Una noche de ánimo bastante deprimido en el apartamento de la playa, oí a mi vecina el que tocaba el saxofón cada noche. Pero esta vez iba acompañado de un piano. Éste es el resultado.
-¿Por qué has dejado de tocar?
Eso fue lo primero que me preguntó aquella chica cuando le abrí la puerta. Así que imaginad mi desconcierto.
Ahora que miro atrás con más detenimiento, desde la primera frase que salió de aquella boca mi corazón dejó de latir para latir de nuevo de una manera diferente que no sabría explicar. Y no ha dejado de latir así desde entonces, aunque hayan pasado meses hasta que me decidí a contar esta historia.
-Soy tu vecina. Llevo meses, no sé si más de un año, oyéndote tocar el piano a través de mi pared. Me he pasado horas sentada en una silla, pegada a la pared, sólo para escuchar el piano. Pero hace un par de semanas que no lo oigo. Al principio creí que estarías de viaje, pero ha pasado demasiado tiempo. ¿Qué pasó?
Mi desconcierto creció aún más. Tocaba el piano desde los doce años, usando el piano de mi abuelo, que me apuntó a clases. Aunque ya no iba, me había llevado el piano cuando me mudé a este piso. Y era cierto: desde que me mudé tocaba todas las noches para mi novia, de la que aún estoy enamorado. Pero hace un par de semanas, ella me dejó y desde entonces tocar era demasiado doloroso para mí. Ahora, mientras miraba la tele encendida, aquella chica, que decía ser mi vecina aunque yo no la hubiera visto nunca, se presentaba en mi puerta y me preguntaba que por qué había dejado de tocar.
-He estado ocupado -respondí. No le iba a dar explicaciones a una completa desconocida.
-¿Y ahora lo estás?
-Sí. Un poco.
-Puedo oír la tele desde aquí.
La miré como un chiquillo al que han pillado mintiendo. Aquella chica parecía un poco entrometida.
-Toca, por favor.
-¿Qué?
-Toca para mí. Por favor.
-Pero… -mi frase se perdió en aquella mirada implorante. La chica, que todavía no me había dicho su nombre, era guapa. Muy guapa. No era muy alta, pero tampoco baja. Vestía su estilizado cuerpo con unos vaqueros y una camiseta negra sin mangas, y descubrí que no llevaba zapatos. Su cara era redonda, sus labios, finos y sus ojos oscuros y pequeños. Su pelo era también negro y le caía sobre los hombros y en un flequillo recto sobre la frente. Estaba blanca y tenía ojeras. Parecía cansada. O enferma. O triste, como yo. Parecía necesitar oírme tocar, y eso que yo ni siquiera soy un prodigio que digamos.
Así que la dejé pasar a mi piso. Me daba un poco de vergüenza, porque no estaba demasiado limpio. La guié hasta el salón, donde estaba el piano (y, muy a mi pesar, la cena del día anterior) y le ofrecí algo de beber, pero ella lo rechazó. No sabía qué coño estaba haciendo, pero aún así me senté en la banqueta del piano de mi abuelo, y ella cogió una silla y se sentó a mi lado. Bueno, allí estaba. Había dejado de tocar porque me recordaba a mi amada ex-novia (aunque, ahora que lo pensaba en frío, tampoco era perfecta) y me disponía a tocar para una vecina desconocida que iba descalza sólo porque se había presentado. Suspiré y empecé a tocar una pieza lenta, nada del otro mundo, pero era lo primero que se me venía a la cabeza.
Mientras tocaba, miré de reojo a mi espectadora: tenía los ojos cerrados y parecía dejarse llevar por mi música. Sin yo quererlo, en mi interior sentía un potente deseo de conocer a esa extraña joven, descubrir por qué una mirada tan bonita era tan triste. Enseguida sacudí la cabeza para librarme de ese molesto pensamiento.
Terminé la primera pieza. Ante el silencio casi religioso de mi auditorio, decidí seguir tocando, esta vez una fuga de Bach. Así pasó media hora: yo tocaba y ella escuchaba. Tocando sentí cosas que nunca había sentido, o que no me había percatado de ellas hasta entonces: Toqué en paz. Toqué sólo por el placer de golpear unas teclas, sabiendo que no tenía que demostrar nada a nadie, que nadie, ni mi antiguo maestro, ni mi abuelo ni mi novia estaba allí para corregirme, lo que para mí siempre había sido molesto y frustrante. Toqué para mí, para recordarme que las cosas, como aquel piano, seguían existiendo a pesar de que la vida de repente pareciera acabarse. Incluso llegué a recordar a mi ex con desdén, como algo que había pasado y que ella se perdía. Y mi oyente contribuía a todo ello: su atención era tan respetuosa que parecía que todavía estuviera entre nosotros aquella pared que nos había separado todo este tiempo, como alguien que sabe que está asistiendo a un encuentro divino pero personal, y no quiere que adviertan su presencia y la echen. Aquella chica sólo había puesto el piano delante de mí.
