En breve habrá más noticias sobre los Territorios del Norte. Si nada se tuerce este será un buen año...
Historias de Los Territorios del Norte: Buscando el porvenir
Le temblaban las manos.
La tensión hacía que se le entrecortara la respiración. No podía evitarlo.
“Efraín–Abiú, tú no eliges: ves”, resonó la lección del maestro Zhacaía en su cabeza.
Aquella noche debía superar la prueba definitiva de su maestría, la posesión de la visión del mañana. Ya dominaba los cuatro pilares del saber, conocía las leyes de los libros sagrados de memoria, sabía leer y escribir en el lenguaje secreto de los jueces y no había ungüento o pócima que no fuera capaz de elaborar. Incluso los secretos del ser humano, como la función de cada órgano, víscera y humor, eran nimiedades que manejaba con soltura .
Pero sin la capacidad de vaticinar el futuro todas esas habilidades no valían nada, tal y como no cesaba de repetirle su maestro. Ahí radicaba su problema, pues no era capaz de atisbar el más mínimo instante venidero. Conocía a la perfección los rituales y las ceremonias, pero no obtenía el resultado deseado. Si no superaba la prueba jamás lo investirían con el manto púrpura de un juez; y sólo podría aspirar a convertirse en un sacerdote de alguna aldea perdida y embarrada, o, peor aún, en consejero de guerra, donde la recompensa más probable a sus esfuerzos consistiría en una saeta enemiga clavada en el cuello.
Sumergió la mano en el cuenco ritual de cobre, donde cientos de lombrices negras como el ala de un cuervo se retorcían en un vano intento por escapar de su prisión. Su cuerpo se estremeció ante el viscoso contacto. Levantó la vista, recorriendo con su nerviosa mirada el calvero mientras rezaba al dios único para que los presentes no percibieran su torpeza, preguntándose si no podrían escuchar cómo el corazón le retumbaba como un tambor en su pecho. Docenas de ojos fieros y rostros adustos esperaban su dictamen. Dos varones, con dos manos, dos ojos y dos piernas, de probada honra, fieles sin tacha y con cicatrices que demostraban su valor en batalla, reclamaban liderar una incursión de castigo en el vecino reino de Siquem.
El protocolo se había cumplido con exquisito cuidado, pues la tradición, como todo niño ebrí aprendía apenas era destetado, era el pilar fundamental en que sustentar sus creencias. Y las creencias lo eran todo.
Primero no menos de diez varones, veteranos guerreros de probado valor, hablaron en nombre de cada uno de los pretendientes. Después, ambos se adelantaron para narrar sus hazañas y exponer sus propósitos. Tan similares resultaban sus planes y proezas que el único modo para dilucidar quién habría de dirigir la partida consistía en consultar los hados, milagro que sólo podían llevar a cabo aquellos merecedores de la aprobación del Altísimo, quienes habían dedicado su vida al estudio de los libros sagrados, la meditación y el culto al dios único de los ebríes. Sólo quienes de corazón habían entregado su existencia, quienes poseían la más incólume de las fe, recibían semejante don.
—Gracias a este método evitamos los combates por el liderazgo y las guerras fratricidas que tanto debilitan a los pueblos de infieles —recitó Efraín entre dientes, destilando rencor con cada palabra.
Con lentitud, sacó un puñado de lombrices del recipiente, para arrojarlas acto seguido con un gesto violento contra los rescoldos de la hoguera que se consumía lentamente en el centro del claro. Un nauseabundo olor a carne quemada y raíz de tola inundó sus fosas nasales.
Se suponía que aquél era el último gesto del ritual, y que el juez, henchido su corazón por la gloria divina, tras aspirar los irritantes humos, símbolo de lo etéreo de esta vida, vería los acontecimientos que estaban por venir.
Efraín hundió los hombros. Aquélla era su última oportunidad y había fracasado. Tan sólo le restaba reconocer su incompetencia y abandonar sus pretensiones.
A su diestra Zhacaía carraspeó.
