1
Cada vez que pensaba en la noche anterior, una mueca sonriente asomaba a su rostro. Recordaba a los vigilantes de seguridad del circo rodeando la jaula, de cuatro metros de ancho por tres de largo, para contemplar la transformación de la mujer lobo. La habían presenciado sin mediar palabra, las manos cerca del arma y absortos en cómo aquella bestia trataba de escapar de la jaula, lanzando zarpazos y mordiscos a los barrotes de hierro, hasta que al fin uno de los empleados había roto el silencio para compararla con su gatito, el cual bufaba y trataba de escaparse cada vez que lo metía en el trasportín para ir de viaje. Casi todos sus compañeros rompieron a carcajadas, comportándose después como borrachos vomitando obscenidades e insultos al monstruo que los miraba hambriento y frustrado, y que mostraba unos dientes afilados de los cuales colgaban hilos de baba.
Fran Casanova se agarró a los barrotes de la jaula. Ahora la mujer lobo era solo una chiquilla de unos dieciséis años, sentada en el suelo, con la cabeza hundida entre sus piernas. Le agradó contemplarla vestida con la ropa que le habían entregado, pues la de ella había acabado desgarrada a sus pies. En realidad hubiera preferido verla desnuda, pero tener a una chica tan joven con los pechos al aire rodeada de aquellos hombres de las cavernas que tenía como empleados era tentar a la suerte. A diferencia del resto de sus adquisiciones, ella solo era un monstruo en las noches de luna llena. Volvió a sonreír. Esperaría unos días más antes de entrar ahí y presentarse formalmente, después, como con algunos de los demás monstruos, le prometería una buena vida en su circo si cooperaba. Solo que a la loba pensaba pedirle algo más que cooperar a cambio de un trato especial.
Dio la espalda a la jaula y tomó el paseo de las tinieblas. Era así como llamaban al pasillo de las celdas personalizadas donde albergaban las demás adquisiciones. Contaban con dos vampiros; tenían a una bruja anciana metida en una jaula móvil e insonorizada para evitar escuchar sus maldiciones y que pudieran cumplirse. Se comunicaban a través de cartas. Y solo hacía un año que la vieja había aceptado cooperar. Los espectadores alucinaban con sus números de magia donde un locutor iba narrando en todo momento al público aquello que sucedía, dotando al número de intriga, terror y comedia con su voz.
Tenían a una mujer con tres cabezas y a otra con patas de cabra. Había un psicópata al que paseaban entre el público atado como Hannibal Lecter, solo después de reproducir en una gran pantalla las dispositivas de sus sangrientos asesinatos y posterior detención. Había un número repulsivo donde un par de hombres degustaban el cadáver de algún vagabundo que no hubiera sido reclamado por nadie (estaban pendientes de juicio por este número, pero mientras no se lo prohibieran pensaban seguir haciéndolo), e incluso invitaban a algún espectador valiente a que los acompañara en la mesa. Uno de los grandes fracasos del circo eran los cuatro muertos vivientes. Habían gastado una fortuna en conseguirlos, pero tras unos minutos viéndolos caminar torpemente, sacar los brazos por los barrotes en dirección a los espectadores y dar mordiscos en el aire, la gente solía perder el interés. Fran había enviado una petición al gobierno para que aprobasen que le dejaran comprar a presos condenados a muerte para hacerlos devorar en directo por los zombies, pero había sido rechazada.
Sin embargo, Casanova estaba convencido de que recuperaría las pérdidas económicas con la mujer lobo. A la gente de hoy en día ya no le sorprendía casi nada; los espectáculos de los magos debían estar plagados de parafernalias visuales para que acabaran tan asombrados como terminaban antes con un simple truco de cartas, y las películas que atraían a la gente al cine eran aquellas que tenían efectos especiales hasta en los créditos. Fran sabía que los espectadores alucinarían al verla transformarse en directo. La olerían, escucharían el crujir de los huesos y sus rugidos de dolor mientras el vello le crecía por todo el cuerpo. Después, con el aullido de la mujer lobo a la luna llena, la escena quedaría tatuada en sus retinas por toda la eternidad. Y daba igual que les hubiera servido lo mismo de siempre para comer, porque el postre había cambiado, y era jodidamente delicioso.
Salió al exterior. El circo en realidad era un edificio ovalado de ladrillo de dos plantas con una carpa atada por encima del tejado. Lo rodeaba una verja de más de tres metros de altura, con brazos amputados de espuma, murciélagos y ratas de mentira enganchadas a ella. Al otro lado había una cola interminable de gente esperando para comprar la entrada. Al parecer la propaganda en las redes sociales de la nueva adquisición había dado resultado.
