AL FINAL DEL PASILLO
Por Ignacio Aceves
Se detuvo luego de subir las escaleras, miró hacia atrás y se dio cuenta de que el hombre se había detenido en la parte media de ésta y tan sólo lo miraba, con un gesto que indicaba que no iba a acompañarlo, respiró de forma profunda y enfocó sus ojos de nuevo hacia el frente, hacia el final de ese pasillo y la puerta que se encontraba ahí destacando entre las sombras y apenas iluminada por una luz mortecina colocada a un lado del marco de la entrada al cuarto; el sacerdote sabía que alguien ahí lo esperaba.
Avanzó aunque sus pasos reflejaban su miedo y su falta de fe y su mirada estaba fija en la puerta al final del pasillo, como si de alguna tratara de que sucediera algo que evitara que llegara hasta, pero igual sabía que nada pasaría y que tendría que ir a cumplir con aquello para lo que había sido llamado, para liberar el cuerpo de aquella mujer de nombre Isabel, del demonio que había decidido poseerla y que al parecer, era peor de lo que él mismo esperaba.
-Yo no creo en el demonio- había gritado a través del teléfono el padre Armando cuando la primera llamada llegó y la voz del José Luis, esposo de Isabel, le explicaba lo que sucedía- no podemos creer en eso en estos tiempos, entiéndelo hombre y mejor lleva a tu mujer con alguien que en realidad sea capaz de curarla, porque te aseguro que mis oraciones, mis rezos y el viejo ritual, tan sólo servirán para que se muera.
Terminó la llamada de golpe, y pensó que si aún se usaran los viejos teléfonos, hubiera azotado el auricular contra la base, por el coraje que le provocaba la gente supersticiosa y la manera en la que seguían creyendo en brujos y demás; luego de respirar profundo, reflexionó y se dio cuenta de que a pesar de lo tonto de la afirmación de ese hombre, necesitaba de algún tipo de apoyo y una reacción como la suya fue por demás desafortunada, pero sus pensamientos se cortaron de golpe con el sonido del teléfono que timbraba.
-Creerás- afirmó una voz con un tono femenino y ronca, con matiz burlón y de la misma manera, se cortó de inmediato la comunicación, tan sólo quedaron los tonos de la línea vacía en su auricular; el sacerdote miró por un instante la pantalla de su teléfono y luego de darse cuenta de que no había registro del número de esa llamada, decidió tan sólo lanzarlo hacia el sofá que se encontraba a un lado de él.
La luz de su recámara se apagó de forma instantánea y el sonido del refrigerador antiguo que zumbaba desde la cocina desapareció, dejando todo aquello sumido en la oscuridad del silencio e iluminado brevemente por la luz que se colaba por la ventana que daba hacia la calle, pero que era por demás escasa; el sacerdote suspiró tratando de no ponerse nervioso, los apagones no son cosas, a fin de cuentas, de las que nunca sucedan.
-Pero los apagones indican la presencia del demonio- pronunció en voz baja el sacerdote, recordando la voz de un viejo maestro del seminario que creía en todo aquello y del que, se decía, había realizado algunos exorcismos en su juventud, y que habían acabado con su salud- cada que la luz se desvanece de forma repentina es porque el demonio está cerca, lo más probable, es que se encuentre detrás de ti, burlándose.
Armando caminó despacio por el cuarto, dirigiéndose hacia la ventana, si bien sabía que no le daría la suficiente luz, al menos podría asomarse por la ventana y tranquilizarse viendo hacia la calle, contemplando las estrellas, incluso, notando la luz de los vehículos que pasaran por ahí y que le darían algún tipo de alivio momentáneo; pero se detuvo luego de andar apenas algunos metros y cuando le faltaba poco por llegar hacia donde la cortina de se agitaba con el viento.
Notó la figura de alguien junto a la ventana, iluminado de forma breve por los destellos de la luna que se colaban en el cuarto, era un hombre delgado que apenas resaltaba entre las sombras, pero conforme avanzó Armando hacia allá pareció fundirse con el color negro de la oscuridad y tan sólo dejar un aroma rancio a podredumbre, que dejó asqueado a Armando por un instante, además de asustado.
