El sheriff Douglas Howard Paltrow se apeó de su Cherokee y se dirigió por el camino de grava hasta la casa de Greg “Old Major” Thompson.
Cuando el sheriff se disponía a asestar un buen par de golpes a la puerta de entrada, pensó que él y Greg se conocían desde la infancia. “¡Cincuenta malditos años!”, masculló para sus adentros, al tiempo que aplicaba sus nudillos a la corteza de nogal.
El sheriff se echó para atrás, escupiendo una buena dosis de tabaco, cuando la puerta se abrió con un rechinido.
—¡Hola, Doug, viejo coyote! —Old Major adelantó su rostro rubicundo y sus rudos modales del oeste de Utah y miró a Paltrow de hito en hito—. ¡Pasa, viejo demonio, pasa! —Le franqueó el paso y el sheriff, silencioso, cruzó el umbral.
Olía a encierro, a cigarrillos y a cerveza.
—¿Quieres una bebida, Doug? ¡Oye! ¿Estás de cacería? —Thompson apuntó su lata de cerveza hacia el rifle del recién llegado—. Cualquiera diría que quieres agenciarte a un par de pieles rojas, ¿eh, Doug? —Le alcanzó la cerveza y ambos pasaron al living. Tomaron asiento ante la mesa de paño verde donde acostumbraban jugar al póker con los hermanos Halliday—. ¿Y bien, Doug? ¿Me dirás qué se te ofrece, o deberé echarte a puntapiés de mi apestosa pocilga? —Greg estalló en una risotada, mientras sus grandes manos castigaban la superficie de la mesa—. ¡Vamos, hombre! —continuó, restregándose los ojos—. ¿Qué demonios te pasa? ¡Ríete!
La voz cascada del sheriff resonó finalmente entre las cuatro paredes:
—¿Sabes qué, Greg? —Paltrow paseaba la vista por los portarretratos expuestos sobre la chimenea—. Creo que eres un maldito hijo de perra, ¿está claro?
Thompson abrió la boca, pero no dijo nada.
El sheriff desvió la vista de los recuerdos y la concentró en el enmudecido anfitrión.
—Oye…, Doug, ¿qué te pasa? —Old Major rodeó el antebrazo de su amigo—. ¿Peleaste nuevamente con Sue Ann? ¡Oh, vamos! ¡Ya te dije que a las mujeres hay que…!
—Sue Ann está muerta. La encontré hecha pedazos en el granero. Aparentemente fue un animal. —Paltrow retiró la mano que yacía trémula sobre su antebrazo—. Fue la misma bestia que dio muerte a las cabezas de ganado de los Peabody.
Thompson echó su silla para atrás, se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre el teléfono.
—No tienes por qué llamar a la policía, Greg. Yo soy la policía, ¿recuerdas? Como cuando éramos niños… Tú siempre eras el apache; yo, el cowboy. Yo salvaba… —Paltrow tragó saliva—. ¡Yo salvaba a Sue Ann, que era la dama en apuros, con un demonio!
Thompson, petrificado, exangüe, observaba desde su puesto, aferrando aún el tubo del teléfono.
Intentó abrir la boca, pero el hombre de la placa al pecho se le adelantó:
—¿Qué hora es?
—¿Qué? ¿Qué dices? ¿La hora? —Thompson señaló un reloj de péndulo colgado de la pared—. ¡Ahí tienes la maldita hora, viejo demente!
Paltrow dirigió una mirada lánguida hacia la pared. Estudió el cuadrante del reloj con los ojos fruncidos, mascullando por lo bajo.
—Oye, Doug, creo que no estás bien, ¿eh, amigo? Creo que haré esa llamada después de todo y…
—Se acerca la hora —observó Paltrow, y cruzó el rifle sobre las piernas.
—¿La hora? —Thompson no apartaba la vista del 30-30 del sheriff —. ¿La hora para qué?
—¿Cuántas veces me engañaron tú y Sue Ann, Greg?
Thompson empalideció.
—¡Oh, por todos los diablos, Doug! —Thompson se allegó, vacilante, a la mesa—. Oye, Doug, hablemos, ¿quieres?
—¿Sabes, Greg? Tengo un plan. No es muy bueno, ni muy brillante; ¡pero es un plan, por todos los diablos! —Paltrow depositó el rifle sobre el paño verde—. Los muchachos vienen en camino; ya sabes, una emergencia: el viejo Paltrow está en problemas. —El sheriff renovó su cuota de tabaco, masticó mecánicamente y expelió una masa viscosa sobre los arabescos de la alfombra de Old Major—. ¡Oh, sí, Greg! ¡Esos nenes de mamá darían la vida por mí, no lo dudes!