En una zona privada al público se encontraban unos pequeños barracones colocados en fila. El más grande pertenecía a Fran Casanova, el jefe. Uno de sus empleados había dibujado una caricatura suya en la puerta; salía con su habitual pose de macho alfa, la barba rizada estirada exageradamente hasta el ombligo y su barriga cervecera asomando entre la camisa y el pantalón tejano.
—Eres una puta máquina. El puto número uno —dijo Fran al entrar en su barracón. Levantó de un abrazo al hombre que estaba sentado frente a la mesa—. Tienes los cojones como Espartaco, tío. ¿Cómo lo hiciste?
El tipo, con barba de una semana y mirándole con cierto resquemor por las confianzas tomadas sin su permiso, se separó de él. Su nombre era Víctor Pena, y se había presentado en el circo un mes y medio atrás asegurando que podía cazar a una mujer lobo.
—La tenía localizada, ya se lo dije. Fui a por ella de día.
—Joder, ayer la vi transformarse. Es... se me puso dura, tío. Increíble, de verdad. ¿Quieres una copa?
—Agua —dijo el hombre. Era casi tan corpulento como Fran, llevaba pantalones militares y tenía una cicatriz en el tabique nasal.
Fran llenó dos vasos con ron y le entregó uno.
—Brindar con agua da mala suerte. Por ti, Cocodrilo Dundee. Toda esa gente que está soltando la pasta ahí fuera es gracias a tus cojones.
Fran bebió mientras se sentaba al otro lado de la mesa.
—Ya estaban cansados de siempre lo mismo, ¿sabes? La bruja me asegura un sustento, y los vampiros no están nada mal, pero se convierten en murciélagos gigantes en un abrir y cerrar de ojos. Los grabaría y pondría en cámara lenta, pero los cabrones no salen en el video. ¿Y has visto los...?
—Ya he esperado un día para que comprobase si la mercancía era correcta. Acaba de decirme que lo es. Ahora tiene que pagarme.
—Eh... sí, sí, claro. —Fran tomó otro trago sin apartar la vista del cazarrecompensas. Nadie le cortaba, y mucho menos le hablaba en ese tono—. ¿Doscientos cincuenta mil euros, no?
—Medio millón.
—¿Medio...?. —Se acarició la barba fingiendo sentirse incómodo—. Verás, es una niña. No me dijiste que fuera tan joven. ¿Qué tiene, quince años? Si me denuncian por explotación infantil no ganaré dinero.
—Es una mujer. Y usted más que nadie sabe que los monstruos no tienen derechos.
—No, claro. Pero ya sabes cómo son esas organizaciones toca pelotas. Además, para que el número sea acojonante tengo que sacarla cuando aún no se ha transformado. Y la verán. Y se darán cuenta de que aún no le han crecido las tetas del todo. Y me vendrán a tocar los cojones.
Víctor metió la mano en la cazadora. Fran pensó en que iba a sacarle una pistola, y deseó que el hombre no hubiera advertido su miedo cuando éste dejó sobre la mesa un par de fotografías. Eran en blanco y negro y salía la chica acompañada de dos adultos, todos con ropas de principios del siglo XX, miraban con semblante serio a cámara mientras atrás un hombre de sombrero mantenía abierta la puerta de un carruaje.
—Las encontré en la panera donde vivía. Con esto les cerrará las bocas.
Fran las observó. Le pareció gracioso pensar que aquella chiquilla que le producía una severa erección pudiera tener la edad de su difunta bisabuela. Los pelos de su bigote se movieron al resoplar.
—Está bien. Un trato es un trato.
Usó una llave para abrir un pequeño mueble y sacó una pesada mochila que deslizó sobre la mesa.
—No se lo gaste todo en putas.
El cazarrecompensas abrió la cremallera y contó, pacientemente, el dinero. A Fran le dio tiempo de llenarse otra vez el vaso y a tomarlo con calma mientras se limpiaba aburrido la suciedad acumulada entre las uñas. Una vez Víctor comprobó que todo estaba correcto, dibujó una sonrisa y le tendió la mano.
—Un placer haber hecho negocios con usted —dijo Víctor mientras se estrechaban la mano. Luego caminó hasta la puerta, pero justo antes de abrirla se detuvo—. Solo una cosa más. He visto a la mercancía en su forma de lobo y en la de humana, pero no he visto su transformación. ¿Habría algún hueco para mí en su circo esta noche?
