Hacía ya casi un año que Sarah Fernie, su madre, había desaparecido en aguas del mar Mediterráneo. Desde entonces Martha miraba con cierto recelo el agua, incluso la de aquel pequeño estanque plagado de nenúfares que había frente a su casa. Cualquier niña hubiera disfrutado observando las libélulas azules, perfumando el ambiente con el polen de sus patas al posarse sobre las flores, pero Martha odiaba toda clase de insectos, bichos como ella los llamaba. Su hermana gemela Hannia, desde su silla de ruedas, anclada en el porche, no iba a ser mejor entretenimiento, su mirada perdida y triste no invitaba a la alegría, y de hecho a veces infringía auténtico pavor cuando, por alguna casualidad, sus ojos vidriosos apuntaban hacia ella. Karl, su hermano pequeño, que no era capaz de estar cinco minutos sin mancharse, parecía mejor opción atendiendo a sus quehaceres: mirar por el telescopio, correr, atrapar bichos... Pero Martha tenía doce años, y no tenía tiempo para jugar con un niño de tan solo diez: de hecho, no tenía tiempo de jugar con nadie de su edad aunque hubiese existido tal posibilidad, puesto que la responsabilidad de cuidar de su hermana ocupaba la mayor parte de su tiempo.
Su padre, Oscar Neebe, se pasaba medio día ebrio y el otro medio escondido en el desván, bien tratando de hacer funcionar una extraña máquina que cogió prestada a un antiguo amigo de la familia, bien tratando de descifrar la indigesta tesis doctoral del mismo individuo: Comunicación a través del electromagnetismo por John Hughes como autor e Ignatius Kirks como tutor. Martha no alcanzaba a entender las repercusiones de aquella investigación, ni lo que implicaba aquel aparatoso cacharro con el que a veces su padre parecía jugar; bien es cierto que tampoco podía demostrar demasiado interés, pues ambos, artilugio y tesis, estaban a buen recaudo en el desván, alejados tanto de ella como de su hermano.
“Martha, está anocheciendo ya, entra en casa” gritó su padre desde el desván de la casa.
El sol se escondía tímido en el horizonte, y el frío comenzaba a hacer su acto de presencia, por lo que empujó a Acero, como a veces llamaba a su hermana cuando su padre no la oía, al interior de la casa. La situó como siempre en la sala de estar, al lado de una lámpara de mesa y le situó en el regazo un cómic, Batman Año Uno de Frank Miller, su favorito, el cual Martha había leído cientos de veces. Lo colocaba como siempre por la primera hoja, pues desconocía si su hermana había llegado a aprender a leer o a entender si quiera algo de lo que la dijeran. Su madre se había esforzado por igual, dando a ambas clases de lectura y comprensión. Al menos con Martha y Karl había funcionado. Sólo esperaba que algún día, Hannia hiciera un pequeño gesto para pasar de página, o tal vez pedir cambiar de libro… alguna señal de vida en aquellos ojos muertos. Pero a decir verdad, la mayor razón de insistir, de incitar a la lectura a su hermana, era algo mucho más egoísta: el comic también le servía a Martha para que aquellos petrificantes ojos no la mirasen, pues le resultaban ciertamente inquietantes, y los evitaba en la medida de lo posible.
De hecho, en las últimas semanas, aquellos ojos se habían convertido casi en una obsesión. Martha dormía fatal, y cuando por fin lo conseguía era para tener infames pesadillas con ellos. Sentía incluso que por las noches la vigilaban. Algún día tengo que dejarle las cosas claras a Hannia, pensaba. El viento soplaba a fuertes ráfagas, que parecían entonar alguna sincopada sintonía que parecía reverberar en la cabeza de la niña.
El lunes amaneció enrarecido, con un cielo totalmente plomizo y solo iluminado por relámpagos en el horizonte allá, muy, muy lejos. Martha miró absorta y melancólica por la ventana; desde que su obsesivo padre les sacó a todos del colegio tras el accidente de su madre, los días parecían durar más de lo normal. Avistó con menosprecio cómo se formaban las ondas en el pequeño estanque, fruto de las primeras gotas. Trató de animarse: hoy era un día perfecto para terminar la tarea que arrastraba desde hacía tiempo, hablar con Hannia. Su padre era una persona que siempre les había inculcado huir del peligro; pero Martha era más de la opinión de su desaparecida madre, prefería afrontarlo. Se mordió el labio inferior suavemente, siempre lo hacía cuando tenía que hacer algo de relevancia, o cuando estaba asustada. Ambas cosas sucedían ahora.
