Qué, ¿hace falta que lo diga? Buscador, reproductor… Ahí está la que tenía que estar, la sintonía de “El Hombre y la Tierra”. Vámonos que nos vamos.
Una vez más, amigos, estamos aquí para asistir a la gran tragedia de la vida, la lucha intemporal entre depredador y presa, la existencia llena de peligros y acechanzas del aficionado-cabritilla. Volveremos a contemplar su lucha diaria por llegar a un próximo amanecer sin haberse topado de frente con el desencanto. Ya quedaron atrás el ditirambo tóxico, los concursos de pago y la maldición de la no-ubicuidad, el incidente de la historia recurrente, el comentarista feroz y la historia de la novela interminable. Todo eso quedó atrás. ¿También quedaron atrás los peligros? No, me temo que no. Nuestro aficionado-cabritilla siempre será presa; no cambia el juego, cambian los rivales…
Cuentan las sagradas escrituras que un día la pantalla de tu ordenador se volverá negra como tela de cilicio, y que tu torre soltará chispas como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento. Tus textos, todos tus textos, se desvanecerán como un pergamino que se enrolla. Y los reyes de la tierra, y los grandes ricos, y los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, llorarán por algo, por lo que sea; pero tú llorarás por una cosa muy concreta: ¡te ha llegado el Apocalipsis digital! Ya, hombre, ya. Cómo no, yo sé que tú guardas todos los días la información en cd o en el lápiz de memoria, el mismo que usas para hacer guardados periódicos de lo que estás escribiendo, que también guardas información en cuentas de correo e imprimes regularmente lo que escribes. Que sí, hombre, vale, que tú guardas. Pero mira para allá. Sí, justo allí, el chaval mohíno que mira su reflejo en el estanque. Él fue un aficionado-cabritilla de pro. Nunca colgó muchos textos por ahí, ni los pasó para comentar y demás. No, estaba preparando muy en privado una antología y una novela… “Una maravilla”, o eso decía él. Por desgracia, entre sus virtudes nunca estuvo la de ser previsor. Él no hizo copias de sus trabajos, al menos de esa antología y esa novela con la que iba a aspirar “del Nadal para arriba”… y eso propició la tragedia. Él, aparte de un aficionado-cabritilla de pro, siempre fue también un amante de los animales, en especial de los perros. De últimas tenía uno nuevo que era muy simpático y juguetón, muy trasto también, y un poco cabroncete, y otras cosas más que no digo porque suenan mal. El veterinario incluso le había sugerido caparlo para calmar a semejante demonio de Tasmania, pero él nunca quiso, le parecía una crueldad. Cierto día, el animal alzó la pata como se alza el astro rey para anunciar un nuevo día, y un chorrito áureo trazó parábola fatídica en dirección a ese ordenador sin carcasa porque en esa ciudad en agosto el ordenador se sobrecalienta. Fue como Sam en los Puertos Grises, llorando la despedida de lo que podría haber sido más que una gran amistad: adiós Nadal, adiós Planeta, adiós Cervantes… adiós… Estocolmo… A la semana siguiente se llevó a cabo la castración que el veterinario le había sugerido para controlar los nervios del perro y que no se meara por casa. Y desde entonces él, que fue un aficionado-cabritilla de pro, vaga por ahí, mirando todo reflejo para ver si aún sigue teniendo la cara de tonto que se le quedó después de aquello.
(Y habrá por ahí algún malvado que diga: “Pero esto es igual que lo del incidente de la historia recurrente.” Pues sí, en cierto sentido, pero me quedaban por ahí un par de chistes, ¿qué hago?)
