No podía quejarme, la gente me apreciaba y me sentía respetado y admirado por mis amistades, a los que gustaba mi manera de expresarme, mi forma de ser. Pero, ¿cómo me sentía yo en realidad? Cobarde, muy cobarde, pues tenía un secreto muy bien guardado que me hacía poco merecedor de tanto reconocimiento.
Mi problema se llamaba espectrofobia. Pero no. Esta palabra no suena tan dramática como su significado en lenguaje coloquial, pues no se trataba de una fobia cualquiera. ¡Tenía miedo a los fantasmas! No era miedo a las películas o a los relatos fantásticos, que incluso me gustaban. Era miedo de verdad a los fantasmas, un miedo que me acompañó desde muy pequeño y que persistió cuando crecí y me hice adulto.
Este temor se materializaba principalmente en la oscuridad y sobre todo al ir a dormir. Siempre en soledad, pues bastaba la simple compañía de alguien para que desapareciera todo pavor. Si por motivos de trabajo tenía que viajar solo, lo pasaba francamente mal en los hoteles a la hora de retirarme a la habitación. Dormía con una luz encendida y nunca me acostaba sin dar buena cuenta de varias botellitas de licor del pequeño mueble bar, pues siempre me resultaba más fácil acostarme si estaba un poco ebrio. Aun así, no podía dejar de mirar en la penumbra las sombras, a ver si vislumbraba alguna figura vaporosa, o imaginar que de debajo de la cama salía una mano fantasmal que me cogía la pierna. Lo pensaba con tanto realismo que a veces esperaba sentirlo de un momento a otro. Se me erizaba el vello de todo el cuerpo y sentía escalofríos.
Cuando murieron mis padres en un accidente de tráfico sentí que me hacía muy mayor de golpe, más adulto de lo que ya era, pues no tenía a nadie más por encima de mí. Sin embargo, el miedo a los fantasmas persistía. Me decía con frecuencia a mí mismo que tenía que superar esa fobia, pero no sabía cómo hacerlo. Pensé en decírselo a mi mujer, pero me moría de vergüenza cada vez que lo intentaba. Esa maldita educación machista que llevamos dentro me impedía dar el paso. La sensatez con la que reflexionaba sobre lo absurdo de mis temores no era suficiente para vencer un pánico que por definición era irracional. Me decía a mí mismo que ver un fantasma sería fantástico, pues resolvería la eterna duda de la vida después de la muerte, pero aun así el miedo seguía ahí, aferrado a mi interior, inamovible e imperturbable a todos mis razonamientos.
Al año del accidente, puse en venta la casa de mis padres. El día que tenía que entregar las llaves a la inmobiliaria, decidí hacer la última visita a la vivienda; era todavía de día así que no pasaba nada si iba solo. Hasta entonces fui siempre acompañado de alguien: mi mujer, la señora de la limpieza, el administrador de la vivienda…
Intenté de nuevo en vano encontrar el anillo preferido de mamá. Poco antes del accidente dejó de llevarlo porque le hacía daño en el anular. Mira que lo habíamos buscado por toda la casa, porque más de una vez había comentado que quería ser enterrada con él cuando falleciera, pero no hubo manera, lo tenía muy bien guardado. Decepcionado me dirigí al recibidor para marcharme, casi era de noche y no quería estar allí solo por más tiempo. Pero entonces, justo con la mano en el pomo de la puerta, me armé de valor y me dije ¡ahora o nunca! Sin darme oportunidad de pensar para no arrepentirme, llamé a mi mujer para decirle que me quedaría a dormir en casa de mis padres, pues era una forma de despedirme de la casa de mi infancia. Ella, conmovida por mi gesto y desconocedora de mis temores, me deseó muy buenas noches y me dio un sonoro beso por teléfono que yo correspondí.
Aquella parecía una situación de vida o muerte para mí, pues notaba como el miedo se iba despertando y me poseía, pero dispuesto a no desfallecer en mi intento, cogí del armario un pijama de mi padre que me puse tras desvestirme con rapidez. Apagué incluso la luz después de acostarme en la habitación de mis padres, quedándose todo a oscuras. Tenía que vencer aquel absurdo temor, tenía que vencerlo de una vez por todas y sentirme digno de mismo. Para ahuyentar la cobardía me dije que soñaría con mamá y que me diría donde estaba guardado el anillo. Repetí mentalmente esta idea como un mantra hasta que me quedé dormido, pero me desperté a las pocas horas, al sentir que algo sujetaba mi pierna.