Al cabo de media hora, salí de mi trance y dejé de tocar. Mi “vecina” todavía quedó un rato en silencio, queriendo dejar aquella música en su cabeza.
-La primera vez que te oí tocar -dijo al fin- me quedé fascinada. Eras simplemente alguien que tocaba el piano. Porque sí, porque te aburrías y te daba la gana. Sólo por dar un homenaje a los grandes compositores y mantenerlos vivos unos momentos. Luego, empezaste a tocar diferente. Tocabas para alguien, para complacer a esa persona y demostrarle algo. Sacabas lo mejor de ti, y la música era, si cabe, aún más bella. Pero esta noche has tocado de nuevo para ti, para la Música. Has hablado con ella, le has contado todas tus penas y le has abierto tu alma. Y ella te ha acogido en su seno para consolarte. No sólo eso: me has dejado oírte, y me has consolado a mí también. Muchas gracias. De verdad.
La chica me dio un beso en la mejilla y se encaminó a la puerta. Yo no sabía qué decirle. Me levanté torpemente y la alcancé antes de que se marchara. Intenté preguntarle cómo se llamaba, pedirle que se quedara a charlar o su número de teléfono, o yo qué sé qué quería decirle, pero sólo salió de mi boca un balbuceo incoherente.
-Me llamo Sonia -dijo, sonriendo por primera vez. Y se fue.
Yo me apoyé contra la puerta y me cubrí la cara con las manos. Sonia, no quería enamorarme.
En los días siguientes realicé una obsesiva búsqueda. Bueno, obsesiva no era la palabra. Más bien curiosa. No me estaba obsesionando con Sonia, de ningún modo.
Lo primero que hice fue mirar en el buzón de 4º B, el que tenía que ser a la fuerza el piso de Sonia –a mi otro lado vivía una pareja de ancianos. Pero no figuraba ningún nombre, sólo la etiqueta que confirmaba que aquél era el buzón de ese piso. La caja estaba colapsada por una ingente cantidad de publicidad, alguna de las cuales recordaba de hacía unos meses, pero ninguna factura o similar que me confirmase la autenticidad de la identidad de Sonia. Después, pregunté al resto de los vecinos de su rellano, pero me dijeron que no recordaban que nadie habitara esa casa. Aunque la anciana de al lado me contó que hace muchísimos años un joven matrimonio había vivido allí, y su marido añadió que se mudaron a los pocos años de venir aquí. Mi último recurso fue preguntarle al presidente de la comunidad, un hombre mayor que se daba aires de sir inglés del siglo XIX. Mirando unos archivos, éste me confirmó la historia de los ancianos: aunque pagaban religiosamente la cuota de la comunidad, hacía más de veinte años que los propietarios no habitaban esa casa.
Después de dos días de indagar, renuncié a encontrar a la chica fantasma. Entre búsqueda y búsqueda, había llamado al timbre del 4º B repetidas veces, sin obtener respuesta alguna. Contrariado, llegué a pensar que soñé a la tal Sonia, que nunca había existido.
Al tercer día después de que me visitara, observé el piano. Si de verdad me oía llamaría su atención, así que me puse a tocar. Toqué un buen rato, y cuando estaba a punto de olvidarme de por qué había empezado, llamaron a la puerta.
Me apresuré a abrir. En efecto, allí estaba Sonia, con su enigmática casi sonrisa en los labios, los mismos vaqueros y una vieja camiseta verde. Sin que dijera nada, la invité a pasar dentro.
-Deberías echarle un vistazo a tu buzón. Está petado.
-¿Me has estado buscando, Pascal?
-Si sabes mi nombre, no soy el único que mira los buzones -contesté, orgulloso de mi propia mordacidad.
La sonrisa de Sonia aumentó imperceptiblemente.
-¿Quieres sentarte? -ofrecí.
-No voy a quedarme. Sólo he venido a darte esto.
Me dio unos folios que enseguida identifiqué como partituras. La miré, intrigado.
