Me imagino que era tu opción para el Calabazas arácnido. Hay relatos peores para mi gusto en la antología y la idea de las "esferas" plateadas es preciosa. Juega con la desventaja del principio del "prisionero que despierta", un recurso fácil en terror y que por eso mismo te puede haber penalizado, pero luego va cogiendo carrerilla.
Buen trabajo
Ocho esferas plateadas
Oscuridad, y mi rostro reflejado en ocho esferas plateadas.
Permanezco observándolas un buen rato, sin que ningún pensamiento acierte a pasar por mi mente. Esa imagen concentra toda mi atención, como si no existiera nada más en el mundo salvo ella. Mi cara multiplicada y deformada en las esferas. Mis facciones expandidas y desfiguradas en mil estampas distintas, ora con los ojos dilatados hasta el paroxismo, ora con la nariz descomunal o la mandíbula de un hipopótamo. Casi es divertido, un juego de espejos de feria. Pero con el tiempo, vuelve la conciencia y surge como un pequeño grillo la idea de que no sé dónde estoy, y que tal vez eso debería preocuparme. Pero aún es un pensamiento lejano, casi inexistente. Nada que pueda compararse con ese soberbio espectáculo de reconstrucción barroca y caprichosa de mis rasgos.
Pasa el tiempo y me doy cuenta de que mi rostro está alarmantemente pálido, rígido. Estoy cubierto por una especie de baba blanca llena de hilos o cordones, como si me hubieran arrojado alguna especie de mejunje apestoso y pringoso que se hubiese solidificado a mi alrededor. Sí, definitivamente debería estar preocupado, pero mi capacidad para razonar sigue siendo muy reducida. El pesado sueño del que parezco haber despertado se resiste a abandonarme, a devolverme el control de mi cuerpo y mi mente.
Paulatinamente se van añadiendo nuevas sensaciones. Vuelvo a percibir mi cuerpo, y poco a poco lo que era una absoluta falta de sensibilidad se va convirtiendo en incomodidad, tirantez y, por fin, dolor. Trato de moverme y descubro que estoy atado o sujeto por algo que me impide revolverme. Es como si me hubiesen cubierto de arriba abajo con cinta aislante. Con esfuerzo consigo menear levemente los dedos de mis manos, que van recuperando su tacto y puedo deslizarlos por mi pernera. Pero poco más.
Sin embargo no me importa demasiado. Por algún extraño motivo no alcanzo aún a considerar como relevante o digno de atención lo que pueden significar o qué consecuencias pueden tener estos descubrimientos. Me conformo bobaliconamente con recuperar poco a poco la capacidad de sentir, oler, oír, ver.
Huele mal, a lugar cerrado y excremento antiguo, con un toque dulzón que no reconozco aunque me inquieta mucho, de un modo casi atávico.
Apenas se oye una especie de burbujeo sibilante, un murmullo apagado cuyo origen no detecto.
Y sólo soy capaz de ver mi demacrado rostro reflejado en ocho esferas plateadas.
El dolor aumenta y con ello se acelera la recuperación de mi entendimiento. Ahora ya me percibo preso, inmovilizado, y lo que eso significa me produce una perturbadora sensación de consternación. Luego la ausencia de recuerdos provoca que me sienta aturdido, confundido, y, por tanto, inseguro y más asustado. Indago a mi alrededor tratando de encontrar alguna explicación o alguna imagen que me devuelva a algún espacio conocido, pero únicamente distingo sombras, luminiscencia apagada proveniente de huecos del techo que filtran una malsana luz. Intuyo que debo estar en una especie de cueva. ¿Y las esferas?
Ahora que estoy más restablecido puedo centrar mi vista y examinarlas mejor. Son de diferentes tamaños, y están alineadas de forma simétrica y unidas entre sí. Hay algo entre ellas, algo que no logro distinguir aunque están muy cerca de mí. Me esfuerzo y consigo desentrañar el misterio. Parecen cables, o cerdas, o... pelos.
Son pelos.