Observen el aficionado-cabritilla de lomo plateado que otea lontananza desde aquella loma. Parece como si el viento agitara sus orejas, como si las meciera en una suave danza con aroma a despertar. No, no se equivoquen, ese temblor son nervios, el tic que tiene desde hace unos días. En efecto, está a la espera de noticias acerca de cierto concurso. Y es que tiene un pálpito, hay un algo que flota en el ambiente, eso que notan los aficionados-cabritilla como los perros hacen cuando se acerca un terremoto o una erupción volcánica. Además, ojo, que no ha mandado cualquier “relatillo” olvidado de su disco duro, la duda ofende, ha mandado “ese relatito bravo que nasió pa semental”, el que escribió en aquella tarde mágica de retozos con la musa. Tampoco es que se trate del concurso de los concursos, ni mucho menos que lo vaya a sacar de pobre; es más que nada por si le piden un currículum literario no tener que plantarse en un parco “a mí es que me gusta mucho escribir… y eso…” Un correo se posa suavemente en su cuenta. A simple vista es un espécimen conocido, de la familia de los aviso-de-concurso. Lo abre con sigilo… no es un aviso privado; tampoco tenía por qué serlo… el acta del fallo… lee de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba… no puede ser, lee de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba… apurando sus reservas de moral y amor propio vuelve a leer de arriba hacia abajo, y ahí se planta. Tranquilo, mi niño, no me llores, que hay gente leyendo esto. El “relatito bravo que nasió pa semental” a veces no atina y hay que esperar a que venga el mamporrero, no pasa nada, no te sulfures y, sobre todo, no te leas los relatos que amablemente han colgado los de la organización, los tres ganadores. Ya te lo he dicho más de una vez, porque te conozco: espera un tiempo, al menos hasta tener ese texto mandado a otro sitio… chiquiiiiillo, que te he dicho que esperes… ¡chiquillo! Ea, ya estás mosqueado. No, si ya lo sabía yo. A ver cómo te explico yo ahora que tú lo que tienes es un problema con la diferencia entre lo bueno y lo oportuno sin pasarme mucho de palabras, que ya voy muy pasado… Venga, como en el Un Dos Tres, yo soy el Presentador y a mi lado, concursando, la Entidad Ficticia Genérica número 1 y la Entidad Ficticia Genérica número 2.
P: A ver, por veinticinco céntimos de euro, razones más o menos espurias por las que el magno texto de nuestro amigo el aficionado-cabritilla no se ha llevado la prez en este concurso, como sí ha hecho, por otra parte, “¡¡ese otro texto aborrecible que hay que tener mandanga para darlo como ganador, malditos, que el barquero pierda vuestras almas y os paséis penando toda la eternidad!!”, como por ejemplo que su carta no llegó. Un dos tres responda otra vez.
EFG1: Porque su carta no llegó.
EFG2: Porque sus copias fueron las que se pringaron de aceite cuando el que las tenía que repartir se paró un momento en el bar de la esquina para tomarse una tostada.
EFG1: Porque no es lo suyo meter esos chistes irreverentes cuando dos de los tres miembros de los que constaba el jurado pertenecen al Opus Dei.
EFG2: Porque, fíjate tú qué mala suerte, el que decidía sobre su texto tiene un niño que no veas tú si da porculo (con perdón), y justo cuando se estaba leyendo el suyo se puso a petardear por la casa… ¡me cago en tu padre, niño!
EFG1: Porque es posible que estuviera un poco confundido con lo que significan ciertos nombres de géneros.
EFG2: Porque a lo mejor aún no ha asumido que “tema libre” normalmente significa “tema libre salvo esos temas que todos sabemos”.
EFG1: Porque el carnicero ayudante del alcalde que gusta de leer a Calderón de la Barca, su poco de don Benito, y alguna relectura de pasajes del Quijote, y que poco más que por eso se prestó a la vaina esta de ser jurado, no está para sus experimentos literarios.
EFG2: Porque una palabrota que en un sitio puede quedar “chachipiruli”, en otro puede sonar fatal o ridícula.
EFG1: Porque lo mismo al del jurado no le gusta ver sus ideas políticas escondidas tras el texto, sobre todo si es un concejal del color contrario.
EFG2: Porque, y esto no lo digo con segundas, ¿y si los que le decían al otro que su texto era el mejor tenían más razón que los que se lo decían a él, aunque no se lo parezca?
¡¡SIRENAS!!
P: ¡Alto ahí! Oigamos la voz del Autor Orgulloso y Ofendido.
AOO: ¿Pero tú tienes ojos en la cara? ¿Cómo que esa mieeeeerda es mejor que mi obra maestra?
Bueno, bueno, haya paz, recurramos al socorrido “para gustos los colores”, achaca el “fracaso” a cualquiera de las razones expuestas u otra que se te pueda ocurrir, excluyendo si quieres la posibilidad de que el otro sea mejor, y déjalo pasar porque, total, hay concursos para que te lleves toda la vida participando y aun así no lo hagas en todos. ¿Que no te vale con eso y sigues ofendido? Bueno, pues si quieres me pongo contigo y les mandamos a los del jurado unos anónimos amenazantes del tipo: “Cuando os pidieron un fallo no se referían a eso, ¡mamones! (con perdón también, que aunque sea un anónimo amenazante no hay que perder las formas)”. Y ya si sigues sin estar conforme porque lo tuyo es inclinación a la pesadez… qué quieres que te diga, que tú mismo con tu mecanismo y que mal lo vas a llevar si te niegas a asumir que en esto de los concursos la excepción es el éxito, no el “fracaso”.
