcan siempre cerradas!
Mi habitación es mágica, hay días que se convierte en un gran castillo; a él acuden elfos de tierras lejanas, príncipes enamorados de princesas imposibles, brujas buscando pócimas que devuelvan los sueños a la gente y hasta perdices que buscan ser felices en un cuento final.
Así es mi cuarto: un lugar de ensueño. Hay días que se forman colas desde el salón hasta la gran escalera que accede al torreón de la zona norte; pero esperan, porque saben que yo les voy a escuchar. Vienen, porque cuando me preguntan ven su respuesta.
En este enorme paraíso vivo con mi padre y mi perro Richy.
Mi padre tiene aspecto de machote, de duro de película, pero tiene un corazón de mazapán que día a día me voy comiendo.
Y Richy, mi perro, es mi brazo derecho: mi amigo, mi hermano, sangre de mi sangre.
Es un pastor alemán de tonos caobas con una gran mancha marrón en la pata trasera. Está conmigo desde que nació hace ya cinco años, y no lo dejo nunca solo; soy demasiado protectora, ¡ya lo sé!, pero no quiero que le pase nada.
Ahora mismo le agarro fuertemente, intentando que no se me escape. Intentando que esté junto a mí, tirando como siempre que se tiene miedo de perder lo que más se quiere. A veces, sin darte cuenta se tira demasiado, cuando lo necesario es soltar cuerda. Eso también me pasa con Richy.
Richy empieza a ladrar.
—¿Qué pasa? —le pregunto...
Se ha fijado en lo mismo que yo.
Los dos tenemos ese instinto, somos investigadores natos. Nos gusta fijarnos en la gente que nos rodea. Solemos jugar a averiguar lo que piensan; nos gusta imaginarnos lo que les hace moverse tan rápido, intentamos adivinar por qué día tras día corren con la mirada ausente. Normalmente Richy me gana, es mejor observador que yo.
¡Mira ese señor de pelo cano! Tendrá unos cincuenta años, altura media y va vestido con una americana bastante elegante. Su cara muestra preocupación. ¿Estará pensando en su hija? ¿O en aquel negocio que todavía no ha cerrado? ¿Estará pensando si llegará al autobús? ¿O si realmente merece la pena coger ese autobús?
Un enigma... y eso me pasa con todos.
Es curioso, porque mientras yo les analizo, ellos no se fijan en nada. No miran al resto, sólo se mueven rápido con la cabeza en otro sitio.
Aquel señor de ochenta años es el único que se mueve más despacio. Ayudado de su bastón se desplaza lentamente a lo largo de la calle. Camina observando todo lo que le rodea, disfrutando simplemente de ese momento, porque sabe que los segundos son únicos. Y en ese momento me siento afortunada:
¡¡Ja!! ¡¡Yo no he tenido que esperar setenta años para darme cuenta!!
Richy me empuja hacia delante... No le gusta que me pare tanto.
¡Tranqui, Richy, que ya voy!
Tengo doce años, pero aparento una niña de nueve. Siempre he sido pequeña, menuda, un tanto frágil para los ojos del resto del mundo. Pero yo nunca me he sentido así.
Sé que suelo crear un sentimiento de compasión en la gente, pero curiosamente lo mismo siento yo por ellos.
También me gusta pararme en todos los escaparates. No me importa que sea una tienda de copia de llaves, como una mercería. Todas tienen su encanto.
Suelo pararme mucho en la librería. Ojeo todas las revistas que tienen colgadas en sus ventanas, y me fijo en Diego. Diego es el hijo del librero.
Tendrá unos catorce años, alto, delgado, pelo oscuro y unos ojos verdes-grisáceos muy bonitos. Siempre que paso intenta esconderse, no entiendo muy bien por qué.
El pasado martes conseguí hablar con él; intentó escurrirse detrás del mostrador, pero antes de darle tiempo, le lancé una de esas preguntas que tanto le gustan a él:
—¿Pueden las mariposas negras volar hacia atrás?
Dudó un milisegundo, y me contestó:
—Manuela, aquí no hay mariposas. Pero si las hubiera, volarían hacia donde tú quisieras... ¿Quieres que te lea otro capítulo?
A Diego le gusta leer en voz alta. Selecciona uno de los libros que más le gusta, y le pone voz a esas letras.
