¿Hasta que la muerte los separe?
1
Es una tarde gris, de cielo plúmbeo y calor sofocante de tormenta, con ese silencio que precede a la tempestad durante el cual la naturaleza parece contener la respiración.
Cristina está silenciosa, compungida, con su negra melena abrigando su espalda. Mira absorta un sencillo monumento de piedra; una piedra que conservará la historia por los siglos contemplada por un alma que guarda un inmenso dolor. Cristina está visitando la tumba de su hijo; apenás un recién nacido muerto meses atrás.
Fue un niño odiado y, sin embargo, amado. No podía olvidar cómo lo concibió, no podía olvidar aquel lóbrego callejón, no podía olvidar esos ojos lujuriosos, esas manos fuertes y rudas, esa navaja en su cuello, sus propios sollozos de angustia, esa polla asquerosa entre sus piernas, en su interior y sobre todo los gemidos de obsceno placer de su violador. Ese niño era el fruto del peor rato de su vida. Y aun así, no podía dejar de quererle, no podía olvidar cómo recién nacido, recostado en su pecho, la miraba atento, inocente, con esos grandes y preciosos ojos, no podía olvidar la sonrisa de aquella boquita pequeña y tierna: fue un amor a primera vista. Del odio al amor hay un paso ¿qué culpa tenía la criatura?
Pero a pesar de ser un niño precioso, alegre, un angelito caído del cielo, era un niño enfermo; una malformación en su corazón se lo llevó a los tres meses de vida, sin tan siquiera haber salido del hospital, sin que sus tiernos y ávidos sentidos hubiesen vistos más que paredes blancas y respirado un pesado olor a desinfectante.
Una lágrima acaricia la mejilla de Cristina, y otra, y otra.
***
Lleva mucho tiempo aburrido, la observa; Allí está ella, de pie, contemplando un nicho con flores frescas y un blanco osito de peluche. La ve de lado, con el rostro parcialmente oculto por una negra y brillante melena que cubre también su espalda. Contiene con energía un llanto que amenaza desbordarse, su agitada respiración eleva y relaja unos pechos abultados y bien formados, dando movimiento a un jersey azul que entalla una estilizada figura. Esbeltez que confirmaban sus ceñidos vaqueros. Es una belleza, le recuerda a muchas mujeres; a todas cuantas poseyó y asesinó mientras estaba vivo.
La de él fue una vida triste, una vida en la cual apenas tuvo amigos, una vida en la que nunca fue capaz de conquistar a una mujer, de lograr la más mínima sonrisa de un corazón. Su vida fue la eterna soledad. Él no quería, pero ¿qué iba a hacer? Las mujeres le depreciaban y él no se lo merecía; era un buen tipo, amable pero tímido. Una timidez que le había hecho objeto de burlas, desprecios y ostracismo desde su niñez. Podía soportar el desprecio de los otros hombres, pero necesitaba el amor de una mujer, su abrazo de amor, salir de su soledad. Pero ellas le ignoraban. Hasta que, cansado, decidió vengarse y tomar lo que necesitaba. Primero las violaba, luego las mataba.
No las violaba por malicia o lujuria, no, él no era un monstruo, sólo quería demostrarles que estar con él no era tan malo. Pero ellas no aprendían, se empeñaban en resistirse, en denunciarlo. Tuvo que matarlas para no dejar testigos; él no hubiera encajado en prisión.
Pero tras un par de asesinatos descubrió el placer macabro de hacer sufrir a quien odias, a quien te odia. Aprendió lo que era sentirse poderoso; nunca se había sentido así. Hasta aquellas primeras puñaladas siempre se había sentido como un pajarillo indefenso. Y matar se convirtió en un placer similar al de la violación; el perfecto postre tras el banquete; hasta que llegó el fin de sus días.
***
Cristina se enjuga las lágrimas con el dorso de la mano, se gira y camina. Despacio, paseando. Al poco acelera el paso, no le gustan los cementerios. Tiene miedo, se siente observada, perseguida. No le da importancia, es absurdo, allí no hay nadie. Aun así acelera el paso. Pero a veces una sensación esconde mucho más de lo que parece.
2
Llega del trabajo a su desierto piso. Está cansada, un día duro en la zapatería. Señoras buscando un nuevo modelo de moda: señoras amables, cotillas. Señoras buscando zapatos con ancho especial y quejándose de los fabricantes Algunos señores educados que buscaban el típico zapato castellano. Niñatos a medio madurar buscando la ultracara zapatilla de moda.