Colocó sus manos en el marco de la ventana tratando de respirar el aire frío de la noche y con ello, tranquilizarse un poco, pero fue entonces que se dio cuenta de que la acera de enfrente de su casa, bajo un farol que destellaba con su luz irregular, se encontraba Isabel, la esposa de José Luis, vestida con su camisón blanco que mostraba algunas manchas amarillas y con su piel por demás pálida, mirando hacia la ventana donde se encontraba el sacerdote.
Él la miró y, por unos segundos, sintió como la si la mirada de ella pesara sobre sus ojos, luego noto que su rostro tomaba un gesto de burla con una sonrisa amplia, al tiempo que la mujer comenzó a caminar, pero no regresó hacia la casa donde ella vivía con su esposo, que se encontraba a tres cuadras de distancia, sino que sus pasos la llevaron de forma directa hacia la puerta de la casa del sacerdote.
Segundos después, los golpes azotaron la entrada y Armando la miró a ella, justo debajo de donde se encontraba, golpeando la puerta con la palma de su mano, exigiendo la entrada a ese lugar él supo que tenía que abrir, pero mientras caminaba hacia allá, tomó el teléfono y marcó hacia la casa de José Luis, para notificarle que su esposa había escapado, pero el número sonó ocupado en el primer y segundo intento.
Armando salió de su cuarto para dirigirse hacia la escalera que lo llevaba hacia la planta baja, notó primero que los golpes en la puerta habían cesado y que en ese instante, terminaba de subir las escaleras Isabel, quien a unos cuantos metros lo miró y de nuevo sonrió, mientras que el sacerdote se detuvo de golpe y sintió que su espalda y su pecho se congelaban, al tiempo que su corazón latía con más fuerza.
Ella comenzó a caminar hacia él y Armando retrocedió, entró de nuevo a su recámara y cerró la puerta tan rápido como le fue posible, y recargó su peso contra el picaporte, tratando de evitar que ella abriera la puerta; incluso alcanzó a escuchar la respiración de la mujer del otro lado, y además, una risita ahogada que parecía provenir de otra persona, pero él estaba casi seguro de que ella estaba sola cuando la había visto.
De nuevo el sonido de la respiración, pero ahora lo escuchó detrás de él, muy cerca de su propio lóbulo de la oreja; volteó de inmediato, aterrado y la luz del cuarto comenzó a encenderse y apagarse, como si se estuviera siguiendo los latidos de un corazón alterado; el frío se hizo presente en aquel sitio casi de inmediato y el aliento del sacerdote se tornó en una suave nube de color blanco.
Sentada en el sillón que estaba a un lado de la ventana, se encontraba Isabel, mirándolo con un gesto ausente, como si tratara de estudiarlo, pero luego de unos segundos, se fue volviendo una máscara vulpina incluso pudo ver el sacerdote lo negro de los labios de aquella mujer y los dientes negruzcos que se escondían detrás de ellos; los brazos de ella estaban abiertos y caídos a los lados de donde se encontraba ella.
-Un sacerdote sin fe es más que un pecado- sonó la voz ronca de aquella mujer, al tiempo que se iba levantando y que la luz oscilaba de forma más lenta, dejando más tiempo la oscuridad en aquel cuarto- y lo peor no es que hayas perdido la fe en tu Dios, sino la fe en mí, porque yo te he seguido mucho tiempo esperando el momento en que levantes tu cruz para verla caer, en que repitas las frases vacías, en que te pierdas en tu miedo y decidas entregar tu alma a donde pertenece.
-Eres una visión, tan sólo eso, quizá me estoy volviendo loco y por eso te he mirado de la forma en que lo estoy haciendo- expresó Armando, con la dificultad de hablar pues su mandíbula temblaba, su garganta estaba seca, sus manos, en cambio, estaban bañadas de sudor frío y el cabello de su nuca estaba erizado- pero no puedes ser el demonio, el demonio no existe, existen las enfermedades de la mente y el alma…
-Todo es una excusa por el miedo a enfrentarme- interrumpió la voz que brotaba de la boca de Isabel, mientras todo se había tornado en oscuridad, las luces ya no habían vuelto a encender- si de verdad crees eso ven y comprueba, hombre de Dios, ven y enfréntame y trata de expulsarme del cuerpo que ahora me pertenece, si de verdad te atreves a hacerlo, o huye, tal como lo has hecho siempre, escóndete detrás de las frases de tus libros y no camines hasta el final del pasillo.