Entonces todo encaja y creo enloquecer.
El burbujeo que abruma mis oídos proviene de la parte inferior de las esferas, en la que ahora fijo mi atención y donde descubro unas enormes mandíbulas de imposibles dientes que dos apéndices lanudos se encargan de limpiar una y otra vez. Y tras ellas una gigantesca cabeza que es sólo el principio de un demencial abdomen cuyo volumen es tan grande que me oculta todo lo que hay tras él.
Entro en shock y empiezo a agitarme al comprender la presencia ante la que me encuentro. A pesar de estar entumecido consigo sacudirme de arriba debajo de un modo convulso. Pronto una especie de cuñas surgidas de no sé donde me sujetan para evitar que siga meneándome, y las esferas desaparecen debajo de mi campo de visión. Noto un pinchazo en el vientre. Tras unos segundos, todo se vuelve negro, y desaparece el miedo.
Vuelvo a despertarme con la misma indolencia que la vez anterior. Ahora no hay esferas observándome. Estoy aterido, resacoso; soy incapaz de hilvanar pensamientos coherentes. Escruto a mi alrededor y ahora sí que puedo ver mejor el lugar donde me encuentro. Es una gruta, un hoyo excavado en la roca, de formas redondas y tamaño suficiente para albergar un garaje. No está vacío. Me rodean siluetas difusas, de contornos desdibujados. A apenas unos metros delante de mi percibo la figura deforme de una especie de capullo que cuelga del techo por unas hebras. Parece un saco de dormir que hubiesen rodeado de tétricas vendas y luego pegado con melaza. A medida que mis ojos se aclimatan mejor a la penumbra, distingo en su parte superior lo que parece una cabeza humana. Hay alguien dentro de esa cosa. Parece inconsciente, o aletargado, como yo. No llego a sentir miedo, sigo muy mareado y aturdido. Y debería, porque esa cabeza tiene un rostro, y conozco ese rostro. Es... Se llama Marta. Marta está dentro de esa demencial envoltura. Marta es... mi hermana pequeña. Mi dulce e inocente hermana pequeña.
Empiezo a comprender que yo debo encontrarme en la misma situación, que lo que me impide moverme y me aprisiona es esa misma sustancia gelatinosa que la recubre a ella. Hago esfuerzos por conservar la calma, y, tal vez ayudado por lo que sea que aquel ser me ha inyectado, no me dejo llevar por la histeria como la vez anterior y soy capaz de elaborar un modo lógico de proceder. O al menos lo único que se me ocurre que puedo hacer. Debo comunicarme con ella. Debo hacer acopio de toda mi voluntad y conseguir llamar su atención.
Al principio los músculos de mi boca no me obedecen, siguen dormidos. Pero poco a poco soy capaz de emitir algún leve gruñido, luego un quejoso gemido y por fin, una sílaba ininteligible. Persevero y consigo mascullar un apagado ‘¡Marta!’, que se pierde entre los ecos de las paredes. Repito la intentona y ahora mi voz suena más alta y clara. Una vez más, y otra, hasta que me parece advertir entre las sombras que el bulto al que me dirijo se ha sacudido levemente. Eso me da ánimos para seguir intentándolo, hasta que compruebo con júbilo que Marta parece moverse dentro de su pegajosa prisión, y que se agita. Al menos ahora sé que no está muerta.
