La ínsula del Infierno
Tinerfe, diciembre de 1495
Por fin llegó el atardecer. El día había sido muy seco para la época del año y los fugitivos agradecieron que el sol se batiera en retirada.
Encabezaba la marcha Íñigo de Urdaneta, a quien todos llamaban Vizcaíno. Fue una sorpresa para los otros desertores que un soldado tan aguerrido y experimentado decidiera unirse al grupo.
Lo seguían Curro de Barrameda y Titín Sánchez, gaditanos, vecinos de toda la vida, un dúo bien conocido porque, siendo tan amigos, no podían ser más distintos: Curro era grande, ruidoso y peludo; Titín, pequeño, tímido y barbilampiño.
Cerraba el desfile Lope Tejedor. No eran pocos los camaradas de armas que ponían en entredicho su salud mental y eso le había dado el sobrenombre de Alunado. Lejos de molestarle, parecía disfrutarlo.
Los cuatro eran supervivientes de la reciente batalla de la Laguna, en la que los conquistadores castellanos derrotaron a los guanches nativos. Pese a la victoria, muchos cristianos murieron o terminaron heridos de gravedad. Las siguientes semanas fueron terribles; apenas tenían provisiones y se vieron faltos de comida y descanso. Por si fuera poco, una enfermedad conocida como modorra guanche se extendió por el campamento y fulminó a los más débiles. Hartos de tanta penuria, decidieron desertar.
El plan era huir hacia la costa, donde un primo de Curro los escondería en la bodega de su barco hasta que pudieran zarpar de vuelta a Castilla. Intentaron abandonar el campamento con sigilo la noche anterior, pero fueron descubiertos y se vieron obligados a salir corriendo. Por temor a que enviaran jinetes tras ellos, decidieron dar un rodeo y marchar por caminos tortuosos y empinados. Fue una jornada agotadora.
Quizás no confiaran demasiado en la cordura de Lope, pero sí en su vista, muy aguda. Informó de que había distinguido figuras entre los lejanos acebuches y parecía seguro de que los seguían; podrían ser sus compatriotas o bien los guanches. Conocía la zona y la existencia de varias cuevas en ella, por lo que sugirió buscar una y usarla para esconderse y descansar.
―No es mala idea ―asintió Íñigo―. Será difícil que rastreen nuestras huellas sobre este terreno rocoso.
Casi por azar, dieron pronto con un buen refugio, una oquedad estrecha y reducida oculta tras unos cactus. Curro, que fue el primero en entrar, maldijo cuando se golpeó la cabeza con el techo:
―Su puta madre. No se ve nada aquí dentro.
Lope comenzó a encender fuego mientras los demás intentaban acomodarse. Gracias a su complexión menuda, Titín encontró un rincón donde pudo incluso estirar las agotadas piernas; al hacerlo, sus pies toparon con un bulto. Se inclinó para inspeccionarlo en la penumbra justo en el momento en que Lope logró prender una yesca. Se hizo la luz y el pequeño soldado se encontró cara a cara con el rostro rígido y ennegrecido de un cadáver.
Lanzó un chillido inarticulado y dio un respingo. Como no había demasiado espacio, chocó de forma inevitable con uno de sus compatriotas. Curro ya iba a reñirlo cuando vio también al quinto y difunto ocupante de la cueva.
―¡Jesusmariajosé! ―gritó mientras intentaba santiguarse de forma repetida y sin mucho tino.
―Bueno, ya vale ―pidió Íñigo―. Basta de algarabía, que este ―señaló el cadáver con el mentón― pocos problemas ha de darnos. Es solo un guanche muerto.
―¡Copón!, pero miradlo ―habló Curro sin apenas separar los dientes, seguro que para que no le castañearan―. No se ha podrido, ahí está, reseco. Qué brujería es esta.