-Es una sonata de Haydn, adaptada para violín y piano -aclaró-. Quiero que la toquemos juntos.
-¿Tocas el violín?
Ella asintió.
-¿Y quieres que toque contigo?
-Considéralo un favor de vecino. Unos vecinos piden sal, yo te pido que toquemos juntos.
Me quedé mudo. Menuda caja de sorpresas, esta Sonia. No sólo no aparecía por ningún lado después de presentarse en mi casa y marcharse como un fantasma, sino que ahora me traía unas partituras para que tocara con ella.
-¿Qué me dices? ¿Estarás listo en un par de días? Nos vemos el sábado entonces.
Con el mismo mutismo con el que se había marchado la ocasión anterior, cogió la puerta y se fue, dejándome boquiabierto y con sus partituras en la mano. Otra vez la había dejado escapar.
Al día siguiente estuve muy ocupado en el trabajo, ocupadísimo. Sin embargo, entre documento y documento, a mi mente acudía, inevitablemente, el recuerdo de mi segundo encuentro con Sonia y su extraña petición, como aquel sueño que te impacta tanto y no puedes quitártelo de la cabeza. Quién sabe, a lo mejor era de verdad un sueño. Me podría haber quedado dormido sobre el piano perfectamente –y no sería la primera vez. Pero tenía que ser verdad, porque lo que había sentido tocando la primera noche que se presentó en mi casa había sido demasiado intenso como para ser un sueño. Y si aquel sentimiento era tan real, a la fuerza tenía que serlo mi vecina, aunque fuera tan misteriosa. No tenía antecedentes de esquizofrenia paranoide o no creía tenerlos. Pero es que esa chica era muy rara. Y fascinante; a veces pensaba que, si cada noche que llegaba a mi casa me pedía una cosa cada vez más extraña, ojalá y que lo próximo fuera rogarme que le hiciera el amor sobre el piano. Sacudí mi cabeza, mientras ordenaba mis papeles; me iba a estallar si continuaba obsesionándome con aquella chica. ¡No! ¡No me estaba obsesionando! ¡Por Dios, que hacía pocas semanas que acababa de salir de una apasionada relación! No podía quedarme colgado de una chica a la que sólo había visto dos veces y a la que no podía localizar –aunque supuestamente viviera justo al lado mío.
Esa noche llegué tarde a mi casa, y muy, muy cansado. Lo único que quería era tomarme un yogur y acostarme en mi cama, calentito bajo mis sábanas. Pero al pasar por el salón vi el piano y las partituras de Sonia encima de él. Me pregunté qué tipo de obra sería, y por qué Sonia quería interpretarla conmigo. ¿Sería muy difícil? Me dije que ya lo comprobaría mañana sábado, que tenía todo el día para ensayarla. Sin embargo, la curiosidad me pudo y me senté frente al teclado del piano. Empecé a tocar y me sorprendió que me sonara aquella pieza. ¡La recordaba de mis años de estudiante! Conforme avanzaba en el pentagrama, iba reconstruyendo la melodía mentalmente. Pero me pareció muchísimo más hermosa que cuando la tocaba hace unos años. ¿Cómo podía haber olvidado alguna vez aquella pieza, con lo bonita que era? Cada frase era un verso de Bécquer, cada cadencia, la inspiración de un ser superior antes de seguir cantando en mi oído, cada nota, una gota de ícor. Aquella era, sin duda, la melodía perfecta. Me recorrió un agradable escalofrío al pensar lo hermosa que sonaría acompañado del violín de Sonia.
Toqué la misma obra, una y otra vez, durante tres horas. Ya no me hacía falta sabérmela de memoria, porque la llevaba en mi corazón. Cuando me acosté era ya muy tarde, pero sabía que al día siguiente no estaría cansado: la fuerza de esa melodía me daría la vida suficiente.
“Si los dioses escribieran música, ésta sería, sin duda, obra suya.” Eso le dije a Sonia una semana después, cuando apareció en mi casa con un violín en la mano. Ella, por toda respuesta, derritió las barreras que había levantado durante este tiempo con una sonrisa. Iba elegante: llevaba un traje de noche negro, un vestido de tirantes que se abría un poco más abajo, dejando a la vista una pierna muy delgada.
La invité a pasar. Le ofrecí algo de comer o beber, pero ella insistió en que quería terminar cuanto antes. En mi interior suspiré, haciéndome a la realidad de que sólo era una chica rara que quería tocar el violín y marcharse. Así que la llevé donde el piano, en un lado del salón.
