Círculo de frío
Los habrá mensajeros, Malakhim, y los habrá verdugos, Shedim; y estos castigarán sin piedad ni pasión los peores crímenes. Porque tan solo los humanos y las palomas superarán en crueldad a cualquier otro ente de la creación.
Incluso a los demonios.
Del «Génesis apócrifo» de Astiages, el medo.
¿Crees, en tu ignorancia, que escaparás de las figuras espectrales que te persiguen, que lograrás encontrar donde refugiarte a tiempo, que no te alcanzarán, que el cruel afán de tus perseguidores cesará?
Los oirás tras de ti, esa cabalgada de sonidos fantasmagóricos atenuados por la gélida niebla nocturna, de ladridos infernales que parecen venir de todos lados, de relinchos salvajes, flamígeros, que producen vahos intensos; los oirás tras de ti, digo, y tú correrás. Te arderán los pulmones quemados por el frío, se te entumecerán las manos enrojecidas por el aire helado y tus pies parecerán la laceración de el hielo y las lascas del camino.
Dejarás la figura impresionante del palacete tras de ti para correr hacia el bosquecillo que comienza al coronar la colina. Te apresurarás a llegar porque pensarás que no serán capaces de llegar hasta allí, que habrá un límite que no podrán traspasar. Oirás las voces en esos idiomas extraños envueltas en un aire sobrenatural.
Pero llegarás a los primeros árboles y sabrás que te has equivocado. Tus perseguidores sabrán encontrarte, habituados a la caza por esos parajes; tú serás una alimaña más a la que apresar o matar. Te detendrás un momento y te volverás para tratar de verlos: allí estarán, como una aparición ctónica surgida para tu daño. El pelo, empapado por la neblina, te estorbará y te lo apartarás mientras tomas aire. Parecerá, así mojado, mucho más oscuro que su rojo anaranjado natural; notarás como sus ondas se pegan al breve camisón y éste a tu cuerpo. Tiritarás por tu piel aterida y por el miedo. Éste te hará correr de nuevo.
Sentirás que te fallan las fuerzas cuando bajes la colina hacia un pequeño valle por el que repta un arroyo de fango y lodo frígido. Sentirás que cada paso hacia abajo es una incógnita, una duda sobre si aguantarás sin caerte. Sentirás que las ramas caídas, pútridas, y las raíces de los árboles te hacen tropezar, dañan tus piernas y pies, pero no te valdrán de apoyo al desquebrajarse a la mínima presión. Al final, dando traspiés, llegarás a la misma orilla y no necesitarás pensar cómo atravesar el arroyo porque caes a medias dentro de él. Te aturdirá la sensación helada que te invadirá, la hipotermia te hará dudar si rendirte, si no es mejor terminar del todo y descansar. Lograrás salir, empapada, sucia, arañada, arrastrándote por el otro margen.
De nuevo, aterida, subirás. Una luna menguante te regalará, con desgana, algo de luz entre guedejas esponjosas de niebla que se pegarán a ti y al suelo. Una luz sin temperatura, hecha de puro desánimo que valdrá, cuando llegues arriba, para decidir volver a la casa ahora que ellos están fuera. Allí, pensarás, hace calor y, con algo de suerte, podrás deshacerte de los que te persiguen, que, si bajas por tu izquierda hasta cruzar un cierto murete, podrás llegar con más facilidad que tus caballeros seguidores.
Esta idea te animará y retomarás la carrera ya muy limitada como estarás por las heridas y las pocas fuerzas. Bajarás y caerás de rodillas varias veces, incluso alguna de bruces, y para levantarte y seguir sólo te valdrá tu temor. Allí, los árboles comienzan a ralear y se hacen más abundantes las enredaderas, que rastrearán entre tus pies para que casi tengas que andar a cuatro. Y así, llegarás al muro. Aunque impresionante, se te asemejará más algo más bajo, como si hubiese encogido con los años, y las parras trepadoras de uvas ácidas que lo cubren, más viejas y oscuras. Te aferrarás a las frígidas piedras amontonadas sin argamasa que forman el murete. Treparás, y te darás cuenta que de lo mucho que te cuesta por no tener el ímpetu de la infancia, por tu cansancio y porque el frío te envarará. Pero oirás o creerás oír los perros acercarse y sólo el muro podría salvarte de ellos. Tus manos garfearán entre las plantas y las grietas, tus pies se afianzarán o resbalarán sobre los bastos sillares, hiriéndote aún más. Cuando tu cintura llegue a la cimera, te volverás; no sabrás si son lágrimas o rocío lo que resbala por la albura de tus mejillas. Respirarás deprisa, desesperada, y el aire que entrará y saldrá rasgará tu nariz y tu garganta. Verás a los perros, dos furias níveas iluminadas por la cada vez más alta e indiferente luna, y sentirás los dolores: el de la angustia, el de tus pies llagados, el de tus piernas lastimadas, el de tu pecho ardiente, el de tus manos de uñas ensangrentadas. Casi te arrojarás en tu ansiedad hacia el otro lado. No te darás cuenta que los bloques de allí arriba, más sueltos que los otros, podrían aguantar el peso de una niña, pero no el de una mujer adulta que sube con prisa. Y caerás.