A mí me gusta cerrar los ojos, e imaginarme lo que me está contando. Tan pronto me encuentro en medio del océano, sola, amarrada a un triste palo, como en medio de un asesinato, en el que hay que deducir quién mató al jardinero.
Escucharle a Diego tiene su encanto.
Así se nos suelen pasar las horas, que a mí se me hacen segundos.
El otro día, cuando apenas todavía había abierto los ojos, Diego me sorprendió preguntándome...
—Manuela, ¿sabes cómo soy? Quiero decir, ¿te has fijado cómo soy?
Y sin apenas dejar que respondiera siguió hablando...
—Manuela, en clase se ríen de mí. Tengo gafas de culo de botella, unos ojos marrones saltones, peso demasiado y ...
—Yo no te veo así... —le contesté sinceramente.
En ese momento y sin apenas esperármelo, se acercó a mí y me dio un dulce beso en la mejilla, y me sorprendió. Me sorprendió porque sé que le salió del corazón y esta vez no se escondió detrás de su mostrador.
Y a la vez me gustó. Me gustó porque me demostró en un segundo todo el cariño que sentía por mí.
Le tengo que decir a Diego que me lea algo sobre la lluvia.
Una de las cosas que más me gusta es coger el chubasquero (el mío y el de Richy) y salir a dar una vuelta cuando llueve.
Es bonito ver llover, sentir la lluvia.
Primero, cuando caen una pocas gotas, tienes la necesidad de querer sentirte seco. Te desplazas por las calles buscando guarecerte, que apenas ni una gota ose instalarse en tu cuerpo. Luego, cuando la lluvia empieza a ser más fuerte, empiezas a notar como el agua empieza a ganar esa batalla; cómo avanza por tus pies, y por tu pelo, cómo en un segundo se hace dueño de tu terreno.
Y el mejor momento es cuando llueve a mares, y ya no te importa mojarte más, porque ya no hay nada más que mojar. En ese momento eres tú el que gana la batalla, el que disfruta andando sin preocuparse de la lluvia.
En ese momento también me fijo en la gente que me cruzo en la calle, y me doy cuenta de que entonces, tampoco ven nada, sólo corren, sólo intentan escaparse de la lluvia, perdiéndose segundos de vida.
En cambio cuando sale el sol, lo que más me gusta es cambiar los cristales de mis gafas de sol. Tengo tres tipos de cristales. Uno es anaranjado, otro es rosáceo y el tercero es marrón oscuro.
Cambiando los cristales veo todo de otra manera.
Hay días que sin darme cuenta, salgo con el cristal marrón. Llevo el pensamiento en mis preocupaciones y en el camino al parque, no veo nada. Otras, cuando me siento más optimista, cambio los cristales y pongo los rosáceos.
Todo tiene más luz y los colores son mucho más vivos.
Cuando llega el mes de Abril, suelo buscar los árboles tímidos que tenemos en el parque. Llamo árboles tímidos, a los cuatro "cerezos chinos" que se encuentran al lado del río. Estos árboles se pasan todo el año siendo un triste palo con apenas cuatro hojas, y en el mes de Abril se convierten en los reyes del parque durante sólo quince días. Son sólo quince días, pero merecen la espera.
Yo me suelo sentar delante de ellos y me quedo contemplándolos, con la mirada perdida, intentando analizar los diferentes colores de sus flores rosáceas.
Paseando por el parque he oído la conversación de dos señoras de mediana edad que decían:
—¡Pobre niña! ¡Tan joven y ciega!
He girado la cabeza, intentando buscar la imagen de la niña a la que se estaban refiriendo... pero no he visto a nadie.
Y entonces me he dado cuenta de que hablaban de mí.
Porque es verdad, aunque a veces se me olvida, yo soy ciega..., dicen que mis ojos no ven.
¡¡Pobres ellas!!, pienso yo, que aún teniendo ojos, no ven todo lo que les rodea.
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Genial. Patapalo, ¿para cuándo una opción de puntuar los relatos? para ponerle a éste un 5/5.
¡Ups......................!,
Felix, me he quedado sin palabras.
Gracias.
El relato me ha parecido muy bonito. Realmente lo estaba disfrutando mucho mientras avanzaba por él, a pesar que no es un estilo que me guste demasiado. Me parecía emotivo, tierno, positivo. Y fluía bien, sin trompicones.
Lo que no me ha convencido es el final. Imagino que has querido dar una guinda que hiciera brillar el relato aún más. Y la verdad es que la idea era buena, muy bonita, pero la apuesta es muy arriesgada.