-Apaga las luces, por favor -pidió-. Deja sólo una lámpara.
Yo acepté encantado. En verdad, cualquier cosa que en ese momento me hubiera pedido, la hubiera hecho.
Ella tardó unos minutos en afinar su violín. Cuando dijo que estaba lista, yo la miré fijamente; me da igual lo que pensara.
-¿Empezamos o qué? -dijo ella.
-Claro.
Y empezamos a tocar. El violín comenzaba solo, introduciendo el tema. A los pocos compases entré a acompañarla. Como había presentido la primera vez que toqué yo solo, escuchar a los dos instrumentos cantando juntos, declarándose su amor sin palabras, era una sensación de éxtasis insuperable. Sonia tocaba con los ojos cerrados. En el segundo movimiento, se puso a andar por el salón, bailando al son de la música que ella misma creaba. Era una visión divina. Aunque no nos tocásemos, ni nos mirásemos, las melodías que salían de nuestros instrumentos lo hacían por nosotros, bailando, abrazándose, fundiéndose en un trance del que nunca hubiese querido despertar. Así estuvimos el efímero cuarto de hora que duraba la sonata. Sólo un cuarto de hora, pero parecía que había pasado toda la historia de la humanidad; todo lo que habían sentido todos los hombres a lo largo de su vida se manifestó en ese pequeño lapso de tiempo. Sonia dejó de “bailar”, abrió los ojos y me miró. Yo la miré.
-Gracias -dijo, muy flojito-. Muchas gracias.
Abrí la boca para hablar, pero ella puso un dedo en mis labios para impedírmelo. Qué paradójico: mis sentimientos, lo más intenso que había sentido era detenido por un solo dedo.
-No digas nada. No hables. Quiero conservar esta melodía como lo último que escuché antes de morir -dijo tan suave que era casi un susurro.
Cogió su violín y llegó hasta la puerta. Pero no iba a dejar que pasara de allí, esta vez no. La cogí de un brazo y la besé. Al principio se sorprendió, pero luego abrió sus labios y dejó que bebiera de ellos.
-Te amo -confesé a ambos.
Ella tardó en responder. Bajó su mirada para que yo no pudiera ver las lágrimas y dijo:
-A mí me falta tiempo para amarte.
Abrió la puerta y se marchó. Esta vez no intenté detenerla.
Yo me quedé allí parado mucho rato. No sabía qué pensar. No sabía cómo reaccionar, ni cómo me debía sentir. Me senté delante al piano y toqué el Claro de Luna de Beethoven.
Aquella chica, en sólo unos días, había recogido los restos de mi corazón del suelo del salón, los había unido y lo había devuelto a su lugar, dentro de mi pecho. ¿Por qué yo, ingenuo, lo había vuelto a arrancar de mi cuerpo y se lo había ofrecido? ¿Qué se supone que tenía que hacer con un corazón sangrante en mi mano? Sólo sabía una cosa: Sonia me había devuelto a la vida, pero yo no le había devuelto el favor; sentía que tocar con ella no había sido suficiente.
Al terminar de tocar, me levanté y salí de mi casa.
Esta vez no llamé al timbre del 4ºB. La puerta estaba abierta, como esperándome.
La casa de Sonia era triste. No había otra manera de describirla. Las paredes estaban casi desnudas. Sólo cuadros de siluetas amorfas, sin nombre ni alma. La única foto alegre que encontré fue la de una niña de tres años, sonriente. Avancé lentamente por los pasillos, que eran la versión simétrica de los míos. No hacía falta tocarlos para ver el polvo que los cubría. No había apenas muebles. “Es una versión triste y gris de mi apartamento” pensé con aprensión. ¿De verdad podía una persona vivir de ese modo? Sin duda, aquella casa era el vivo reflejo de su inquilina.
Avancé hasta llegar al salón. Allí estaba Sonia, sentada en una silla apoyada contra la pared que daba a mi propio apartamento, con la cabeza caída y los ojos cerrados. A sus pies, un bote vacío de somníferos.
Tomé su mano; aún estaba caliente. Besé sus labios, bebiendo las últimas gotas de su vida y lloré amargamente durante toda la noche.
Desde aquel día, todas las noches toco aquella sonata para violín y piano.
Me gusta mucho la intensa melancolía de esta historia, el sencillo placer de dejarse llevar por su lectura. Gracias por compartirlo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.