Sin embargo, al fijarme más, reparo que tras ella una silueta se perfila recortándose en la oscuridad. Unos ojos malignos y múltiples aparecen sobre ella. Parecen observarme. A su alrededor surgen unas patas largas y afiladas que se posan sobre su cuerpo sujetándolo. Aquella cosa la tiene bien amarrada, y ya no sé si el movimiento que percibía provenía de la propia Marta o era provocado en realidad por el monstruo que ahora la estrecha con sus garfios. Pero rezo y ruego a Dios que no esté consciente cuando contemplo lo que a continuación sucede. Aquel ser aberrante e imposible abre sus brillantes fauces y sin inmutarse le asesta un enorme bocado en el cráneo. Tras un segundo de resistencia éste cede con un crujido seco y se parte, dejando al aire la masa pastosa de su cerebro. Luego aquel engendro empieza a comer su contenido lentamente, sin prisas, recogiéndolo con sus apéndices bucales, sin dejar un momento de mirarme. Es como si le hiciera gracia verme despierto y aterrorizado mientras devora plácidamente los sesos de mi desdichada hermana. Y yo no puedo gritar ni patalear, porque el miedo me tiene atenazado y apenas puedo mirar cómo la cara de la bondadosa Marta es engullida a dentelladas por aquella cosa. Sólo deseo que las convulsiones que la agitan sean espontáneas y no derivadas del sufrimiento. Que no haya estado despierta mientras todo ocurría. Incapaz de girar la vista, asisto impotente durante un tiempo interminable a la cena de aquel monstruo, hasta que lo que antes había sido una joven llena de vida e ilusiones queda reducida a simples huesos roídos. El sonido de sus mandíbulas masticando y arrancando pedazos de carne se clava en mí llevándome al borde del delirio. Ni siquiera soy capaz de darme cuenta de que yo puedo ser el siguiente, ni de que en mi caso ya estoy plenamente consciente.
Por fortuna aquella cosa se retira, satisfecho su voraz e infame apetito, y yo quedo a solas con los despojos de su banquete. Sobrepasado por el horror que estoy viviendo, apenas puedo reaccionar. Las lágrimas acuden a mi rostro y me siento responsable por no haber sabido cuidar mejor de ella. Por no haber podido evitar su atroz final. Pienso estúpidamente en cómo podré explicárselo a nuestros padres sin darme cuenta que puede que nunca tenga oportunidad de hacerlo, y que lo más probable es que mi destino sea tan o más terrible que el suyo. Escucho entonces un sonido cercano, no muy intenso, pero perfectamente audible. Sobrecogedoramente familiar. Me estremezco al darme cuenta de lo que es. Alguien, cerca de mí, también está llorando.
Balanceándome soy capaz de voltearme lo suficiente para distinguir a apenas unos pasos de mi otro bulto tembloroso, otro capullo viscoso de cuyo interior emana esos lamentos desolados. No hay rostro que sobresalga de él, pero por el abundante cabello que se cuela de uno de sus extremos puedo intuir de quien se trata. Es una melena larga, rubia, suave como la seda, que he acariciado cientos de veces. Con la que he jugado y enredado mis dedos mientras hacía el amor y alcanzaba el éxtasis. Ana. Mi Ana. Mi pecho se me rompe ante el descubrimiento y, por fin, empiezo a recordar. A mi mente llegan imágenes vagas de una excursión al norte en compañía de mi novia, mi hermana y otro amigo. De una enorme tormenta que nos sorprende en plena montaña y nos obliga a refugiarnos en una especie de caverna, donde nos cobijamos despreocupados mientras fumamos algo de maría y esperamos que escampe. De cómo reímos desaforadamente y decidimos probar pese a mis reticencias las nuevas pastis que se había agenciado mi colega, hasta que tras unas horas sin parar de llover el techo se desmorona sobre nosotros y una riada nos arrastra a su laberíntico interior. Luego los recuerdos se difuminan, se hacen imprecisos y sombríos. Gritos, huidas en la oscuridad, un golpe seco con una piedra que me hace perder el sentido. Antes de que pueda continuar y acabar de aclarar mis ideas, otra de aquellas criaturas hace su aparición y mi mente se embota ante la aterradora certidumbre de que ha llegado mi turno. Es más pequeña que las anteriores, de abdomen más alargado pero de patas mucho más finas y afiladas. Llega hasta mí pero me sobrepasa, tal vez atraído por el sonido que sale del otro capullo. Sube sobre él y al hacerlo los sollozos se transforman en gritos de pavor. Impotente me agito tratando de liberarme de mi viscosa prisión, pero todo es inútil.