En casa la jornada continúa; poner la lavadora, hacer la cama que no hizo por la mañana, recoger el salón. Y por fin la hora de cenar: unos canelones precocinados al microondas y de postre un helado de chocolate. Ve la tele hasta tarde, buscando en vidas de ficción una distracción para la suya propia.
Se acuesta, pero le cuesta conciliar el sueño; tiene miedo, ese miedo irracional que algunas noches nos embarga; miedo a sentirnos observados, a que haya alguien en nuestro dormitorio, al pie de la cama. Ese miedo estúpido que se disipa con el refulgir de una bombilla. Se acurruca abrazada al almohadón, de cara a la pared. Por fin se duerme, inocente como un bebé.
Amanece al son de un inmisericorde despertador. Vuelta a la vida; al café con prisas y esa clientela callada y ruidosa, de medias delicadas, de pies limpios, de calcetines sucios o de lycra desgarrada por una rápida carrera.
Pero al menos es viernes. Después del trabajo ha quedado con unas amigas en un intento por seguir adelante. Nada del otro mundo; comer algo por ahí, unas cañas y un cine. Al final, el plan se alarga un poco más de lo debido. Regresa a casa sobre las dos y con una copa de más. Despierta avanzada la madrugada, sobresaltada; juraría que algo le ha rozado una mano. Enciende la luz y no ve nada ni nadie; debe haber sido un sueño. No es tan raro, muchas veces cuando bebe tiene sueños extraños. Por desgracia, últimamente, bebe algo más de lo normal. Tiene frío, sin darse cuenta ha desecho la cama a patadas, por ello sus pies salen fuera de las sabanas y por eso tiene frío. Se levanta, va al baño, bebe agua, y ya más tranquila arremete las sábanas bajo el colchón y vuelve a dormir. Esta vez sin sobresaltos.
***
Es preciosa, le recuerda a una chica de la que estuvo enamorado allá cuando tenía veinte años. Le recuerda su rostro, su pelo. Sus labios en cambio se parecían a los de una guapa vecina suya. Se podría decir que se está enamorando, si no fuera porque su corazón está blindado al amor, forrado de un acero forjado a base de desencantos y desprecios. Sencillamente recordaba amores pasados, es difícil a veces separar el amor del recuerdo del mismo. Le gusta mirarla por las noches, le gusta verla respirar, notar su paz, su quietud, su dulce inocencia. Le gusta ver cómo se cambia de ropa, cómo se desnuda, cómo se ducha acariciando todo su cuerpo, ver cómo éste se estremece al contacto con el agua fría, cómo sus pezones se hinchan, cómo lava su sexo, acariciándolo suavemente. Le encanta verla comer, ver como lame con sus carnosos labios el tenedor, cómo lo introduce y lo saca de su boca. ¡Es preciosa! La noche anterior incluso se atrevió a rozarla la mano, quería acariciar también sus mejillas, pero se despertó. No hay prisa, quiere disfrutar de ella, contemplarla como a una obra de arte. Tiene toda su eternidad para estar con ella o con quien quiera. Así pasa los días: deleitándose con cada gesto, con cada desliz de sonrisa en ese rostro triste como el suyo, con cada paseo por el cementerio.
La ve vivir, comparte su vida con ella aunque sea como espectador. Es más de los que ha tenido nunca; jamás había vivido con una mujer, no había observado sus rutinas. Conoce a fondo su pavor, su asco, su desprecio y su miedo, pero no conoce cómo se acurrucan en el sofá a dormir una inocente siesta. Y una grieta comienza a abrirse, una grieta que desquebraja el blindaje de su corazón; un tímido germinar de enamoramiento, de obsesión, se abre paso.
3
Cristina sigue su vida, intentando sobreponerse a las desgracias y al dolor de los recuerdos, sin poder evitar verse asaltada por el miedo, el dolor, la rabia y la pena. Pero no es solo el recuerdo, quizá algo no marche bien en su mente pero tiene miedo; siente que nunca está sola que alguien la vigila. Le cuesta dormir, tiene la sensación de hay alguien a su lado, observándola. Su mente le causa malas pasadas; el trauma de la violación. O quizá la muerte de su hijo. Pero a veces no puede evitar creer que esa presencia es real; que es el fantasma de su bebé que busca su regazo protector, su abrazo maternal.