Acercó a Hannia a la mesa donde solían comer y hacer los deberes, y apartó varias botellas de vidrio vaciadas por su padre para dejar limpia la zona de trabajo. Le costaba sobremanera aguantarle la mirada, pero era importante hacerlo, pues así debía ser en consonancia a lo tenía que contar.
“Bueno…” se cuidó de llamarla Acero, “Hannia”, tragó saliva y prosiguió, “prometo no volverte a llamar eso, pero a cambio tú también tendrás que ser más amable conmigo… bueno, claro, ¡hasta donde puedas alcanzar!” gesticuló con las manos, a modo de comprensión del estado de parálisis de su hermana. Cada uno debe hacer lo mejor de lo que puede hacer, y a cada uno debe dársele lo que necesita. ”Tengo confianza en que me entiendes, créeme, yo no tengo la culpa de que estés así… no lo pagues conmigo, no me mires así, por favor.” Hannia permaneció inmóvil, cualquier otra cosa hubiera sido un milagro. Miraba a su hermana directamente a los ojos, pues así Martha lo decidió.
“Somos hermanas, poco importa que seamos tan parecidas y tan distintas, lo importante es que siempre te protegeré, porque sé que tú harías lo mismo por mí, si pudieras”.
Una idea perturbó a Martha, ¿cómo mejorar el día a día en la vida de Hannia? Trató de mirar a través de sus ojos… la vestían y la lavaban, la sacaban a tomar el aire al porche, le alimentaban con una papilla un tanto repugnante pero nutritiva, le daban cosas que leer, y la acostaban temprano… no es que fuera una vida llena de aventuras… pero estaba claro que se preocupaban por ella. Bueno, había otra cosa, a veces, su padre la subía al desván. Es de suponer que eres la única que ha visto aquella máquina en funcionamiento, pensó. Aquello era también un gran misterio y Martha estaba empeñada en descifrarlo, si con ello podía ayudar a su hermana. Quizás así, razonó, se libraría de la tétrica mirada.
“¡Martha! Deja en paz a tu hermana, vete a jugar con Karl”, interrumpió su padre. A continuación cogió a Hannia en brazos y la subió al desván.
El tal mentado y siniestro desván era un sitio de acceso totalmente prohibido. Sin embargo, en las visitas de su padre a la ciudad, Martha había descubierto dónde dejaba la llave, y había hecho algunas incursiones. Así fue como descubrió ese extraño artefacto que ocupaba buena parte de la estancia, así como aquella desgastada carpeta con la tesis en su interior. Nunca les había prestado demasiada atención, pues lo que más ansiaba era lo que menos tenía: fotos de su madre.
El día siguiente amaneció aún más gris y se podía oler la lluvia. Su padre tenía que ir a la ciudad a comprar comida y algunas herramientas. Karl le acompañó, pues además de la revisión médica, estaría ingresado un par de días para operarle de un incipiente quiste sebáceo que pugnaba por surgir en su cuello. Es el momento ideal pensó Martha. “Hannia, vuelvo en unos minutos, no te muevas”, gritó no sin cierto deje de ironía. Arrastró una banqueta hasta el cuarto de su padre, y alzó la mano para coger a tientas una llave oculta sobre el horrible marco de un espejo oscurecido por los años, herencia de la familia de su padre. Y a continuación fue corriendo al desván. Nada había cambiado desde la última vez, haría semanas ya. Estanterías llenas de frascos con un líquido rojo oscuro y espeso, grandes piedras con jeroglíficos indescifrables, viejos libros y tratados en lenguas desconocidas, un curioso gramófono, el ingenioso theremin que les regalaron de pequeñas, un sinfín de cuadernos con anotaciones y dosieres de controles médicos que reposaban en una mesa… y aquel enorme, monstruoso cacharro.
Martha se acercó con cautela a la máquina, sus múltiples controles e indicadores hacían indescifrable una rápida puesta en marcha, así que por temor decidió no tocar nada. Observó con interés un cuaderno abierto junto al artefacto, donde su padre parecía haber anotado ciertos resultados. Comprendió enseguida que aquellos datos pertenecían a su hermana.
Los apuntes eran exhaustivos, aunque las anotaciones iban más allá de la comprensión de una niña de doce años. Siempre se había considerado una chica muy inteligente, pero sin duda aquello estaba fuera de su alcance… Fechas, horas, peso de Hannia, niveles de emisiones, frecuencias, perfiles de longitud de onda, ancho de banda, respuesta a estímulos visuales… al menos algo alcanzó a entender: aquel aparato servía para medir las reacciones de su hermana ante la visión de fotografías. Sin duda su padre estaba tratando de determinar si Hannia era capaz de comprender. La pila de fotografías era enorme, es curioso que nunca hubiera reparado en ellas en anteriores visitas. Al intentar alcanzarlas, acabaron por caer todas al suelo. Martha comenzó a angustiarse, debía dejarlo todo como estaba… trató de ordenarlas pero empezó a sudar como nunca lo había hecho, ni siquiera jugando a perseguir a Karl. Fotos de la playa, sus anheladas fotos de Mamá, instantáneas de un viejo, de comida… “Creo que está todo colocado” respiró aliviada. Consiguió alejar la tentación de quedarse una de las fotografías de su madre.