Estupefacto, contemplo cómo tras examinar levemente el bulto con aquellas extremidades infectas, de repente una especie de lanza surge de la boca del engendro y se clava como una flecha en el interior del capullo. Ana grita de dolor, pero atrapada como está no puede hacer nada, mientras una y otra vez aquel largo aguijón atraviesa la envoltura que la recubre y se hunde en ella. Al poco, como si ya su afán sádico hubiera sido satisfecho, el ser abandona su actividad y sale de mi campo de visión por el fondo de la cueva. Miro el receptáculo donde está Ana y advierto que aún sigue viva, pues tiembla y se queja lastimosamente por las heridas recibidas. Al cabo de un rato se calla, y rezo porque haya perdido el conocimiento y se alivie así su espantoso sufrimiento.
Noto que algo me sujeta. Chillo de terror pensando que ahora sí me ha llegado ineludiblemente mi turno. Pero en vez de una monstruosa y peluda pata siento el tibio contacto de una trémula mano que me tapa la boca, y en vez del rostro informe del monstruo frente a mí aparece el más conocido de Juan. El viejo y querido Juan. Mi camarada del alma. El compañero de tantas correrías. El hijodeputa que nos convenció para ir de excursión. Siempre metiéndome en líos con sus tonterías. Río de mi propia necedad al considerar que este pobre desgraciado que tiembla aterrorizado ante mi puede ser responsable o artífice en modo alguno de esta pesadilla. La mente humana busca salidas absurdas para poder soportar la locura. O puede que ya sea tarde y ya me haya caído definitivamente en ella. Me hace señas para que me tranquilice. Está ojeroso, cadavérico. Repito su nombre aferrándome a su presencia como mi única tabla de salvación, y él empieza a hablarme mientras trata de liberarme de la sustancia que me mantiene sujeto. Con una pequeña navaja que lleva consigue soltarme, a pesar de que el pánico hace que yo me mueva demasiado entorpeciéndole. Por fin las fibras que me sujetan al techo ceden y me desplomo sobre el duro suelo de esta antesala del infierno.
Allí tumbado Juan me ayuda a quitarme toda la baba de encima. Cuando lo logramos, trato de incorporarme y al hacerlo pierdo el equilibrio y me desplomo. Creo que todavía no estoy recuperado del todo de la toxina que me mantenía amodorrado, pero al volver a intentarlo y caerme de nuevo comprendo que hay algo más. El gesto demudado y compungido de mi amigo lo confirma. Sigo la estela de su mirada y grito al comprobar que me falta la pierna derecha, desde la rodilla. Aquellas cosas se habían tomado un tentempié conmigo, y yo, narcotizado, no me había percatado de ello hasta ese momento. Al tratar de sujetarme gimo comprobando que mi mano izquierda es apenas un amasijo de carne, del que cuelgan dos dedos desgarrados. El terror me domina y caigo al suelo, mientras siento cómo las heridas empiezan a dolerme brutalmente, pues la terrible revelación hace que se diluyan mucho más rápido los efectos narcotizantes del veneno.
Inexplicablemente, dada la brutal amputación, la hemorragia es mínima. Por si acaso Juan me aplica torniquetes en el muslo y el brazo. Luego me sacude para pedirme calma, pues si no nos damos prisa no conseguiremos escapar de aquel infame lugar. Recupero la poca cordura que me queda y apoyándome en él me levanto con dificultad. Le señalo el lugar donde yace Ana, y nos arrastramos hasta allí para tratar de liberarla también. Temo por su vida, pero prefiero no pensar en ello. Prefiero no pensar en nada.