No es bueno para ella y lo sabe, necesita deshacerse de esa sensación, de esa obsesión. Lo primero es dormir bien, dar un descanso a su mente y a su cerebro: decide probar con somníferos. Lograr dormir pero intranquila, sin realmente descansar.
Durante el día intenta distraer su mente de mil formas, pero la sensación de sentirse observada siempre reaparece. No puede mantener constantemente la mente alerta, huyendo; no le es posible abstraerse de los sentimientos. Acaba por obsesionarse con su hijo; con un fantasmita que la busca ansioso y que, en el fondo de su corazón, ella también busca. Y se decide a encontrarlo.
Llama a echadores de cartas, para luego comprar un tablero Oui-ja. Prueba ella sola con nulo resultado e invita a unas amigas a tomar café para prepararlas la encerrona de participar en el juego. Tampoco funciona. Reza, pone velas, acude a adivinos y santeros casi con la misma frecuencia con la que visita la tumba de su hijo. No logra contactar con su bebé, pero la sensación de estar vigilada tampoco desaparece.
4
Hoy la ha visto llorar, acurrucada en su sillón en una aburrida tarde de sábado. Por la mañana había ido al cementerio; la tarde la ha pasado llorando arrebujada en su manta, abrazada un peluche que su hijo nunca tuvo fuerza para llegar a abrazar. Un peluche que aún se le antoja oler a Nenuco.
La ha visto llorando por la ausencia de su hijo, como tantas veces él había llorado por la ausencia de una mujer. Ella también es frágil, dulce. Y es tan apetecible, que en una mezcla de amor y deseo se acerca al sofá, se introduce bajo la manta, encima de ella, notando el agitado aliento de Cristina en sus labios. Y sin saber contenerse, la viola.
***
Despierta sobresaltada. Ha tenido una pesadilla ¡Ha sido tan real! Ha soñado que la habían violado, ha notado como la asían con fuerza de las muñecas, el jadear sádico de su torturador, con esa expresión de placer y triunfo en un rostro que no logra recordar. El sueño ha sido terriblemente vívido. Al despertar, le duelen las muñecas y en su sexo tiene la sensación de que hubiese sido forzado, esa maldita sensación, la misma que un año y medio atrás. Se levanta, con los huesos doloridos de dormir en el sofá y da un brinco asustada. Ha notado una especie de brisa en la nuca y otra en el pecho; como una suave caricia de viento. Suave, pero real, como si la pesadilla continuase aún en vigilia.
Los días transcurren, las pesadillas sobre violación se repiten, escociendo su sexo, amoratando sus muñecas. Está asustada, no duerme, reza, visita al psicólogo, a médiums y comienza a leer libros sobre íncubos. Se sabe vigilada. Comienza a faltar al trabajo por falta de fuerzas. Llama constantemente a sus amigas para evitar una soledad de pesadilla y trauma. Ellas se preocupan, piensan si acaso la tensión acumulada durante meses, si toda la suma de desdichas, no habrá acabado por hacerla enloquecer. Pronto su preocupación irá a más.
5
Lucía está tranquilamente es su casa, durmiendo, son las nueve de la mañana de un sábado. Suena el teléfono; es Cristina. Le cuenta un sueño horrible: Estaba tranquilamente en su casa, viendo la tele cuando llamaron a la puerta y apareció un hombre, al momento estaban en un dormitorio extraño, había una gran cama redonda, llena de cojines de todos los colores. Todo tenía un aire árabe, a cuento de las mil y una noches. El hombre empezó a acariciarla con lujuria. Ella se resistió, no quería, no conocía a aquel tipo de nada. Él insistió y le dijo que se dejase hacer, que no quería volver a forzarla, que se entregase a él por las buenas, que estaba cansado de violar gente. Pero ella se resistió; tenía miedo y quería huir, despertar de su pesadilla, pero ésta dio un nuevo giro. Desapareció el dormitorio y apareció un páramo neblinoso donde solo hay silencio. Un llanto quiebra la quietud; hay una cuna al borde de un precipicio y dentro de la cuna su hijo. El hombre le da un ultimátum; o se entrega a él o su hijo no estará a salvo ni en el más allá, le hará las cosas más horrendas, torturándole eternamente. Cristina, aterrorizada, perdida, con el corazón roto, se entregó a aquel ser pérfido. Cuando él acabó su deleznable diversión, Cristina despertó; asustada, empapada en sudor, con arañazos en el cuerpo y dolor en el vientre.