Volvió a mirar el cuaderno, y leyó para sí, pero no entendió nada, así que volvió a hacerlo en voz alta, tratando de aclarar las ideas escuchando su propia voz.
Los patrones del perfil mostrados ante estímulos positivos aparecen en las gráficas F2-34, F2-35 y F2-36. El resto de parámetros clínicos no varía sobremanera.
Los patrones del perfil mostrados ante estímulos negativos aparecen en las gráficas F3-03, F1-08 y F3-67. El resto de parámetros clínicos no varía sobremanera.
Martha cerró la puerta con sumo cuidado y volvió a colocar la llave en su lugar, hasta hacía meses secreto. Acercó a Hannia a la mesa. Su hermana estaba viva por dentro, estaba claro que así lo indicaban los estudios de su padre. A pesar de que la lluvia arreciaba y los truenos parecían estar más cerca que el día anterior, la noticia le alegró el día.
“Sí, Hannia, siento como si algo en mí hubiera cambiado para siempre, como si volviera a tener una nueva hermana… ¡estás viva!” dijo agarrando las dos manos de Hannia, entre lágrimas que caían sobre el entarimado.
Un escalofrío, quizá de emoción, recorrió su cuerpo y por un instante vio en los ojos de Hannia su propio reflejo. Es una señal, pensó, “Las cosas no pueden ir mejor”, dijo ilusionada.
Pero aquella noche, a pesar de la emocionante noticia, las pesadillas fueron más horripilantes que nunca. Soñó con un cauce que dejaba su pestilente limo en un estanque, tan inmenso como un mar, infinito, de horizontes de difícil concreción matemática. Tuvo alucinaciones con insólitas figuras trigonométricas, y con su madre duplicada, desapareciendo en aquel lúgubre océano, lanzando haces de luz verde por los ojos y arrastrada vertiginosamente por unas sombras tentaculares provenientes de desfiladeros linealizados. Se vio a ella misma y a su reflejo pentacular anexionado huyendo de mágicas libélulas gigantes de dos dimensiones. Vio como la picaban y masticaban su carne, descifrándola en números divagantes con gesto majestuoso, mas no sintió nada. Arcanos animales de asimétricas y caleidoscópicas formas flotaban en el espacio a su alrededor con ingentes algas fractales engarzadas. Soñó con su padre totalmente ebrio colocándole extraños cables enrevesados y retorcidos en la cabeza, con la sangre en ebullición, y haciéndola sentir un sinfín de sensaciones atroces. Padeció terribles y portentosos dolores, frío y calor a intervalos de tiempo minúsculos y parabólicos. Respiró esencias nauseabundas, entes de putrefacción que parecían traspasar el espacio-tiempo cuántico, orina seca y restos en descomposición radical. Escuchó la aguda melodía del theremin, unos cantos magnéticos exóticos que la envolvían al igual que los sinuosos tentáculos de la máquina. Notó los pinchazos a ritmos logarítmicos de múltiples ampollas que cubrían su cuerpo. Y además, lo peor de todo… soñó que era incapaz de despertar.
Pero un tremendo trueno pareció hacerlo. Y a él le siguieron con cadencia inusual otros tantos, como el galope de caballos desbocados.
“Cariño, ¿estás bien?”, la voz de su padre se oía como si le hablase desde miles de kilómetros. Poco a poco abrió los ojos. “Has tenido fiebre, me temo que has enfermado, llevas durmiendo más de 12 horas seguidas”. Pasó la mano por su cabeza, “el tiempo es horrible, probablemente las carreteras estén cortadas, así que no podemos ir al médico para que te mire. Iremos mañana y así recogemos a Karl, ¿aguantarás?”, le guiñó un ojo, “¡buena chica!”