El capullo que la mantiene prisionera es más consistente que el nuestro. Su forma me llama la atención. Es más plana y de una redondez casi perfecta. No alcanzo a comprender qué postura puede tener ella allí metida. Al tocar su superficie ésta cede blandamente, como si estuviese rellena de agua. Juan clava su navaja y rasga la membrana. Un líquido denso salta hacia nosotros, empapándonos. Su olor es nauseabundo y al contacto con nuestra piel nos quema. Por el agujero hecho una especie de brebaje humeante e pestilente se derrama y tras él, surge lo que queda de una mano requemada y carcomida. Juan grita desesperado y con otro tajo acaba de romper la cápsula. Le tengo que apartar para que los ácidos que la rellenan no le abrasen. Tosiendo y con los ojos supurando por el vapor cáustico que emana de él, contemplamos lo que queda de la desdichada Ana: apenas un esqueleto disuelto envuelto en jirones de carne aquí y allá. Comprendo que lo que aquel engendro hacía era inyectar sus propios jugos gástricos para disolverla y poder luego absorber sus restos. Como en los documentales de la tele. Sólo que no estábamos en casa quejándonos de nuestros padres y buscando el mando para cambiar de canal. A nuestros pies rueda la calavera a medio podrir de mi pobre chica, que desde el suelo parece mirarnos macilenta. No quiero imaginarme el atroz padecimiento de la pobre muchacha. Como antes, no quiero imaginarme nada. Es lo único que puede evitar que acabe desquiciado del todo.
Sin embargo, no puedo evitar volver a experimentar esa sensación de culpabilidad y pena, pues descubro que mi último recuerdo de ella es triste. Discutimos por una de esas nimiedades sin importancia de las que luego tanto te arrepientes. Ella siempre quería que fuera todo perfecto, y se esforzaba en tratar que yo hiciera siempre las cosas a su manera. Y yo a veces estaba demasiado harto o cansado para llegar a todo lo que quería y me agobiaba. Ahora no sé qué haré sin ella.
Pero la macabra visión de sus huesos pelados me devuelve a la realidad, y ahora reparamos con más claridad que nunca en que no podemos demorarnos si no queremos compartir un destino tan espantoso. Apoyado en Juan empezamos a recorrer la repugnante madriguera buscando una salida. Yo ando a la pata coja, pero el miedo me da alas. Por fortuna no nos topamos con más seres de aquellos y poco a poco nos alejamos de ese depósito de muerte y horror. Al llegar a la superficie y notar el limpio y frío aire del cielo abierto, el ánimo de mi amigo mejora y, mientras nos precipitamos a la relativa seguridad del bosque que nos rodea, me cuenta entre jadeos su historia. Se ha despertado hace unas horas en aquella tenebrosa oscuridad pero, a diferencia de nosotros, no estaba envuelto en ningún engrudo adhesivo, sino abandonado a su suerte en mitad de un cubículo escarbado en la tierra. Tras recuperarse y valorar su estado, comprobando con alivio que aún conservaba su equipamiento, había empezado a explorar el subterráneo hasta que nos había hallado. El impacto había sido brutal, pero gracias a dios en vez de largarse por donde había venido pudo controlarse y ayudarme. Lamentablemente no había llegado a tiempo de hacer lo mismo con Marta y Ana. Le miro con tristeza, pues dudo que hubiera podido enfrentarse con aquellas obscenas aberraciones armado con aquel diminuto cuchillo. Aunque suene cruel decirlo, para mí había sido proverbial que llegase en ese momento y no antes, y así haber evitado tener que oponerse en desigual lucha con aquellos engendros que le hubieran destrozado. Y con él mi única esperanza de escapar.
Con la luz del atardecer la realidad parece menos terrible y a medida que nos alejamos la calma regresa a nosotros. Aun así tenemos que llegar pronto a un lugar seguro donde puedan atender mis mutilaciones. Encuentro una rama con la consistencia y forma necesaria para que me sirva de muleta y poder avanzar así más deprisa.
