Hero Quest
Comentario sobre este juego de mesa que marcó un hito, en especial en mi afición por los juegos fantásticos
Como fan irredento de El Imperio Cobra, no es de extrañar que cuando vi por primera vez el Hero Quest creyera estar ante un sueño hecho realidad. No se trataba únicamente de sus increíblemente sugerentes miniaturas, pues hacía tiempo que coleccionaba aquéllas de plomo de Grenadier; tampoco era por los mapas de los calabozos, con sus ratas y sus huesos por doquier. Era, creo yo, por el conjunto. Que alguien hubiera decidido crear semejante juego y que se vendiese en Zaragoza, a todos los públicos, me parecía increíble.
Por supuesto, el conseguir comprarme el mío fue mucho más complicado de lo que ahora podrían imaginar los nuevos aficionados. En aquella época un niño no se gastaba la pasta que costaba el Hero Quest en un juego de mesa. Era difícil convencer a los padres de que la inversión iba a merecer la pena, sobre todo teniendo en cuenta que los únicos valores seguros en esta materia eran los incombustibles Risk y Monopoly. Podría contar muchas anécdotas a este respecto, como por ejemplo cómo me compré antes las ampliaciones de La torre de Khellar y El retorno del Lord Brujo como medida para minar la resistencia paterna; no obstante, hoy quería rememorar el Hero Quest en sí.
Lo primero que me impactó fue el olor al abrir la caja, un aroma que se ha anclado en mi memoria: allí ya se percibía que había algo distinto. Debía ser el plástico, o el cartón bien impreso y troquelado; tal vez el taco de fichas, que era como el súmmum para los aficionados a los juegos de imaginación. La impresión era tal que casi se olvidaba el resquemor de que la mesa de hechizos y la tumba compartieran base de cartón. (Como veis, casi se lo he perdonado a los de MB)
¿Dónde estaba la magia de aquel juego? Por todos lados.
Lo primero era la ambientación: todos los aficionados al Warhammer sabréis por donde van los tiros, pero en aquella época toda la ambientación de un juego se resumía en cinco líneas en la propia caja. Sin embargo, el Hero Quest traía leyendas, personajes con nombres de lo más sugerente: Morcar, el Lord Brujo, Urlak…
Además, con aquellas miniaturas uno se podía creer cualquier cosa. Orcos, goblins, esqueletos, los guerreros del caos… ¡incluso una gárgola! Sobre todo teniendo en cuenta los muebles con los que se montaban las habitaciones: librerías, potros de tortura, sepulcros, armerías, todo, en definitiva, que un aficionado a Dragones y Mazmorras podría haber soñado. ¡Incluso los dados, con sus calaveritas y sus escudos, eran increíblemente sugerentes!
Luego, para rematar la jugada, estaban aquellos libretos, con sus historietillas que, leídas años más tarde, me han parecido de lo más ingenuo, pero que, en el momento, me parecieron obras dignas de Tolkien. Y los mapas. Uno podía paladear las aventuras sólo con mirarlos.
El juego en sí era asimismo eficaz. Un sistema sencillo, bastante limitado, de hecho, pero lleno de elementos coloristas que daban esa impresión de que todo era posible. Batallas, sortilegios, búsquedas, duelos, aventuras, ¡demonios!, aventuras, eso era lo que rezumaba el juego y rezaba el título –por mucho que nosotros lo tradujéramos por La cuestión del héroe.
Sí, era un juego plagado de pequeñas maravillas, como aquel estímulo de inteligencias que era incluir un mapa en blanco para que los niños pudieran crear sus propias historias. ¡Cuanta creatividad desatada de ésa que hace que la gente diga eso es de rol!
De hecho, y permítaseme el inciso, cada vez tengo la impresión más clara de que si un juego incluye un mínimo de cálculos o un factor de creatividad, espadas de por medio, es difícil que se salve de la etiqueta.
No había duda de que el Hero Quest era algo grande y distinto. Por supuesto, y es el riesgo de tener un público demasiado despierto, en seguida había cosas que se quedaban cortas.
Lo primero, creo yo, era el tema de hacerse héroe. Te ponían la miel en los labios con lo de que tras superar cuatro retos se llegaba a esa dignidad y luego uno se preguntaba, ¿y qué? ¿Qué cambia? Entonces, cuando uno ya tenía todo el arsenal y era héroe empezaba a maquinar sistemas para que se reflejara la experiencia o algo similar. Yo aún conservo cartas del Imperio Cobra que representaban nuevos hechizos y nuevas armas mágicas y una tabla de sueldos para los aventureros en función de sus hazañas.
Otra cosa era lo de los personajes: el bárbaro, el ¿¡troll!? –que errata más rara, sobre todo porque después le llamaban duende-, el enano y el mago. ¿Y ya está? Confieso que yo añadí a un hobbit que tenía por ahí, pero me hubiera gustado algo más consistente como refuerzo, algo mejor que los mercenarios que se incluyeron más adelante. Cierto es que estaba el Warhammer, aunque yo lo desconocía en aquella época. No es raro que soñase con poner de pie al difunto caballero de la tumba…
También, una vez habías jugado un buen taco de misiones, te dabas cuenta de que aquello era algo repetitivo. Aunque uno se estrujase los sesos preparando mapas bien chulos y trasfondos sugerentes, siempre quedaba la impresión de que se desaprovechaba parcialmente un escenario tan hermoso estéticamente.
¿Y qué hacer? ¿Incluir habilidades? ¿Nuevos monstruos? ¿Más magia? Bueno, supongo que al final sí que había caído en un juego como el Hero Quest por mi afición al rol y que éste no respondía a las expectativas a nivel de jugabilidad. Al final, ¿qué más daba?
Tenía un juego que merecía la pena desplegar sólo por verlo, una colección de mapas que, al consultarlos, daba la impresión de estar leyendo un libro de la serie negra de Elige tu propia aventura y un trasfondo para soñar una y mil historias.
El Hero Quest, sin duda, marcó un hito en mi historia lúdica. Representa una puerta abierta a la imaginación y a un mundo entero de productos similares que pude disfrutar con mi hermano y nuestros amigos. También es el juego que desempolvaré cuando la nueva generación pueda apreciarlo. Un juego mítico que, si bien no llegó a ocupar el lugar de El Imperio Cobra, se hizo su propio hueco.
Nunca olvidaré esa sensación de entrar en el laberinto, de buscar el objetivo de la misión recorriendo una sala tras otra, viendo como un tablero aparentemente fijo mudaba gracias a los derrumbamientos y las puertas; la sensación de aventura cuando las salas se iban llenando de monstruos que, hasta el momento, sólo habían estado en las páginas de mis libros y en mi propia cabeza.
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Uno de los mejores y mas adictivos juegos que se han hecho nunca...
Como bien dices desvordaba magia por todos los lados...
“Quien vence sin obstáculos vence sin gloria”