No será lo peor el dolor del golpe, ni siquiera el que producirá algunas de las piedras que habrán caído sobre tu hombro y tu cuerpo. Boca arriba mirarás hacia el pie que ha quedado atrapado por una enredadera pegado al muro. Mirarás y lo verás algo torcido y elevado, tirando de tu pierna, y que provocará que el camisón recogido deje al descubierto tu ombligo y tu sexo naranja, ahora gris fantasmal.
¿Rememorarás en ese momento los juegos con tu gemela por toda la finca, como cuando os escapasteis saltando ese mismo muro, y los juegos que emprendías tú sola con los gatitos que te fascinaban, con esos cuellos tan suaves y tan morbosos que, cuando apenas habías cumplido los diez, gustabas de apretar con extraña excitación hasta que dejabas de sentir los latidos; o cuando viste el cuello de tu nueva hermana, tan suave, tan tentador, que también tuviste que apretar con tan solo dos dedos, y saliste sonriendo de su habitación por el escabroso placer que habías sentido y porque suponías que nadie te iba a descubrir; o cuando tu gemela se comprometió con ese extranjero y que quiso deshacerte de ti, por sospechar lo que podría ocurrirle a sus futuros hijos, enviándote con tu tía a un convento, pero que, en una visita casi furtiva de nuevo a la casa, lograste que cayese en el viejo pozo que tú sí conocías y el tal extranjero, tras superar el dolor, se comprometió contigo; o cuando al propio hijo de tus entrañas le tuviste que hacer lo mismo que a tu hermanita bebé, pero esta vez ese oso en miniatura, horrible, bajito, barbudo, tuerto y lleno de cicatrices que era el hermano de tu esposo, te descubrió, te agarró del brazo mientras hacía retumbar su voz de bajo profundo por todo el palacete en esa jerga infernal que habían traído de lejos, y cómo tú te habías sacado el largo alfiler de plata y bronce del pelo y se lo habías clavado en el ojo sano hasta el cerebro y después habías tenido que huir con el largo pelo suelto, descalza y en camisón para evitar que te despellejasen viva por los dos asesinatos, renunciando al buen vivir en tu casa con la fortuna de tu marido extranjero que tan bien acariciaba el vello que miras?
Doloroso será el proceso de sacar el pie de su trampa y de andar los cientos de metros por el camino que lleva a la casa. Contarás, eso sí, con que ellos tendrán que rodear el atajadizo y tú ya estarás tambaleándote o gateando por el sendero. Apenas quedarán unos metros cuando, ya agotada y helada, avanzarás arrastrándote dando brazadas, arañando el suelo como si trepases por una pared horizontal. Llegarás a tocar el granito del arranque del par de escalones que llevan a la pequeña puerta de servicio del oeste para cerrar el frío círculo de tu persecución. Y, justo en ese momento, uno de los perros atenaceará de forma terrible tu pie sano y te comenzará a halar hacia atrás por la grava escarchada. Gritarás de dolor, de desfallecimiento, de impotencia, de miedo, de rabia...
¿Crees, en tu soberbia o en tu ignorancia, que escaparás de las figuras espectrales que te persiguen por tus pecados, que lograrás encontrar donde refugiarte a tiempo, que no te alcanzarán para castigarte por tus crímenes, que el cruel afán vengativo de tus perseguidores cesará?
No, ellos tendrán eternamente su venganza y tú, tu castigo.
Per secula seculorum.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.