Los nativos de la isla eran más altos que los de Las Palmas o Lanzarote; aquel podría superar en estatura a Curro. Lo cubrían pieles de animal curtidas por los años hasta quedar tiesas y quebradizas como el propio cuerpo que arropaban, de modo que solo era visible la cabeza, los pies y los dedos de una mano que asomaban de forma espeluznante entre las pieles, como para sujetarlas y que no cayeran. El excelente estado en que se conservaba el cráneo sorprendió a los castellanos, pues los rasgos se diferenciaban a la perfección; era un varón de nariz amplia y algo chata, pómulos marcados y el pelo rizado recogido en una coleta. Los párpados, ligeramente cuarteados, estaban salpicados por alguna pestaña. La rigidez de la muerte había hecho que los labios retrocedieran, cerrados en una línea fina y firme. Su expresión era la de una persona de mediana edad severa y meditabunda.
―Así descansan en paz los importantes entre los guanches ―explicó el vasco―. Dejan sus cuerpos en el interior de cuevas.
El Alunado asintió con entusiasmo y añadió con tono fascinado:
―Sé de buena tinta que les vacían las tripas y meten musgos y hierbas en su lugar. Y untan la piel de los cadáveres con resina para conservarlos. ―Contemplaba el hallazgo con verdadero interés, casi con veneración―. Por eso parece un arenque desecado.
El cuerpo guanche los tuvo como hipnotizados un rato más, hasta que Titín suspiró quejumbroso.
―Cómo he terminado aquí, prófugo de mi propia gente, escondido en una tumba ―se lamentó.
Curro replicó:
―Igual habrías preferido morir batallando en un jodido barranco, idiota, que es lo que planeaban los mandamases. Tu madre me habría molido a palos cuando regresara a Cádiz sin ti.
―Quizás ganemos la siguiente batalla ―dijo Íñigo con voz átona. Sus ojos seguían fijos en el cadáver, pero su mirada desenfocada indicaba que su mente estaba en otro lugar―, igual que ganamos la batalla de la Laguna el mes pasado.
―No me jodáis, Vizcaíno. ¡Que vos digáis eso, tan experto en ciencias militares como os creéis! Hasta aquí el compadre Titín y yo, que somos dos analfabestias, sabemos que en la Laguna vencimos por pura suerte. Si llegamos a marchar una hora más tarde, los guanches nos habrían cazado en una emboscada para hacernos caer como chinches en otra matanza como la de Acentejo.
»Los capitanes se empecinan en llamar a este lugar horrendo Tinerfe porque nadie sabe qué significa ese palabro. Pero, en el barco, unos marineros genoveses me dijeron su verdadero nombre: ¡Ínsula del Infierno!
»¡Y eso es lo que es! Aquí no hallaremos la gloria ni las riquezas que se nos prometieron, solo la muerte en manos de esos nativos de corazón tan negro como su tierra. Y los afortunados que sobrevivimos a sus lanzas luego solo podemos esperar a contagiarnos de modorra guanche y cagarnos encima hasta que se nos va la vida por el culo.
―Me repugna vuestra falta de coraje.
Curro respondió con una risotada.
―No vayáis de digno vos ahora, Vízcaíno, que sois tan traidor a Castilla y tan cobarde como nosotros. ¿O qué hacéis aquí si no? ¿Eh?
Íñigo lo miró con odio y tanteó el pomo de su daga. El otro solo tuvo que echar una mirada a su propio cuchillo de tamaño descomunal y sonreír de forma desafiante.
―Como hay Dios que daría mi vida por la gloria de Castilla si fuera necesario ―aseguró el vasco―. Y ojalá hubiera muerto en la Laguna, así os lo digo; me habría evitado la vergüenza que vino después. ―Hizo una pausa; parecía reacio a continuar―. Las atrocidades en esas aldeas…
Los otros supieron de qué hablaba. Para sobrevivir a las penurias posteriores a la batalla, los capitanes ordenaron realizar pillajes en los campamentos guanches cercanos, apenas defendidos por ancianos armados. El objetivo era conseguir provisiones, pero las heridas abiertas en batalla, físicas y mentales, eran recientes y muchos soldados se dejaron llevar.