Thompson tomó asiento ante la mesa. Tenía que calmar al viejo; estaba perdido si no intentaba algo. Su mano permanecía a un palmo del rifle, pero un movimiento en falso y terminaría en el infierno. Miró al sheriff. Lucía macilento, estático como un monolito, y pequeño detrás de la mesa. Mascaba su tabaco con el lento rumiar de una res estúpida, y escupía al suelo.
El reloj de péndulo comenzó a colmar el cuarto con diez campanadas.
—Quiero marcharme, Greg, y quiero que tú hagas otro tanto, ¿entiendes? —Paltrow masticaba con parquedad—. Pero, como sabes, soy el comisario de este maldito agujero, y no quiero partir sin antes hacer mi trabajo. —La décima campanada del reloj vibró con severa rispidez—. Para empezar, Greg, debo resolver un caso de homicidio: el deceso violento, ¡a dentelladas!, de la señora Sue Ann Paltrow. —La mano del comisario tanteó el frío gélido del rifle—. Además me toca atender un par de asuntos menores: la mutilación del ganado de los Peabody, y un tema de traición —Paltrow armó el rifle—: ¡La tuya, Greg!
Thompson se mordió los labios y se enjugó el sudor de la frente.
—Oye, Doug, estás pensando mal; no sabes lo que dices. ¿Por qué no...?
—¡Ya es hora, Greg! —Paltrow se levantó violentamente; la silla se derrumbó a sus espaldas—. ¡La luna está alta!
—¿La luna? —Thompson se incorporó, el rostro desencajado—. ¿Oye, Doug, de qué diablos...?
Pero se interrumpió.
¡Con horror Greg “Old Major” Thompson se interrumpió!
El rostro de Paltrow…
¡El rostro del sheriff Douglas Howard Paltrow cambiaba!
Sus rasgos se consumían laboriosamente, al tiempo que su mandíbula crecía, se proyectaba, dejando atrás todo remedo de civilización; el cuerpo esmirriado y vencido era sustituído por otro más robusto, erguido sobre garras corvas y contundentes, como bulbosas raíces nacidas de la tierra. Bastó poco más para que unos ojos llameantes y demoníacos se abrieran ante el único ser humano que quedaba en la habitación.
—¡Piensa rápido, vaquero! —La cosa que todavía era la principal autoridad del pueblo arrojó el rifle a las manos del boquiabierto Thompson.
Old Major apresó el arma, y se la quedó mirando, como el más imbécil de todos los idiotas.
¡Aunque no por mucho tiempo!
Paltrow... ¡rugía!
—¡Oh, por todos los diablos, Doug! —Thompson levantó el arma en el instante en que unas garras infinitamente afiladas hendían su torso. La detonación retumbó en la casa con el estrépito de un alud—. ¡Oh, Doug, mírate, mírate!
Paltrow se retorcía en el suelo: aquello en que se había convertido se retorcía en el suelo.
Thompson, frenético, giraba como un demente en torno a la cosa que chillaba y se contorsionaba de dolor.
—¡Oh, mírate, Doug, mírate! —Caminaba de un lado para el otro, sujetando el rifle con la tosquedad de un soldadito de plomo—. ¡Un maldito hombre lobo, Doug! ¡Un maldito hombre lobo desangrándose sobre mi condenada alfombra! —Se aproximó, rifle en mano, y se inclinó sobre la bestia—. ¡Me llevan todos los diablos, por el mismísimo Belcebú!
La criatura, que se había reducido a una enorme masa de pelos desgreñados, se limitó a girar su enorme cabeza, buscando al dueño de la casa.
Los ojos de fuego se clavaron en los del bípedo armado.
—¡Perdóname, amigo! —Thompson cayó de rodillas—. Sue Ann… Yo…
Los ojos ígneos llamearon como las ascuas del infierno; los cuartos traseros se activaron con la prestancia de martillos neumáticos; la mandíbula enorme, orlada de filosos dientes, se abalanzó y cayó con la furia del instinto sobre la presa humana.
—¡Doug! —El desgarro consumió las palabras en la boca de Thompson.
Cuando el dolor se estancó, la bestia separó las fauces de la carne con el rechinido maquinal de una trampa para osos.
Old Major sintió que un abismo de inconsciencia se abría bajo sus pies, aunque el deseo de sobrevivir lo despabiló de cara al monstruo a punto de rematar a su víctima.
—¡Lo siento, amigo! —Una ráfaga de muerte escapó por el cañón que empuñaba Thompson; la criatura se despegó furiosamente del piso y se estrelló contra la mesa, cayendo con un estertor desarticulado, que derivó en una lapidaria nada.