Tenía que decir algo, tenía que tomar una decisión.
Lo hizo:
—Enós guiará con acierto la partida de guerra —mintió a voz en grito.
Muchos guerreros vitorearon ruidosamente la declaración, pero no los suficientes.
—Tubal-Jafet, en cambio, nos proporcionará mayor botín.
Una aclamación alborozada acompañó a estas palabras.
—Sea pues Tubal-Jafet quien guíe los destinos de nuestros bravos soldados —sentenció el aprendiz.
Tras la ceremonia de ungimiento, Zhacaía, su maestro, le urgió para que le acompañara al interior del templo, dejando que los guerreros escanciaran vinos espumosos y disfrutaran de las celebraciones.
Maestro y discípulo se acomodaron en los mullidos cojines que tapizaban la sala interior del templo -anexa al tabernáculo- junto al acogedor fuego de la chimenea, a la luz de la cual habían transcurrido intensas veladas de práctica, debate y estudio.
—Has elegido bien —afirmó su maestro con amabilidad.
—No elegí: vi —mintió el joven intentando que su voz sonara firme y segura.
Zhacaía rió suavemente, lanzando una mirada divertida a su discípulo. Éste, en un reflejo inconsciente, se encogió, mientras una punzada de miedo ascendía desde el estómago hasta su garganta. Su maestro se había percatado del engaño.
“Cómo pude ser tan necio”, se maldijo mentalmente. "No se puede usurpar la gracia del señor".
—Nadie ve —sentenció al fin el anciano. Guardó silencio durante unos instantes para que su alumno asumiera la revelación en toda su profundidad—. En esta última prueba no medimos el poder, ni el saber, sino la decisión y el valor.
Mil preguntas asaltaron al joven muchacho -al igual que había sucedido durante generaciones a cada discípulo tras la prueba-, pero una incertidumbre imperiosa se impuso sobre las demás: Si su Dios no era capaz de insuflar el don de la adivinación a sus más fieles seguidores, ¿qué más sería mentira? ¿Acaso todo el poder que se atribuía a los jueces no era un espejismo?
—Tienes la duda —dijo Zhacaía clavando su mirada en los ojos del muchacho. Efraín guardó silencio. El miedo que sintiera unos instantes antes al ser descubierto no tenía parangón con la sensación de profunda incertidumbre que le atenazaba.
El maestro se levantó y, quitándose su propio manto, el símbolo de su estatus, lo deslizó sobre los hombros del muchacho.
—Eres digno.
Aún sobrecogido, Efraín-Abiu no supo reaccionar.
Había conseguido su sueño.
Era juez.
Pero un sabor amargo se había instalado en su paladar.
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Interesante trabajo con ambiente religioso, me han gustado tus descripciones que, aunque diluidas a lo largo del relato, se sienten muy vivas. Además juegas muy bien con la sensación de tensión.
Lo único que no me agradó del todo fue el empleo algunas expresiones precisas en medio de tanto ambiente místico que quieres dar.
Como siempre, un placer leerte. La narración sigue una línea maestra y el pulso es envidiable. No obstante, como esto es literatura, y de la buena, también depende de los gustos del lector, y en mi caso no son muy próximos a los cuentos fantásticos, por lo que no he podido disfrutarlo tanto como otros tantos que te leí.
Me estraña no haber comentado cuando lo leí hace un mes. Este relato me recordó bastante a las Analectas de Confucio, en parte de su moral, no de su escritura.
Magnificamente escrito, y muy de mi agrado la moraleja.
Como señalas que es una serie de relatos, o el inicio de una aventura, estaremos atentos a lo que acontezca, que como tenga este cariz adulto y maduro será muy bienvenido, aunque el género fantástico tampoco sea mi favorito.
Conocía el relato, y es uno de los que más me han gustado de los que te he leído dentro del género fantástico. Muy bien llevado y muy intensa la viviencia de los personajes. Abre muy bien la llave de ese mundo de los Territorios del Norte, sobre el que espero leer más.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.