No sabemos el tiempo que llevamos caminando, pero empezamos a apreciar los primeros síntomas de agotamiento y aún no vemos un lugar que parezca habitado o al menos tocado por la mano del hombre. Nos sentamos, pues nos cuesta respirar. A pesar de todo no podemos evitar experimentar una reconfortante sensación de alivio. Seguimos vivos después de haber resistido aquel horror. Y eso nos hace estar casi eufóricos. Juan se recuesta contra un árbol, saca un cigarrillo y empieza a fumar, mientras yo rezo por hallar pronto una carretera o camino que nos conduzca a donde puedan echar un vistazo a mis heridas. Examinadas con más luz, comprendo por qué no me he desangrando: los muñones están ennegrecidos, como cauterizados. A aquellas cosas les gusta comer presas frescas, y de algún modo son capaces de segregar sustancias que queman los cortes impidiendo que la sangre fluya por ellos. Así pueden mantener a sus víctimas más tiempo vivas, devorándolas poco a poco, pedazo a pedazo. Malditas bestias.
Juan sufre un acceso de tos muy fuerte. Tose tan fuerte que me asusto, pues empieza a faltarle el aire. Se sujeta el pecho y me mira mientras no consigue que aquel pertinaz ataque cese. Contemplo cómo las venas de su cuello y su cara se inflan mientras cae de rodillas, asfixiándose y gimiendo de dolor. No comprendo qué pasa, así que trato inútilmente de sujetarle. Él me escruta desesperado mientras le empiezan a sangrar la nariz y las orejas. No entiendo qué puede estar ocurriéndole y me siento impotente ante su angustia. Desencajado, se derrumba encogido, hasta que dando un golpe seco se pone rígido y empieza a sufrir espasmos incontrolados. Pone los ojos en blanco y empieza a hincharse, como si tuviese alguna aguda reacción alérgica.
No sé cómo ayudarle. Desconozco si padece algún tipo de trastorno o enfermedad, si es epiléptico o tiene algún tipo de intolerancia biológica. Sólo se me ocurre agarrarle para impedir que con las convulsiones acabe golpeándose contra algo. Entonces, al examinarle más de cerca, comprendo.
Primero son unas minúsculas sombras agitándose en su garganta entreabierta. Luego, el movimiento aumenta, y las primeras empiezan a salir, dispersándose rápidamente. Cientos, miles de arañitas, negras como la pez, surgen de su boca, de su nariz, de todo su cuerpo. Su piel se cubre de movedizos bultos por todas partes, que acaban reventando en sanguinolentas pústulas para dar paso a otras tantas, que igual que sus compañeras escapan huidizas de sus consumidas entrañas. Sus brazos, su cara, su pecho se convierten en masas rojas y deformes en las que se agita un hervidero de patitas escarbando y pugnando por salir al exterior. Le contemplo horrorizado, pues sigue vivo y se agita agónicamente, hasta que sus propios globos oculares saltan de sus órbitas para dejar paso a otras de mayor tamaño y más peludas que las anteriores, que, en vez de escabullirse, se quedan sobre su rostro marchito observándome desafiantes.
No aguanto más. Me marcho de allí tropezando y cayéndome sin parar, tratando de alejarme de esa visión insoportable. Mi pobre amigo me había salvado sin saber que fatídicamente él ya estaba condenado, que sólo era un nido viviente de aquellas repugnantes alimañas. Desolado, fuera de mí, deambulo durante horas por aquel siniestro bosque. Me pierdo en su espesura, regresando en mi delirio una y otra vez al claro donde yace lo poco que queda de él. Como en un juego cruel del destino, mi errático vagar me lleva irremediablemente de vuelta a aquel infierno, como si quisiera recordarme que no existe escapatoria posible salvo la locura. Noto cómo mi cuerpo arde por la fiebre, y cómo mis ojos empiezan a jugarme malas pasadas, extraviándose en las sombras y provocando en mí terribles alucinaciones. Creo intuir una presencia que me persigue y, exasperado, escapo sin orden ni concierto, regresando de nuevo al punto de partida, hasta que en mi loca huida acabo tropezando y cayendo sobre sus restos carcomidos. No comprendo cómo no pierdo el juicio de una vez. Golpeo su cadáver sobrepasado por el terror y pido a dios que me lleve de una vez, incapaz de aguantar tanto horror.