Ahí está, tras la valla, prisionero. En su mirada baja, en su andar cansado, en sus balidos lastimeros, el aficionado-cabritilla cautivo se consume como una llama en la tormenta. Tras los barrotes contempla a los otros aficionados-cabritilla en sus retozos literarios, cómo juegan unos con otros, cómo se divierten. Poco a poco se anima, él también comienza a saltar, tratando de llamar la atención, por ahí tiene unos cuantos relatos escritos a hurtadillas y muchas ganas de compartirlos y ver los de los demás, quizá probar suerte en algún e-zine o concurso, entrar en algún círculo de comentarios… Entonces, a su espalda, se oye el grito rapaz, la admonición cruel, la respuesta castradora que algunos aficionados-cabritilla reciben a cambio de su esfuerzo creativo: “¿Ya estás otra vez con la tontería?” Es la voz de la pareja/padre/madre y/o responsable autonombrado para administrar su tiempo y convertirlo en una persona de provecho que tira para adelante y gana dinero porque no está la vida como para perder el tiempo con tonterías, que hay que pensar en el futuro y quitarse los pajaritos de la cabeza…
Esto es así, por desgracia no todo el mundo cuenta con un entorno favorable que no sólo permite sino que en muchos casos anima el ejercicio de la afición, o incluso está ahí para ser el primer testador de la obra recién escrita. Hay aficionados-cabritilla sometidos a la draconiana influencia del prurito del pragmatismo, aquel que dice que todo lo que no sirva para sacar dinero de manera rápida y segura o añadir líneas al currículum vitae que abran nuestra perspectiva a nuevos horizontes laborales es tiempo perdido. “Que te vas a quedar ciego de tanto leer, niño, ¿y todo para qué?”. De nada le servirá entonces a nuestro aficionado-cabritilla apelar a que la suya es una afición enriquecedora “¿Enriquecedora? Pues yo no veo los dineros por ninguna parte…”, o reclamar un tiempo de esparcimiento con el que compensar los agobios y el estrés de la vida. “¿Esparcimiento? ¡Un pico y una pala te daba yo a ti! ¡Cómo se ve que no habéis tenido noticia del hambre en toda vuestra regalada vida!” O simplemente reclamar esa cuota de tiempo para uno mismo a la que se supone todo el mundo tiene derecho. “¿Cómo que tiempo para uno mismo? ¿Y yo qué? Con que tiempo para ti mismo, ¿no? Ya, ya vendrás detrás mía, y ¿sabes lo que te voy a decir entonces? ¡Que quiero tiempo para mí misma!”…
¿Qué hacer ante tamaña injusticia, cómo luchar con semejante injerencia torticera? Difícil responder porque, aunque siempre se pueden hablar las cosas y llegar a acuerdos, de poco servirán las palabras si no se admite la afición por la afición. Las preces en concursos pueden ayudar, pero no es fácil conseguirlas, no al menos con la asiduidad que las convierta en un sobresueldo más o menos estable, no al menos para la gran mayoría. Y no hablemos de enseñar nuestras publicaciones, pues los más recalcitrantes son capaces de echar cualquier ilusión abajo con un lapidario “Sí, muy bonito el libro, pero ¿cuánto has sacado con él?”. Quizá la única solución sea aferrarnos a nuestra individualidad y tratar de defender nuestro espacio… sin temor a las represalias… o quedarnos tras la valla, prisioneros, contemplando cómo los otros aficionados-cabritilla juegan unos con otros, cómo se divierten… sin nosotros…
Bueno, aficionados-cabritilla, hermanos y hermanas que compartís la columna desde la otra orilla de estas líneas, hasta aquí la tercera entrega de El Hombre y la Letra. Como siempre os emplazo para la próxima, en la que hablaremos de más peligros de los que acechan a nuestra comunidad de aficionados-cabritilla. Hasta que llegue ese momento sólo una cosa me queda por deciros: mucho ojo, que el peligro sigue ahí fuera…
Aquí un amago de acalipsis digital. Por suerte me rescataron el disco duro, que se me pusieron de corbata (amén de quedarme incomunicado dos semanas). Ahora tengo CDs por ahí...
Lo de los concursos ha estado muy gracioso, la verdad. Yo creo que la mejor terapia para los concursantes es hacer alguna vez de jurado, pero con la mano en el corazón.
Luego, sobre el cómo sobrellevar la afición capeando el tiempo... ahí no hay recetas mágicas. Sólo nos queda soñar con ganar algún suculento premio o con publicar uno de estos libros que luego te permiten ejercer de verdad, a tiempo completo, la escritura. Soñar es gratis, ¿no? Y tenemos mucha imaginación.
Muy entretenida la columna, Canijo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.