Asustado encendí la luz y allí estaban, sentados al borde de la cama. Papá tocándome cariñosamente una pierna con la mano y mamá sonriéndome. Pero estaban horribles, verdosos a causa de la descomposición. Les dije que esas no eran maneras de presentarse y se disculparon. De golpe su aspecto mejoró, dándoles una apariencia muy saludable. Mamá se acercó a mí, quitándose el anillo del dedo y diciéndome “aquí lo tienes, no lo busques más”, mientras lo dejaba justo en el borde interior izquierdo de su mesita de noche. “No lo dejes ahí que se puede caer”, le dije, pero me contestó que ese había sido siempre su sitio.
Entonces caí en la cuenta de que aquello no era normal, pues no sentía nada de miedo. “Claro, estoy soñando”, me dije y me desperté, pero está vez de verdad. Encendí la luz, todo estaba en calma y en silencio. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al pensar en el sueño. Recordé el comentario de mamá sobre el anillo y giré la cabeza para mirar, esperanzado, la mesita de noche, pero no, encima de la mesita sólo había la pequeña lámpara de lectura. Me quedé reflexionando unos momentos, abrí el primer cajón y miré en la esquina interior izquierda. Allí estaban plegados un par de pañuelos de tela que mamá dejó de usar cuando se acostumbró a los de papel. Ya los había visto antes. ¿Y sí? Los cogí y efectivamente, entre los pliegues de uno de ellos estaba el dichoso anillo. Me lo puse en un dedo y aún lo llevo, no me separaré de él hasta que llegue mi hora. Por fin superé ese absurdo temor. Mi voz racional interior me decía que era posible que lo que pasó en casa de mis padres no tuviera nada de sorprendente, que igual simplemente recordé algo que había visto de manera fugaz y que mi mente había enterrado en mi subconsciente, hasta aquel sueño. Pero la verdad es que me daba igual, lo importante es que desde ese día ya no los temí, desde entonces ¡no tengo miedo a los fantasmas! Y más importante aún, tampoco tengo miedo a la muerte. Ahora tengo la convicción de que en realidad la muerte no existe.
***
La enfermera abre la puerta, enciende la luz y se queda unos momentos observando a la chica, que está ya despierta.
—Buenos días Laura. ¡Caramba, que madrugadora! Con lo dormilona que eres tú —sonríe—. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
—Buenos días Carmen, Estoy bien, gracias. ¿Se sabe ya el resultado de las últimas pruebas? —dice la chica incorporándose un poco en la cama.
—Dentro de un ratito pasará la doctora y te lo explicará. Tranquila, seguro que ha salido todo bien. Si no fuera por tu asma seguramente no te hubiera afectado tanto. Eres una chica fuerte y te recuperaras muy pronto; ya sabes, parece que a este virus no le gusta demasiado la gente joven. Por cierto —se acerca a la cama—, en la habitación seiscientos tres había este sobre para ti.
La chica lo coge intrigada. En la parte delantera pone Para Laura con una letra muy pulcra. Se entretiene en abrirlo con cuidado, mientras la enfermera se acerca a la ventana para descorrer las cortinas. Palpando el sobre nota que en el interior hay algo metálico; le da la vuelta y un objeto circular, de color dorado, cae encima de las sábanas.
—¡Es el anillo! El señor de la seiscientos tres es encantador, muy culto y educado —dice la chica probándoselo en el anular de la mano izquierda—. Y cuenta unas historias muy curiosas.
Gira la cabeza para dirigirse a la enfermera que aún le da la espalda, peleándose con una de las cortinas que se resiste a ser descorrida.
—Por eso estoy despierta, ha estado de visita aquí hace un momento. Me ha dicho que ya se marchaba, pero que no podía irse sin despedirse de mí y me ha explicado la historia de este anillo. Deberías haberlo oído, parecía un cuento. —sonríe, mientras levanta un poco el brazo y mira cómo luce el anillo en su mano— ¡Que amable! Ahora lo entiendo, es su forma de decirme que todo saldrá bien.
—¡Ay! Laura, no lo creo —dice la enfermera, terminando de descorrer la dichosa cortina y dándose la vuelta para mirarla—, sería otro día. Seguramente estás un poco desorientada por la medicación. Ayer noche el señor de la seiscientos tres falle… —se interrumpe al ver la expresión de felicidad de la chica, embelesada mirando el anillo.
—Es un anillo quita miedos, ¿sabes? … Perdona, ¿qué me decías?
—Nada importante cariño — dice la enfermera acercándose a la cama para alisar los pliegues de las sábanas, guiñándole un ojo—. Tengo que seguir con mi ronda. Ya me contarás lo del anillo más tarde.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.