Pero cuando bajo mi rostro congestionado por el llanto, un nuevo motivo de desesperación se une a la pesadilla vivida. Porque lo que tengo ante mí no es el cadáver consumido y devorado por mil pequeñas mandíbulas que hasta ahora creía, sino un cuerpo inerme pero intacto, cuyo único síntoma de hallarse sin vida es su rigidez y la sangre que cubre su cabeza y se expande en un charco medio seco alrededor de ella. No hay arañas ni carne desgarrada. Sólo un muchacho golpeado hasta la muerte. Retrocedo espantado, notando cómo toda mi piel se inflama por la calentura. Trato de comprender qué nuevo horror es éste. Examino mi cuerpo y lo encuentro indemne, sin rastros de mordidas ni amputaciones. De repente, envuelto entre los velos de la demencia, una idea devastadora aflora en mi perturbada mente. Imágenes que en mi debilidad no consigo formar, me llevan a pensar que tal vez no haya habido monstruos, sólo locura, enajenación provocada por el consumo de esos malditos alucinógenos con los que en nuestra soberbia juvenil pretendimos experimentar. Tal vez no deba buscar bestias fuera de mí.
Recuerdo el sentimiento de agobio y resentimiento que me ha inundado todo este tiempo, cuando me sentía atrapado en una red de obligaciones y conveniencias, sujeto a los deseos y caprichos de los que me rodeaban, familia, novia, amigos. Cómo me ahogaba en ese mundo de deberes impuestos, de opresión, de sumisión a los intereses de otros, como un pequeño insecto en la tela de una araña... Me hago un ovillo incapaz de admitir esa posibilidad que me convierte en el asesino impío de quienes más amaba, pero, también, de quienes más me tiranizaban.
Miro de nuevo el cuerpo de mi amigo, y ahora lo que ven mis ojos son huesos quebrados y vísceras desparramadas en una voraz orgía depredadora. Aúllo al comprobar cuan escasa cordura queda en mi interior. Puede que haya sido simplemente un engaño más de aquellas maléficas montañas y sus desalmados pobladores, sustentado en mi miedo y el sentimiento de culpabilidad por no haber seguido el destino de mis compañeros. De nuevo la maldad sale de mi interior y vuelve a tener ocho patas y ocho ojos con los que amenazarme y torturarme. Una pequeña araña trepa hasta su cráneo pelado, y agita sus extremidades en un movimiento que de algún modo se asemeja a una risa siniestra. Y, escuchándola, comprendo que jamás volveré a distinguir la realidad y la fantasía, atrapado para siempre en los delirios de un perturbado. Porque, ¿cuál es la verdad y cuál la mentira? ¿Mi oculta y cobarde ansia de librarme de ellos y su dominación, o que haya sido yo efectivamente quién lo haya hecho con mis propias manos? Tal vez ése sea su fatídico mensaje. En el fondo ellos sólo buscan alimento. Es el humano el único animal capaz de optar entre lo justo y lo injusto. El único que puede pecar. Y, pese a todo mi remordimiento, no puedo evitar pensar que quiero sobrevivir
Al precio que sea.
El agotamiento y la tensión me vencen. Dejo que las tinieblas del sueño me invadan y arrastren mi pobre alma a avernos interiores no mucho peores que los que me rodean en la vigilia.