A los que estén leyendo este comentario y hayais leido aún el relato, les recomiendo no seguir leyendo porque revelo aspectos importantes del mismo. O, cómo decis ahora los jovenes ¡CUIDADO, SPOILERS!
Sin embargo cuando se hace un final así hay que tener cuidado para que todo encaje correctamente, y en ese sentido me ha fallado. Los finales sorpresivos tienen que conseguir que el lector se diga, claro, ahora lo entiendo. Sin embargo, en este caso no me ha acabado de casar las cosas, a pesar que repito la idea era buena. Hay demasiadas referencias visuales superfluas que rompen ese encanto. Por ejemplo grandes aciertos como que ese perro resulte ser algo más que un simple perro de compañia o la transmisión de las sensaciones que le produce la lluvia, se ve enturbiado por las referencias al aspecto de su padre, del chaval, la descripción vivida de lugares, con colores incluso, que ojea revistas en el escaparate, o que el propio diego le pregunta si se ha fijado como es-no sabe que es ciega?¿-. En mi opinión no acaba de cuadrar que diga que se queda contemplando algo, con la mirada perdida, analizando los colores, y que luego digas que es ciega. No sé, sus referencias tendrían que ser más olfativas, audítivas, tactiles, aunque luego ella en su interior las interpretase como colores, les diese formas visuales (aunque reconozco que transmitir esta idea es un poco díficil).
Se acabaron los spoilers esos
En todo caso enhorabuena por el relato, me ha parecido conmovedor, pese a personalmente le encuentre ese pequeño fallo.
Sonrisas y enhorabuena por él.
¡CUIDADO, SPOILERS! NO LEER SI SE PRETENDE LEER EL RELATO, ¡¡ALTAMENTE PERJUDICAL PARA LA SALUD!!
Muchas gracias Nachob. Tienes razón de que hago muchas alusiones a ese sentido, y que conste que inicialmente pensé obviarlos. Pero llegué a la conclusión de que no era necesario, porque Manuela realmente ‘ve’, a su manera; y eso es algo que se nos escapa al resto.
Hoy he viajado en avión, y he coincidido con una mujer como Manuela, que tenía una hija. He estado escuchando la conversación (una que es cotilla), y estaban hablando de los colores del avión. Era una mujer alegre, positiva, y que transmitía a su hija cierta seguridad que otros, acaso, no somos capaces ni de transmitir. Me ha dejado con el pensamiento en el aire (lógicamente, porque era donde estaba...)
Sonrisas para ti también , y muchas gracias por leerlo y por dejar tus comentarios.
PD: Gracias por tener la precaución de lo de ¡CUIDADO, SPOILERS!, todo un detalle.
Me has hecho llorar. Nada más.
No, bueno, en necesario ampliar un poco. Mientras leía el comentario que Nachob te dedicó (y que decidí no leer antes que a tu relato [y lo agradezco]), le respondía en mi mente lo que luego tú le dijiste. Es obvio que las personas no videntes cuentan con una imaginación de la cual desconozco, pero aún así supongo deben disfrutar tanto como nosotros, y no veo poco coherente que Manuela llamara «color» a ciertas impresiones que algunas sensaciones pudieran generar en ella.
Un relato hermoso, aunque yo le veo un ínfimo descuido. Me refiero a la divagación, al viaje por ideas de las que pareciera cada una como casualmente parida de la precedente.
No sé, tal vez me equivoque porque, desde luego, todo esto queda vedado por la profundidad emocional y la acertadísima elección de narrador y tiempo, ya que el hecho de que sea la misma Manuela quien cuenta acerca de su vida explica la divagación como conexión de ideas.
Una preciosidad de relato, en serio. De hecho me ha ido cautivando poco a poco hasta tal punto que el giro final -gustándome- no me ha parecido especialmente destacable, sólo un giro de tuerca más, la guinda del pastal. Excelente trabajo :-)
Me encanta el relato. La manera que tiene la niña de ver el mundo. Esa última frase que lo resume todo.
¡Da gusto leer mensajes como los vuestros! Muchas gracias.
Mauro, ¡me hace mucha ilusión haberte hecho llorar! Gracias por la crítica constructiva.
Una historia muy bonita. Me gusta mucho cómo transmites la forma de ser del personaje, y el optimismo que rezuma el relato. Me ha dado mucha ternura todo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.