―Aquellas mujeres y niños… ―Íñigo cerró los ojos. Cuando los abrió, se habían humedecido―. Eso es de lo que huyo, no de la muerte, sino de la deshonra.
Nadie tenía más que aportar, así que se echaron sobre sus capas y terminaron por quedarse dormidos, pues estaban muy fatigados. El último fue Titín, quien no lograba apartar la vista del aterrador cuerpo desecado que tanto desasosiego le causaba. Llevaba unas candelas que le había bendecido el párroco de Santa Cruz de Cádiz el día antes de embarcar; prendió una y se propuso rezar diez avemarías para pedir protección a la Virgen. Cayó vencido por el sueño antes de terminar la tercera.
Cuando la crudeza de la pesadilla superó su agotamiento, Titín despertó con un respingo y abrió los ojos de par en par.
Y la nueva pesadilla fue mucho peor.
La vela que había encendido creaba preciosos reflejos carmesíes sobre la gran mancha que se iba extendiendo por el suelo.
Lanzó un alarido. Curro y Lope despertaron al instante. Íñigo no.
Íñigo ya no iba a despertar. Sus ojos desorbitados estaban fijos en algo que quedaba tras la barrera que separa vida y muerte, la boca se había congelado en un grito mudo y la garganta hendida desparramaba sangre con generosidad.
―¡Hijoputa! ―bramó Lope. Volvió su rostro lentamente hacia Curro y gritó―. ¡Lo habéis acuchillado! Por fin encontrasteis la oportunidad que llevabais tiempo esperando, ¿eh, cabrón?
Desenvainó una daga e hizo amago de echarse sobre él, pero el andaluz, que era rápido para alguien de su tamaño, acertó a coger una pesada piedra del suelo, estrellarla contra la frente de su agresor y dejarlo aturdido.
―¡Jodido Alunado! ―Le arrebató el arma a Lope y lo amenazó con ella―. Yo no le he tocado un pelo al Vizcaíno, ¿me oís? ¿Es que no lo visteis ayer noche, apenado como estaba? ¡Se habrá suicidado!
―Ha sido él… ―murmuró Titín.
―Tienes razón, compadre ―asintió Curro―. ¡Ha sido este tarado! Todos saben que está loco, al fin y al cabo.
―¡No! ―protestó el soldado menudo―. ¡El guanche! ¡Ha sido el guanche!
Los otros dos callaron y alternaron sus miradas entre el cadáver del nativo y Titín.
―¿Es que no lo veis? ¡Se ha movido! ¡Su mano! Cuando llegamos apenas asomaba; ahora… ¡Mirad!, sobresale de entre las pieles hasta el codo.
―Mierda, Titín ―musitó Curro―. El Alunado te ha contagiado su locura. No creerás que…
―¡Chitón! ―lo interrumpió Lope. Apagó su linterna. Solo la pequeña candela alumbraba entonces la cueva.
―¿Y ahora qué…? ―empezó Curro, con su vozarrón.
―¡Callarsus, hostias! ―dijo el Alunado―. He oído algo… ―Asomó hacia el exterior y susurró―. No, no… Cagüendiez, qué cerca andan, los tenemos encima… Pero… el Vizcaíno dijo que no podrían seguir el rastro hasta aquí… Si guardamos silencio, quizás no den con nosotros.