Thompson se puso de pie, como pudo, apoyando su peso tajeado y ensangrentado sobre la culata del rifle.
Se acercó al monstruo que yacía a medias sobre la mesa derribada. Se detuvo. Miró el arma en sus manos y revisó el cargador: una bala de plata lo saludó desde el interior de la recámara.
“¡Sí que tenías un plan, viejo!”.
Entonces recordó las palabras de su amigo, lejanas como un eco antiguo, pero prístinas y preocupantes:
“¡Oh, sí, Greg! ¡Esos nenes de mamá morirían por mí, no lo dudes!”.
Un segundo después las sirenas y luces de un par de patrullas invadían con sus sones rojos y azules las inmediaciones de la propiedad de Thompson.
—¡Oh, por todos los diablos, Doug! —Old Major se abalanzó sobre el hueco de la ventana más próxima—. ¡Demonios, claro que tenías un plan!
Pero, después de todo, ¿cuál era el problema?
Thompson le dio la espalda a la porción de noche de la ventana y contempló la escena de la batalla.
Todo lo que tenía que hacer era señalarles a los oficiales el…
Entonces, demasiado tarde, comprendió.
—¡Oh, por todos…! —No alcanzó a terminar la frase: los oficiales ingresaban, prestos y eficientes, en el momento exacto en que Thompson se inclinaba sobre el cuerpo demasiado humano del sheriff Douglas Howard Paltrow.
***
—¡Y bien, Greg! —dijo una Voz—. ¿Qué aventura, ah?
Thompson se detuvo a la salida de su casa, abruptamente, y miró en torno suyo.
Los oficiales que lo conducían esposado al interior de la patrulla lo impelieron a que bajara los escalones del desvencijado porche.
—¡Muévase, amigo! ¡Tendrá mucho que explicar cuando lleguemos a la comisaría!
—¡Oh, no te dejes intimidar por los oficiales, Greg! —rió la Voz—: Sólo hacen su trabajo.
Thompson balbució algo:
—¡Es una voz! —dijo—. ¿La oyen?
—¡Claro que sí, amigo! —apuntó uno de los oficiales—: ¡Una voz! ¡Sólo le recuerdo que todo lo que diga podrá ser usado en su contra!
—¡Bla, bla, bla! —se mofó la Voz—. O como diría el bardo: ¡Palabras, palabras, palabras!
Thompson se zafó de los brazos que lo atenazaban y cayó de rodillas.
—¡Oh, Dios! —chilló—. ¡Debo estar perdiendo la cabeza!
—¿Qué es lo que haces, Greg? —La Voz sonaba colérica e indignada a la vez—. ¿Crees que quiero cobardes en mis filas, como ese anciano malagradecido? ¡Arriba, soldado!
—¿Qué demonios cree que hace, amigo? —Los oficiales se arrojaron sobre el cuerpo estremecido del reo—. Si intenta algo estúpido, ¡lo pagará muy caro!
Introdujeron a Old Major al interior de la patrulla.
Cerraron la puerta ruidosamente.
Dejaron atrás la propiedad de Thompson y guiaron por la carretera principal.
—Déjate llevar, Greg… —sugirió la Voz—. ¡Ya tendrás tiempo para acabar con ellos convenientemente!
Thompson levantó la cabeza y miró desfallecido a uno y otro lado.
—¡Oh, vamos, Greg! ¡Sabes tan bien como yo que todo este asunto no durará mucho! —Ahora la Voz sonaba sugerente—. ¿Acaso no sientes que tu sangre humana es devorada por un torrente de furia primitivo y ciego? —La Voz hizo un alto, y luego agregó—: Mira por la ventanilla, Greg, y dime qué es lo que ves.
Thompson miró a su derecha.
Apenas podía atravesar el oscuro manto nocturno.
—¡Oh, no te dejaré solo, Greg! —continuó la Voz—. ¡Vamos! Mira al cielo, y dime qué es lo que ves.
Thompson obedeció...
…y, proyectando unos caninos enormes y voluptuosos, sonrió.
La luna llena, esplendente y cadavérica, le devolvió la sonrisa desde el negro cielo de Utah.
De los que llevo leídos, para mí el mejor con diferencia. Sobre todo por su estilo, que casa a la perfección con mis gustos personales. Dos "interrumpió" en frases consecutivas y algún diálogo al que podría buscársele alguna alternativa por evitar repetirlo, y poco más. Historia sencilla, que no simple, pero enormemente disfrutable.
Mi nota: 5