La luz se encendió de repente y el rostro de Isabel, con marcas en la piel, con los ojos ojerosos e inyectados de sangre, apareció a unos cuantos centímetros del rostro de Armando, él pudo percibir el aliento putrefacto de aquella mujer, o de lo que fuera, y luego miró de nuevo, aquellos labios que se retorcían cual pequeñas víboras, dibujando un gesto de burla, y una vez más, la luz se apagó, por unos segundos, para volver a encenderse y mostrarle que estaba solo en su cuarto.
Revisó todos los rincones, se asomó de nuevo por la ventana, pero no había rastro alguno de la visita que había recibido; se sentó al borde de su cama, pensando en todo aquello y con la duda a flor de piel; se preguntaba la razón por la que el demonio querría que creyera en él, cuando de existir, lo mejor que pudiera sucederle sería pasar inadvertido, que nadie sospechara que él era real, para que no pudieran defenderse.
Acostado ya, pero sin haber apagado la luz y con los párpados que caían sobre sus ojos, aun cuando su corazón palpitaba con furia en su pecho, se preguntó si sería capaz de dejar a una hermana en desgracia, a una de sus ovejas perdidas, quizá no en las manos del demonio, pero sí, en las de la muerte, porque si su esposo estaba renuente a llevarla con algún doctor, aquello terminaría en una trágico deceso.
No se percató, ya entrada la madrugada que la luz de su cuarto se apagó sola y que una figura lo observó desde el borde de su cama, tan sólo, de forma casi inconsciente, tiró de las cobijas para protegerse del frío que comenzaba a sentir y en sus sueños, miró sombras que lo acechaban y una voz que imploraba su ayuda, aunque él mismo rogaba por la presencia de alguien, alguien en quien no alcanzaba a creer aún.
-El exorcismo no la va a librar si tú no tienes la suficiente fe- le advirtió un sacerdote viejo, amigo suyo a quien llamó para pedirle el consejo; por ser un tipo de cas noventa años, podría darse el lujo de ser supersticioso y culpar al demonio de toda clase de enfermedades- lo único que hará es unirte a él, es fundirte con la sombra del maligno y que dejes de servir, no sólo a Dios, sino a la humanidad, eso es lo que él busca.
Pero estaba decidido a enfrentarlo, en parte por ayudar a la mujer y por otra parte, para enfrentarse él mismo a los miedos que pudiera tratar de ocultar con el velo de la ciencia; había llamado a José Luis y le había dicho que iba a ir a mirar a su mujer, como sacerdote, para buscar los signos de una verdadera posesión, de acuerdo a lo que indicaba el ritual romano y así, solicitar el permiso correspondiente para celebrar el ritual.
Y así había llegado a su casa, había llegado hasta el pasillo y ahora tenía que caminar hasta el final, para llegar a la puerta; sus pies se deslizaron de forma lenta por el piso y cuando se encontraba ya cerca, miró la lámpara de entrada que comenzaba a destellar, que amenazaba con apagarse al tiempo que él se iba acercando y cuando su mano tocó el picaporte, se apagó por completo, cubriendo con sombra aquella entrada.
Los goznes chillaron cuando se abrió y enseguida, entró Armando, esperando recibir gritos y amenazas, se encontró, tan sólo, con la penumbra y con un breve destello de luz de luna que entraba por la ventana y que iluminaba el rostro pálido que caía sobre una almohada, de Isabel, había rastros amarillentos brotando de su boca y con algo de horror miró que las manos de ellas estaban sujetas a la cama con jirones de la colcha.
Se acercó y la miró de cerca, aunque sentía miedo, no podía quedarse en esa posición; despacio tocó su piel y se dio cuenta de que estaba fría, levantó con cuidado los parpados y miró sus ojos, no llevaba algún tipo de lámpara para cerciorarse, pero estaba casi seguro de que tampoco habría algún tipo de reflejo, con la angustia dibujada en el rostro, se dio cuenta de que Isabel estaba muerta y lo más probable era que ya tuviera algunas horas así.
Armando se preguntó la razón por la que el demonio, en el caso de que en realidad fuera el demonio la causa de todo aquello, buscaba que él fuera hacia ese lugar, si a fin de cuentas, logró permanecer en el cuerpo de esa mujer hasta que había muerto, quizá tan sólo pretendía demostrar que en realidad existía y que era más fuerte de lo que se podía pensar; pero a fin de cuentas, la muerte es parte de la naturaleza humana, nada tiene de demoniaco.