Volvió a meterse en la cueva, sin dejar de mirar hacia el exterior. Curro, que no le quitaba ojo, mantenía su gran puño cerrado con fuerza en torno al cuchillo. Titín estaba desarmado, así que, con disimulo, hizo de tripas corazón, se aproximó al cadáver de Íñigo y estiró el brazo para coger la daga de su cinto. No pudo evitar volver a echar un vistazo al horrible guanche, que estaba cerca. Abandonó toda precaución, se giró para hacerse un ovillo de cara a la pared y cerró los ojos, aterrado por aquella última visión del cuerpo reseco, con su rostro ladeado de mirada maliciosa y boca entreabierta que parecía susurrar palabras de muerte.
Titín se esforzaba en pronunciar cada sílaba de cada avemaría para evitar dormirse.
―Ave Maria, gratia plena, Dominus Tecum…
Alguien se movió y salió al exterior. Seguramente Lope, que quería echar un vistazo.
Se sentía observado, lo notaba en forma de molesto hormigueo en la nuca. Imaginó los ojos del guanche fijos en su persona, y quizás también los de Íñigo. Se sentía mal por haber saqueado su cuerpo, aunque él ya no iba a necesitar la daga, pensó. Se preguntó si no sería cristiano cerrarle los ojos a su compatriota, pero la sola idea de volverse hacia los cadáveres lo espantaba hasta casi el desmayo.
―…Benedicta Tu in mulieribus…
Escuchó un murmullo ininteligible que duró unos segundos. No podía ser Curro, pues era incapaz de hablar tan bajo, no tenía esa capacidad. Pero si estaba en lo cierto y Lope había abandonado la cueva, entonces….
―…et benedictus fructus ventris Tui, Iesus…
…¿quién susurraba?
No. No se giraría. Pasara lo que pasase.
―…Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus…
―Copón, pensaba que nadie se había enterado, fui cuidadoso. ―Aquella sí era la voz de Curro. Su tono pretendía mantener su habitual confianza, pero se percibía temor en él―. Sí, sé que estuvo mal, pero no pude contenerme. Llevaba meses sin tocar a una mujer y ella… Bueno, era solo una guanche, ¿no?
Un golpe, otro. Rápidos y húmedos. La queja de Curro fue tan corta que no pasó de un simple gemido ahogado. Luego, su corpachón se desplomó como un fardo.
―…nunc, et in hora mortis nostrae…
Titín esperó su turno. En cierto modo, estaba preparado. Tomo entre sus manos la vela bendita y se encomendó a la Virgen.
―…Amen.
Al cabo de un par de minutos, una gota de cera derretida le abrasó la mano. Dio un respingo y, sin querer, se giró hacia donde yacía Curro. Su garganta era una masa informe de carne y borbollones de sangre. Siguió la mirada cristalizada de su amigo y descubrió que se cruzaba… con la del guanche.
El cadáver reseco parecía haberse incorporado con la espalda reposada en la pared. Su rostro era feroz, animal, muy abiertos los ojos, los dientes al descubierto. Diríase incluso que el huesudo dedo de su mano lo señalaba, acusador.
―¡Mira por dónde! ―gritó Lope. Era asombroso el sigilo de aquel hombre; había vuelto a la cueva y Titín no sintió su presencia hasta que decidió hablar―. No me lo esperaba. Así que al final fue este monaguillo quien abrió el gañote de mi buen amigo el Vizcaíno. ―Se deslizó hacia el guanche y giró la cabeza del cadáver para que mirara a Titín.
»Y también ha apiolado a su compadre Curro, por lo que veo. ―Miró de reojo al nativo y siguió, con tono cómplice―: Ahora estará tratando de decidir quién de nosotros dos será el siguiente. ―Como por arte de birlibirloque, un estilete apareció en su mano―. Pues te digo una cosa, ¡conmigo no se va a dar tanta maña!