2
Los espectadores rodeaban un patio de arena parecido a una diminuta plaza de toros en la que se ofrecían los espectáculos. El circo había adelantado los horarios de las funciones para que el tercer acto comenzara justo cuando la luna llena provocaba la transformación de la chica
Fran lo controlaba todo desde un rincón del escenario. Vislumbró a Víctor, sentado con la espalda recta en un asiento que había quedado vacío en el último piso. De pronto se hizo el silencio entre el público al apagarse todas las luces a excepción de los focos que alumbraban el centro de la plazoleta. En aquel punto dejaron la jaula de la joven. Ella estaba sentada sobre sus piernas, tapándose la cara con las manos y tambaleándose adelante y atrás.
A Fran la espera le pareció eterna, sin embargo el primer grito de la chica no tardó en llegar. Sonaba más fuerte y feroz que el de la noche anterior. La mujer lobo comenzó a retorcerse en el suelo entre gritos mientras desgarraba su propia ropa. Los nervios de Fran se disiparon cuando escuchó chillar al público. Aquello era una magnífica señal.
La joven irguió todo su cuerpo hacia el techo, mostrando el cuello velludo y unos dientes que comenzaban a alargarse. Su pecho, su abdomen, sus piernas, todo se cubría de pelo. Los dedos de sus manos se estiraron como un chicle y...
Fran desvió la mirada hacia el público. ¿Qué demonios estaban haciendo? Los espectadores huían en avalancha entre gritos histéricos, e incluso algunos se arrojaban a las filas de abajo. El aullido de la chica fue interrumpido por otro, más aterrador, más fuerte.
Un hombre lobo yacía en la planta de arriba. Los empleados de seguridad de Fran disparaban contra el monstruo sin conseguir someterlo. Algunos de ellos, imprudentes, acabaron con las tripas abiertas de un zarpazo o media cabeza arrancada de un mordisco. El lobo aterrizó de un salto en el patio. Sus pantalones militares estaban hechos jirones.
—¡Hijo de puta! —escupió Fran—. ¡Disparadle! ¡Disparadle!
Su voz llamó la atención del hombre lobo, quien en un par de zancadas recorrió los metros que lo separaban del dueño del circo, sin embargo los disparos que recibía eran más molestos que las voces de aquel hombre, y perdió pronto el interés de un buen bocado para derribar a los humanos que lo atacaban. Al cabo de unos segundos eternos el licántropo cayó de bruces al suelo.
Con cautela, Fran se aproximó al monstruo. Apenas quedaban en pie un grupo reducido de sus hombres.
—¿¡Por qué coño no se ha empleado el dispositivo de seguridad de plata!?
—Lo teníamos preparado para ella, señor —dijo un miembro de seguridad al que le castañeaban los dientes—. No sa-sabíamos que iba a pasar esto.
—¿Y a qué esperáis para usarlo con él? ¡Ponedle el lazo en la cabeza, hostias!. —Giró sobre sus pies—. Joder, joder, pedazo de cabrón de mierda. ¡Estaba contagiado y no me dijo nada! ¡Me ha jodido pero bien el hijo de la grandísima puta! ¡Daros prisa, hostias!
Clavados por la espalda del hombre lobo y su nuca, Fran descubrió un total de media docena de dardos.
—¿Pero qué... quién coño ha utilizado dardos?
—Yo, señor —dijo un vigilante llamado Pablo, con los ojos repletos de lágrimas y un temblor visible en la barbilla—. Son dardos tranquilizantes.
—¿Dardos...?
Pablo disparó contra el compañero que llegaba con los utensilios de seguridad de plata, matándolo en el acto.
Otro de los vigilantes, de origen asiático, comenzó a disparar contra los demás. Ni siquiera se salvaron los que, en lugar de responder a los tiros, intentaron huir.
—Oye, ¿qué está pasando? —preguntó Fran, retrocediendo mientras mostraba las palmas de la manos—. ¿De-de qué coño va todo esto?
—Lo siento, jefe. Tenemos que hacerlo.
Fran vio un fogonazo en el arma de Pablo y sintió el impacto de bala en su abdomen. El dolor llegó como una pequeña explosión en sus tripas al tiempo que se daba la vuelta y chocaba contra la jaula, donde le esperaban las garras de la mujer lobo. Antes de que pudieran sedarla con los dardos la bestia disfrutó de una apetitosa y barbuda cabeza humana.
3
El vigilante chino conducía la furgoneta. Pablo iba en el asiento del copiloto. Ambos en silencio. Hacía ya dos horas que había amanecido cuando la mujer lobo, en su forma humana, asomó la cabeza entre los dos. Llevaba puesta una camiseta corta de la ropa que habían dejado días atrás en el vehículo. Sin pretenderlo, Pablo se fijó en que se le marcaban los pezones.