Se levantó despacio pues notó sus piernas sumamente entumecidas, pero logró ponerse en pie. Comer le vendría bien, así que se sentó en la mesa del comedor. Allí también estaba Hannia. No tenía demasiadas ganas para nuevos retos, por lo que trató de esquivar la mirada, pero, aún de refilón, percibió algo extraño. Giró su cabeza y le miró directamente a los ojos. Durante un par de minutos, quizá tres. Aquellos ojos eran los mismos desagradables ojos verdes de siempre, pero de repente, Hannia guiñó un ojo. Martha se echó para atrás asustada, y acabó cayéndose de la silla estrepitosamente. No paraba de temblar y aunque lo deseaba, fue incapaz de vocalizar para llamar a su padre. Una sensación de angustia invadió su cuerpo. Volvió a mirar a su hermana, estaba allí, quieta, silenciosa, como siempre. Quizá lo había soñado, había pasado una mala noche después de todo. No entendía nada. ¿Debería alegrarse? Tenía una extraña sensación y no era positiva. Se mordió tanto el labio que empezó a sangrar. Entre el ruido de la lluvia y los truenos, todavía seguía escuchando el canto magnético del theremin surgido de su sueño.
Se alejó de la mesa, fue a la cocina, buscó algo de comer, pero su estómago estaba totalmente cerrado. Y lágrimas de impotencia empezaron a brotar de sus ojos. Se quedó de cuclillas cerca del refrigerador, tapándose los oídos con ambas manos, solo esperando que aquello terminase.
“Martha, ¿Qué diablos haces ahí?” preguntó su padre que acababa de entrar.
“Na… nada pa… papá, estoy… bien”, respondió con falso disimulo, para que su padre fuera consciente del terrible dolor que la afectaba. Los terribles truenos de la tormenta apenas hacían audible su voz.
“Bueno, si necesitas contarme algo, estaré arriba con tu hermana, te dejamos sola”, dijo su padre acariciándola suavemente, “vaya día de perros”.
Su padre la miró y la dejó en paz, por su cara parecía que aquello que sentía Martha pertenecía al ciclo de la vida, como que tal vez tuviera su primera menstruación. Al menos estar sola le tranquilizaría.
Aquella tarde los ruidos de la buhardilla no fueron los mismos. Su padre no paró de gritar. “¡No es posible, no es posible!… ¡los perfiles han cambiado!”. Martha escuchaba aterrada desde la cocina, de donde no se había movido. Se encontraba descompuesta, y no tenía tiempo para preocuparse por lo que sea que le ocurriese a Hannia.
La melodía le aturdía la cabeza, y los gritos de su padre eran tales que casi podía verle lanzar botellas de vidrio contra las paredes. La tormenta parecía rivalizar en ruido, y los truenos hacían palpitar la casa entera desde sus cimientos. Martha sentía como su cabeza estaba a punto de explotar. Tirada en el suelo, desalentada, se arrastraba a duras penas por la cocina hacia el comedor donde suponía que estaría Karl para así pedirle ayuda, pero no recordaba que Karl estaba en el hospital, a decenas de kilómetros. Estaba inmovilizada, como pegada al suelo. El canto magnético… el canto magnético… El sonido de su theremin, que antaño tocara durante horas enteras, volvía a su cabeza como olas de mar chocando estruendosamente contra un acantilado. Desconocía si sólo soñaba o aquello era realidad. Los relámpagos restallaban sin descanso alguno, con destellos como en código morse que duraban interminables segundos, y atronaban de tal forma que hacían retumbar la estructura entera y crepitar el entarimado con un sonido parecido al aceite hirviendo. El canto magnético… el canto magnético.
La tormenta se calmó tras muchas horas. De alguna manera, el día siguiente trajo consigo una aparente normalidad. Oscar abrió los ojos poco más tarde de las diez de la mañana. La resaca de la noche anterior era especialmente vengativa, y no recordaba una sensación tan lastimosa en toda su vida. Bajó con dificultad la escalera de madera del desván, en dirección al comedor. No recordaba cuándo había bajado a Hannia, aunque eso tampoco importaba. Se sentía aliviado de no haber cometido ninguna tontería. Debo dejar la maldita bebida, pensó, si bien no era la primera vez que llegaba a esta conclusión en el último año.
“¿Otra vez leyendo esa basura Martha?” espetó Oscar con voz áspera al ver a su hija.
“Nunca había leído más allá de la primera hoja” dijo Martha de malas formas pasando hoja tras hoja del comic.
Su padre la miró extrañado y al mismo tiempo escéptico, pues sabía que había leído aquello decenas de veces. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y giró su cabeza hacia Hannia, en su sempiterna silla de ruedas. Aunque esta vez, su mirada parecía diferente, de indescriptible horror y… su labio sangraba. Se estaba mordiendo el labio.
Tras las conclusiones mencionadas en esta nota técnica y una vez corroborada la matemática (…) es de esperar que el lector pueda llegar a la deducción: en la evolución de las especies, no sería ilógico pensar en una futura comunicación a través de las ondas magnéticas (…)
John Hughes
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.