Los ojos de Isabel se abrieron de golpe y con un fuerte sonido, las manos se soltaron de sus amarres y una de ellas tomó por la base del cuello al sacerdote, la otra se dirigió hacia la cruz que llevaba él colgando a la altura del pecho y con un movimiento rápido la arrancó y la lanzó lejos, el rostro de la mujer quedó a unos cuantos centímetros de el de Armando y luego con fuerza gruñó por varios segundos y luego, lanzó hacia atrás al presbítero.
La mujer alzó las manos hacia el techo como si buscara rasguñar el cielo raso de aquel cuarto, mientras que el grito se hacía más largo y potente, rompiendo por completo el silencio de toda la casa, los muebles alrededor se agitaron y el cristal de la ventana se hizo polvo como si alguna piedra desde el exterior lo hubiera golpeado, mientras que Armando se revolvía en el piso, tosía y trataba incorporarse, para luego, volver a caer de forma pesada; Isabel volvió a gritar con furia y energía y al final, con un suspiro, cayó en la cama.
El sonido de las pisadas de José Luis recorriendo el pasillo se dejó escuchar casi de inmediato, con prontitud entró en el cuarto y miró de soslayo el cuerpo del sacerdote tirado aún en el piso, pero tratando de incorporarse, y se dirigió de inmediato hacia su mujer, a la que miró primero con desconfianza, tal como había hecho Armando minutos atrás y luego se acercó a ella para tomarle una, luego el brazo y llegar hasta su cara, la que acarició con una mezcla de cariño y de miedo.
Se dio cuenta de que estaba muerta luego de unos segundos, luego de que miró sus ojos abiertos y perdidos, que se agachó sobre su pecho y no escuchó el sonido del corazón y que trató de reanimarla, con respiración de boca a boca y con golpes en el pecho, pero todo fue infructuoso, después de su esfuerzo, la abrazó contra su pecho con mucha fuerza y dejó que un sollozo se escapara, para entonces, echarse a llorar.
Pero segundos después dejó de hacerlo, volvió a sentir el frío que desde meses atrás había estado sintiendo, volvió a percibir ese aroma nauseabundo y a sentir una presencia ajena en ese cuarto; escuchó un ruido atrás de él, el ruido de alguien que se arrastraba en el piso y que poco a poco se iba poniendo en pie, giró su cuello despacio, sin soltar el cuerpo sin vida de su esposa, como si de alguna manera aún tratara de protegerla de lo que ahí estuviera.
Miró al sacerdote, que estaba ya de pie, dándole la espalda, con un movimiento de sus hombros como si se estuviera riendo en silencio; la cabeza, que tenía agachada, la fue levantando al momento que giraba el cuerpo para quedar en frente de José Luis y en ese momento, Armando lo miró con unos ojos que él ya conocía, con un gesto en la cara que resumía la maldad y con un movimiento, que presagiaba lo que iba a ocurrir en ese cuarto, en ese cuarto al final del pasillo.
En cuanto a lo formal, y si al autor le parecen cosas de interés, tal vez merecería prestar atención a las repeticiones cercanas ("ahí", "ventana", "luz", "mujer"), las cacofonías ("como si de alguna tratara de que sucediera algo que evitara que llegara"), problemas recurrentes y notables con los signos de puntuación, sintaxis en la que con frecuencia parece que faltan cosas o que están demasiado desordenadas, el uso del guión en lugar de la raya de diálogo, dobles negaciones que equivalen a una afirmación ("los apagones no son cosas que nunca sucedan"), problemas de coordinación en el número entre sujetos y verbos ("los golpes en la puerta había cesado") y muchos asuntos más que harían necesaria, de nuevo si al autor le parece pertinente, una revisión del texto.
En cuanto al estilo, en relación a lo formal todavía, el texto peca de redundancia (porque explica muchas veces cosas parecidas) y de falta de necesidad (explica muchas cosas que no enriquecen la trama, no ofrecen datos importantes sobre los personajes o la historia ni sirven para que avance la acción, sólo están en el texto para ocupar espacio, y eso es algo que en la narrativa corta se debería evitar).
En cuanto al fondo, sí hay posesión, pero la historia sencilla y poco novedosa queda lastrada por la forma.
Mi calificación es 2 estrellas.
Ceterum censeo Carthaginem esse delendam... ;oP