—Buenos días, mis dos hombretones. ¿Salió todo bien?
—Su-su, todio bien senora, todo bien y-y-y...
—¿Puedes hablar tú? Cuando el chinito se pone nervioso parece que habla chino.
—Hicimos lo que nos dijisteis. Recogimos la mochila y la dejamos en...
—Sí, sí. Ya la he visto ahí detrás. ¿Quedó alguien con vida?
—Una mujer con un arañazo. Le disparamos y le cortamos la cabeza.
—Bien, muy bien. ¿El retrasado del dueño?
—Muerto.
—¿Y qué pasó...? Ah, hola —saludó la chica a Víctor, a quien había visto incorporarse a través del retrovisor. El hombre tenía la cara inflamada, y en su pecho desnudo estaban los moratones de las heridas ya cerradas de los impactos de bala—. Joder, te dejaron hecho un cromo.
—Tardó en dormirse —dijo Pablo, intimidado ante la presencia del hombre—. Maté a dos de los guardias, pero no podía lanzarle los sedantes y evitar que le disparasen a la vez. Lo siento. Lo...
—Anda, calla —exclamó Víctor—. Sabes Tina, al final hicimos bien al hacer las copias de las fotos que sales con mamá y papá. Se las di. El capullo quería pagarme menos por tu edad.
—Te lo dije. Además de baboso tenía pinta de gilipollas. —Señaló a Pablo mientras trataba de recordar algo—. Ah, sí. ¿Qué pasó con los monstruos?
—Les abrimos las puertas —dijo Pablo—. No me quedé para verlos salir, pero mientras os llevábamos a la furgoneta vi a la bruja y a los vampiros. Impresionan mucho más cuando no están encerrados. No sabía si sería capaz de usar las cosas que me disteis por si nos atacaban, pero no lo hicieron. Simplemente aprovecharon para huir.
Sintió cómo la chica le apretaba el hombro en señal de agrado.
Al cabo de unos kilómetros, siempre siguiendo las instrucciones de los hermanos, tomaron una autopista y la abandonaron al llegar a un área de descanso repleta de camiones. Descendieron del vehículo y entraron en el remolque de uno de los camiones, en el cual había colchones, sillas, y hasta juegos de mesa esparcidos por el suelo.
—¡Papá! —gritaron dos gemelas de cinco años y un niño chino de siete de la mano de su madre, corriendo para encontrarse con los vigilantes.
Pablo cayó al suelo de rodillas para abrazar a sus hijas. El asiático lloraba mientras abrazaba a su hijo y a su mujer.
—¿Os han tratado bien, os han tratado bien? —preguntó Pablo mientras examinaba que no estuvieran heridas.
—Las hemos tratado bien —dijo una señora de unos sesenta años, levantándose de la silla. Con ella había otra mujer y dos hombres, todos adultos y de mediana edad—.No les hemos hecho daño, como os prometimos. ¿Ellos han hecho lo acordado? —preguntó a los hermanos.
—Sí —dijo la chica, soltando la mochila—. Ojalá encontrásemos siempre a tíos tan obedientes como estos dos.
—Niña, no te hagas mala sangre pensando en eso —exclamó la señora—. Con lo que hemos conseguido esta vez tenemos para vivir unos cuantos años sin preocuparnos por el dinero.
—¿Podemos irnos ya? —preguntó la mujer del asiático.
La señora dio su consentimiento. Víctor les abrió la puerta.
—Recordad —dijo el hombre lobo—. Conocemos vuestros olores. Una palabra a la policía y os encontraremos antes que ellos a nosotros.
Los vigilantes abandonaron el vehículo junto a sus familias. El camión comenzó a moverse y a dar la vuelta para enfilar la salida hacia la autopista. Antes de que pudieran entrar en la cafetería del área de descanso para llamar a alguien que los llevara de vuelta a casa, el camión se detuvo al lado. Asomó la chica por la ventanilla del copiloto.
—Pensad que podríamos haber escogido a otros y no a vosotros dos —dijo ella. Llevaba puestas unas gafas de sol—. Eso significaría que seguramente vosotros hubierais muerto ayer y serían otros los que disfrutarían de esto. Es un premio por vuestra obediencia y por haberlo hecho tan bien. Cogedlo antes de que mi manada cambie de idea.
La chica les arrojó a los pies un par de fajos de billetes de quinientos euros. Después el camión se alejó con ella aún en la ventana, aullando al sol entre risas.
FIN
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.