Lope se lanzó al ataque. Titín aprovechó su tamaño y se escurrió bajo la hoja rival. El Alunado quiso asestar otra cuchillada, pero le fue difícil moverse en la pequeña cueva y tropezó con uno de los cadáveres que la alfombraban. Titín se dejó llevar por el subconsciente de animal acorralado que en ese momento dominaba su mente, sacó la daga que le había arrebatado a Íñigo y la clavó en el vientre de Lope. El aullido de dolor que recibió a cambio fue el mejor regalo que le habían hecho en aquella isla maldita, así que repitió. La segunda puñalada hizo que la hoja se quedara atrapada entre las costillas; no logró retirarla y quedó desarmado.
Pese a que sangraba profusamente, Lope profirió un rugido enloquecido y lo golpeó con el codo. La espalda de Titín chocó contra la pared… y la atravesó.
El pequeño soldado cayó hacia atrás, hacia la oscuridad. Cascotes de piedra rodaban a su alrededor y lo golpeaban. Terminó tendido en el suelo, tan dolorido que solo podía mirar hacia arriba.
La pared derribada no era natural, sino un muro de piedra seca levantado por los guanches, quizás para separar la cueva de la que había caído de aquella segunda. El terraplén por el que se había precipitado era muy empinado, pero no lo suficiente como para trepar por él y salir… o para que el Alunado bajara para rematarlo.
Arriba todo era silencio. Lope debía de haberse desangrado por fin.
Se incorporó. La candela había caído con él durante la refriega. Su luz temblorosa le permitió examinar la amplitud de la nueva caverna y…
―Ave Maria, gratia plena, Dominus Tecum.
…su contenido.
―…Benedicta Tu… No, no…
Habría diez, puede que más, doce, quince o ¡una veintena! Similares al primer cadáver, los guanches reposaban totalmente secos y envueltos en sus pieles.
―…Ave Ma… Ave…
Una cripta. Puede que el muerto de arriba solo fuera… una especie de guardia…
Distinguió algo con el rabillo del ojo. ¿Se había movido uno de esos cuerpos… o era una ilusión creada por la luz titilante? Se giró hacia el otro lado. Lo que había visto de soslayo ¿era una sombra arrojada contra la pared… o un cadáver que se había alzado?
―… gra-gratia plena, Dominus Tecum…
Rezó con más fuerza. Se estaba volviendo loco o quizás, en efecto, todos aquellos cuerpos se movían furtivos cuando no los contemplaba de forma directa, cuando miraba hacia otro lado.
―Y amén.
Por supuesto, el ataque le llegó por la espalda.
Los dos soldados salieron de la cueva con rostro descompuesto.
―Informad ―ordenó su superior, que esperaba fuera junto al resto de exploradores.
―Son los desertores, sargento. Dos en la entrada de la cueva. Un tercero cayó por un terraplén. Todos degollados como animales. Falta uno, Lope Tejedor, al que apodan Alunado. Ni rastro de él.
El oficial asintió.
―Lo conozco, un soldado veterano; llegó de los primeros junto con aquella expedición que pactó con las pocas tribus nativas que se unieron a nosotros. Nunca me gustó, confraternizaba demasiado con los salvajes.
»No puede andar lejos. Buscaremos en…
―¿Sargento? ―pidió el soldado que había dado el informe.
Su superior, impaciente, hizo un gesto para que continuara.
―También hay… guanches muertos. Quizás sea una de sus tumbas.
―¿Qué relevancia tiene eso?
―Sus cuerpos, sargento… No se han descompuesto ni…
―Habrán muerto recientemente.
―¡No! Parecen antiguos. Es como si…
―¿Creéis que todo eso nos ayudará a dar con el cuarto desertor?
El soldado lo pensó un rato. El compañero que había entrado con él negó con la cabeza de forma significativa.
―Eso pensaba. ―El oficial dio así por terminada la conversación y continuó bramando órdenes.
Los dos soldados que habían visto la cueva se apresuraron a obedecer, aunque fuera por tratar de olvidar los rostros cadavéricos de los guanches, todos girados hacia los castellanos muertos, con los ojos abiertos y las comisuras de sus bocas desgarradas para formar una sonrisa diabólica.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.