A la mañana siguiente despierto aterido sobre unas rocas, sobre una ladera elevada. El sol amanece bañando con su luz dorada el bosque que se extiende a mis pies. Estoy exhausto, desfallecido. Por algún extraño motivo sigo vivo. O puede que más bien deba decir que me han dejado vivir. Aun así, no tengo fuerzas suficientes para levantarme y continuar, y creo que a pesar de todo mi hora no tardara en llegar. Siento un picor en mi espalda. Primero leve, como un escozor producido por alguna urticaria. Luego más penetrante, como si me clavaran algo. Temo haber sido yo también infectado por una plaga de larvas que me devoraran en escasos segundos, y lloro viendo acercarse el fin, que se me antoja la única forma de alcanzar esa liberación que tanto ansío. Pero no. Es algo más intenso y concentrado en un punto concreto de mi cuerpo. Trato desesperado de rascarme, de llegar hasta ese punto de mi epidermis donde ya el dolor es inaguantable, y, entonces, sucede. Mi carne se abre, mi piel se raja como una tela y de mi propio espinazo surgen, enormes y repulsivas, ocho extremidades largas y peludas, que se estiran desperezándose. Aquella grieta en mi cuerpo aumenta hasta que me parte en dos, y de mi interior brota un abultado abdomen en forma de saco. Mi cabeza estalla en mil pedazos para dar paso a otra cubierta de bruñidos ojos, con grandes mandíbulas, palpos y dos pares de antenas con las que huelo el aire que me rodea. Bueno, no es exactamente oler, porque no hay palabra en el lenguaje humano que defina lo que yo percibo en estos momentos. Aunque tampoco el lenguaje humano tiene ya importancia para mí, renacido en un nuevo ente, magnífico, superior, mejor adaptado a sobrevivir. Y, entonces, comprendo.
Me han aceptado. Se acabó ser víctima. Ya no soy presa, ahora yo soy el depredador.
Despiadado. Poderoso. Libre.
Infinitamente libre.
Y con hambre, mucha hambre.
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Me escabullo entre las grietas de la montaña primigenia cuyo poder me ha transformado, y que a partir de ese momento constituirá mi nueva morada, mi refugio tras cada caza. A mi alrededor percibo sombras y formas que ya no me causan pavor, porque ahora soy un habitante más de aquel ancestral reino bajo el subsuelo. Avanzo veloz entre las profundas simas, hasta que descubro una inmensa laguna subterránea a cuya orilla me acerco para beber algo de agua y calmar mi sed. La oscuridad me rodea.
Oscuridad, y mi nuevo rostro reflejado en ocho esferas plateadas.
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Brutal. Uno de los relatos más intensos que he leído en mucho tiempo. Quizá resulte un poco excesivo tanto giro argumental, pero la primera mitad del cuento es bestial, conmovedora y terrorífica. Realmente crea desasosiego. Un relato fantástico. Felicidades, Nachob.
Un buen relato, no hay duda. Los giros que das no son forzados y eso hace que destaque, sin duda alguna. Además mantienes una tensión constante que lo hace muy, muy bueno. De mis favoritos del mes, sin duda top 3
Lo mejor del relato es la tensión, que no da un momento de descanso y te tiene con los nervios de punto. A mitad del relato ya se intuye el final, pero no por eso deja de tener menos tensión. La confusión del protagonista está muy bien llevada, y al final del relato te deja una sensación de inquietud y desasosiego.
Un relato muy sólido y muy bien escrito, como no podía ser de otra forma, viniendo de Nachob. La primera parte es estupenda y causa verdadro horror con algunas imagenes muy conseguidas. La única pega que le encuentro al relato es que quizá se alarga en demasía y que me gusta mas la historia sin ese último giro al final. Aún así, muy buen trabajo.
Muchas gracias por vuestros comentarios.
Desde luego el final es lo que más me está costando de este relato. Lo he rehecho varias veces, y aún no encuentro el tono y el giro adecuado. En unos porque no llegue, y puede que en este porque me pase, tratando de contentar a todos.
Imagino que en su siguiente versión (que la tendrá, me conozco), variaré el final de nuevo.
Si la sensación que buscabas en el lector era desasosiego, enhorabuena, lo has conseguido.
La primera parte del relato revuelve el estómago, la segunda te inquieta y el final, el final simplemente te hace salir corriendo por patas. Bien llevaba la idea de las esferas plateadas y bien guardado el secreto hasta el final :-)
Relato de terror en estado puro. ¡¡Buen trabajo compañero!!
Muy intenso el relato, compañero. Sobre todo en su primera parte. Personalmente, el cierre con la transformación ya no me era necesario. El despertar después de la "fiesta" me parecía ya suficiente, aunque funciona igualmente.
La primera parte, como digo, muy intensa, vívida.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.