Desperté en una habitación oscura. Tal vez suene muy típico pero me di cuenta, desde aquel momento en el que abrí los ojos, de que no me encontraba en mi cama. De hecho, no yacía envuelto en sábanas ni sobre el blando colchón de mi lecho.
El largo de mi espalda se apoyaba sobre el frío suelo, liso pero poroso, similar al hormigón o a alguna superficie parecida que no conseguía discernir. Flexioné las piernas lentamente, encorvándome hasta adoptar una posición fetal, acaricié la cara renegrida con una mano para comprobar que ese espacio era real, y el tacto del piso escarchado me provocó un escalofrío, preludio de un terror repentino. Si no me encontraba en mi cama sino tumbado lejos del embaldosado de mi hogar, dónde habían ido a parar mis huesos.
Me levanté con un impulso súbito, demasiado para no conocer más que el suelo en el que se posaban mis pies. Mi cráneo chocó violentamente contra una superficie dura que me repelió con una fuerza inversa. Quedé aturdido y agazapado durante varios minutos, aún adormecido pese al sobresalto y la contusión, o tal vez debido a éstos. Alcé las manos como un ciego para crear un espacio a mi alrededor, tanteando la pared mientras me erguía en la oscuridad; mis brazos se alzaron sobre mi cabeza en busca del techo pero no encontré cielo sobre mí. Convencido de que la habitación era de cuerpo sólido, salté verticalmente sin lograr tocar nada en el firmamento desconocido. El eco replicante de mis pies recuperando el suelo retumbó de forma metálica alrededor, reverberando durante una breve e incisiva fracción de segundo, como si me encontrara recluido en un pequeño habitáculo, tal vez un ascensor, un cuarto de baño o un trastero.
Seguí con las palmas el roce de las paredes, encontrando enseguida las esquinas; sin duda me encontraba en un cuadrilátero, mas no en un cubo pues del techo, si lo había, no tenía constancia. Ninguna puerta o ventana, ningún relieve que acuciara la existencia de un vano sobresalía en aquella estancia; sólo el rugoso cuerpo del hormigón, el frío atravesando mi cuerpo desnudo, la oscuridad dañando la dilatada pupila y el silencio.
Me senté con las piernas cruzadas a esperar cualquier señal que justificara mi cautiverio, cualquier recuerdo que asaltase mi memoria explicando las razones por las que me encontraba en aquella tesitura. Mi mente se negaba a abandonar la proximidad con la realidad que me rodeaba, enrevesada como estaba con todos sus mecanismos en alerta. Lo más lejos que lograba remontarme era a la noche anterior: Había estado navegando por Internet hasta pasada la medianoche, sin hablar con nadie ni hacer nada fuera de lo común. No recordaba exactamente qué páginas había visitado ni si buscaba algo en concreto, sólo mis manos apoyadas sobre el teclado, bajo una gran pantalla luminosa. Después, como de costumbre, apagué el ordenador, me desvestí, me metí rápidamente en la cama y cerré los ojos. No, no había explicación.
El tiempo pasó lento y quejumbroso, dilatándose hasta el exceso. Si pasaron minutos, horas o días no puedo estar seguro, mas estimé que fue larga la espera porque, al tiempo, el olor de mi cuerpo sudoroso ocupó todos los recovecos de aquella habitación y el continuo viciado del aire, que tanto me agotaba y me provocaba sueños que no recordaba, aumentaba en mí la creciente sensación de ahogamiento que deben de sentir aquellos que son enterrados vivos. Comprobé que no me encontraba dentro de un pozo pues mis gritos de auxilio volvían como una reverberación tronadora en lugar de alejarse hacia el cielo. Más tarde pensé en lo fútil y estúpido de mi experimento, ya que, durante el tiempo en el que me tuvieron en aquel cuarto oscuro, nunca vi un rayo de luz u oí el ulular del viento o el crepitar de la hierba bajo unos pasos.
No sé cuál fue el momento en el que lo comprendí, pero ahora estaba seguro de mi futuro: Nadie vendría a buscarme, y ésta sería mi celda para siempre.
Un relato bien llevado, aunque he echado en falto algo más de claustrofobia y, sobre todo, que el personaje resultara más palpable. La impresión de "tipo estándar" no me termina de convencer porque tampoco se llega a un "podría pasarte a ti".
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.