6
No le ha bastado con violarla, no. Eso lo ha hecho tantas veces... quiere que ella colabore. Quiere sentirse amado aunque sea mentira. Necesita que ella actúe como si fuese algo voluntario. Ha estado mal secuestrar al fantasma de su hijo. ¡Aquel pobre! Se le veía muy asustado; será un espíritu pero sigue siendo un bebé. Es la primera vez que hacía algo así, él no es malo, sólo se siente horriblemente solo y despreciado, sencillamente quiere un poquito de ese amor que no halló en vida y que no podía hallar en la muerte. Necesita que, al menos, alguien fingiese amarle, aunque fuese bajo coacción. Ha disfrutado tanto del cuerpo de esa mortal… No puede renunciar a ella y menos ahora que sabe como dominarla, ahora que tiene a su bebé en su poder. Ella tendría que entregarse a él un día, y otro, y otro y finalmente acabaría viendo la bondad de su corazón, leyendo su dolor y entendiendo que ambos están solos, que se necesitan el uno al otro.
***
Despierta en una habitación de hospital, con las muñecas atadas a la cama. Al cabo de un rato llega una doctora y que pasa horas interrogándola sobre sus sueños, sobre su hijo, sobre su violación, sobre sus consultas a adivinos y sus sesiones de oui-ja. Parece sufrir un conjunto de diversos trastornos mentales, pero antes de un diagnóstico preciso debe pasar un tiempo en observación; probablemente luego siga internada una buena temporada.
Pasan los días. Ella misma empieza a pensar que está loca. No puede dormir, tiene miedo. El sueño continua habitando en su cabeza; siempre él, sin rostro. Y el llanto del bebé al borde de un abismo.
Tiene que doblegarse, ceder a las depravaciones de ese canalla, pero no es sólo lo que le fuerza a hacer, es también lo que le obliga a decir. Le pide que le diga que él es el hombre más maravilloso del mundo, el mejor amante, el hombre más bueno sobre la faz de la tierra, que nunca le cambiará por otro, e incluso, que le ama.
La falta de sueño le afecta. A veces, aun estando despierta, le parece oír el llanto de su hijo. Algo le dice que en el fondo no solo es locura, que es algo más que una pesadilla. Siente que para su hijo el peligro es real como si un instinto maternal más allá de la muerte le mantuviese ligada a él. Ese ser le mantiene preso. Un ser cuyo reflejo ve en los espejos y en las ventanas, cuyos tocamientos siente incluso despierta, un ser que a veces parece tomar la forma de una sombra en los rincones. Cada vez más real, más fuerte cuanto más crece su miedo y al que le acaba por dedicar todo su pensamiento, encerrada en esa habitación en la que no hay distracción posible.
7
Lucía se siente culpable. No por haber llamado al psiquiátrico, sabe que eso fue lo mejor. Se siente culpable por no haber pasado más tiempo con Cristina antes de que enloqueciese. Y se siente culpable por no haber ido más a menudo visitarla a aquel hospital. Pasó mucho tiempo sin ir a verla, llamaba para interesarse por ella, pero no se atrevía a mirarla a la cara, sentía cierto remordimiento por haberla encerrado. Con el tiempo fue a visitarla acompañada de alguna amiga más. Pero las visitas fueron pocas y cada vez más esporádicas. Hasta el día que recibió la llamada del doctor. El camisón hecho girones para formar la soga, su cuerpo desnudo, lleno de moratones colgando de la lámpara, entre las piernas un reguero de sangre seca. Así acabó todo el dolor y la locura de Cristina.
El entierro ha sido bonito y concurrido; pero ya solo queda Lucía en el camposanto, contemplando como una boba la tumba de su amiga, como estuvo un día Cristina contemplando la tumba de su hijo. Lucía se gira y comienza a andar. Algo la hace detenerse y girarse; durante un segundo se ha sentido observada. No le da importancia, sencillamente nunca le han gustado los cementerios.
Atrás queda una tumba en la que reposa Cristina junto a su hijo. El cementerio queda atrás, vació y en silencio. Solo un oído especial, más sensible, podría haber oído un leve rumor, un murmullo que atraviesa una lápida; jadeos de placer, llantos de angustia y a lo lejos el gimotear indefenso de un bebé.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.