El túnel
A Arturo siempre le habían dado pánico los túneles. Nunca se sabía adónde le podían llevar a uno. La boca del túnel que ahora se abría inesperadamente ante su coche tenía una dimensión más que respetable. De haber podido habría dado media vuelta, de haber podido se habría bajado y vuelto a pie. Un cúmulo de maniobras desafortunadas le había llevado hasta ahí, y ahora ya no tenía remedio. Arturo se removió inquieto, miró desalentado el mástil de señales de tráfico. El breve pitido del coche de detrás le advirtió que el semáforo había pasado a verde. Aceleró por la cuesta abajo. Inmediatamente lo engulló la negrura. Prácticamente ciego, redujo al mínimo la velocidad. Cada vez le costaba más tiempo acomodar la visión a la penumbra. Últimamente no veía bien. Echado hacia adelante, entornó los ojos. Estaba tan oscuro que se preguntó si habría olvidado poner las luces. Estaban puestas. Puso un momento las largas sin notar ningún cambio. Deslumbrado por los reflejos en el espejo retrovisor, desembocó en una autopista bajo tierra de cinco carriles. De inmediato cogió la siguiente vía de salida, ignorando a los coches que le pasaron pitando (había invadido un carril), pero la salida era sólo la entrada de otro túnel. La cosa empeoraba: una red de túneles. Completamente desorientado, se puso un momento a la rueda de un coche, pero, pese al límite de velocidad, iba demasiado rápido y tuvo que dejarlo ir. Resignado, siguió por un ramal, tomó una vía auxiliar, buscando siempre como un ciego la pared del subterráneo. Ésta se ahondó de pronto en una cavidad, la zona de carga de unos grandes almacenes. Por un momento (un semáforo le había obligado a frenar) miró con extrañeza el trabajo de un operario. Continuó, desviándose en seguida a una galería lateral. Más adelante vislumbró a su derecha una caverna en cuyo fondo parecían temblar las luces de una gran ciudad. Para entonces tenía la seguridad de que iba por dirección prohibida, pero el caso era que el tráfico había desaparecido. Por fin se encontró en una curva cerrada, ascendió y con gozosa facilidad se vio fuera.
En cuanto salió del túnel, buscó, agotado, un sitio donde parar, y al poco encontró un hueco y aparcó entre los coches en batería. Se apeó frotándose el cuello (últimamente lo notaba tenso), mientras se percataba de que el tiempo había cambiado. Le llegó un olor punzante, y Arturo miró el cielo como si la pestilencia pudiera venir de ahí arriba. Se fijó en el coche de al lado; estaba tan sucio que en la ventanilla el letrero de «Se vende» apenas se veía. El siguiente estaba igual de sucio (un espejo retrovisor colgaba roto). En el siguiente alguien había escrito en la capa de polvo una palabra: «Huye». Mientras como por reflejo se limpiaba las gafas, Arturo tropezó con una barrera de bolsas de basura. Un contenedor había vomitado sus tripas en la acera, y un poco más adelante, otro contenedor había hecho lo mismo, como si compitieran a ver cuál llegaba más lejos, y lo cierto era que una voluminosa bolsa colgaba incluso, a considerable altura, de la rama de un árbol seco por encima de su cabeza. Caminando entre la porquería, Arturo se raspó el brazo al pasar junto a un cierre echado, y se volvió como para imprecarlo. En él, apenas visible, se leía: «Cerrado por enfermedad», y escrito encima, pero con trazo igual de borroso: «Cerrado por defunción». El local vecino también había echado el cierre. La licorería de al lado se traspasaba o vendía. Al final de la calle encontró un bar abierto, y entró sin pensárselo, pese a que un ruinoso andamio lo ponía un poco difícil. Le sorprendió oírse jadear; hacía ya muchos años que había dejado el tabaco.
El local parecía más que nada un pozo mal iluminado. En el tubo fluorescente temblaba un alga de luz que caía arañando las manchas verdosas que, en las paredes, se arrastraban con paciencia de liquen. Sentado a la barra en la penumbra, Arturo admitió que estaba fatigado. Tras estar un momento acodado, había estado incluso a punto de dormirse, lo que le pareció extraordinario. Así que quitó los codos de la pringosa superficie y saludó, sin dominar del todo el volumen de la voz, a un hombre que adivinó al fondo, y que sin embargo no se movió. Pidió un café. En el mostrador, tras el cristal de la vitrina, se alineaban unos cuantos bollos que mostraban, según parecía, diferentes grados de descomposición.
—No hay café.
Al cabo de un momento que a Arturo se le antojó muy largo, la sombra se acercó. La poca luz reveló un rostro castigado por una virulenta enfermedad de la piel que avanzaba por el despejado cuero cabelludo, en una cabeza por lo demás abultada y llena de pliegues. Impresionado, Arturo pidió una Coca-cola.
—Tampoco hay refrescos.
El camarero sacó un trapo inclasificable que pasó por el mostrador, y añadió:
—Hace mucho que el coche de reparto no viene por aquí.
—No se preocupe. Un vaso de agua.
Tras demorarse otro rato innecesariamente largo, el camarero depositó en la barra un vaso de agua terrosa.
Arturo parpadeó, preguntándose si sería agua potable.
—No le va a matar, si es lo que piensa. Por lo menos no es más nociva que el aire que respira.
—Qué le pasa al aire —preguntó Arturo, vagamente alarmado, alargando la mano hacia un periódico grasiento.
—Que está emponzoñado, claro está. Óigame, ¿usted no es de por aquí, verdad? —afirmó el camarero al tiempo que espantaba un grueso insecto que se le había posado en el dorso de la mano. Arturo se echó hacia atrás.
—Qué clase de animal es ése —exclamó.
—Esto —dijo el camarero atrapando al insecto en un puño—, esto es una mosca. Desde luego ha mutado. A causa del desastre, como usted recordará.
La mosca tenía el tamaño de una nuez. Pero lo más extraordinario no era eso; la mano que la contenía era una mano de seis dedos.
—Por cierto —añadió el camarero soltando el insecto que, confundido, fue a estrellarse contra el cristal de un ventanuco—, yo que usted me cuidaría ese brazo.
Arturo se miró el brazo. Tenía un rasguño que no se había visto antes. Palideció recordando el herrumbroso cierre con el que se lo había hecho.
—Mire —dijo el hombre mostrándole la otra mano. Arturo comprobó que a esa mano le faltaba el meñique. La otra tenía un dedo de más, ésta uno de menos; tuvo que admitir la espantosa lógica—. ¿Lo ve? Esto fue culpa de un corte mal curado.
—Usted me toma el pelo.
Después de desechar cabeceando el periódico que, aunque atrasado, ostentaba una fecha bastante improbable, Arturo se levantó, fue hacia el fondo del local y se enfrentó a un siniestro pasillo.
—¿El baño? —preguntó casi esperando que el camarero le dijera que el baño estaba estropeado.
—Adelante. Vicky no le va a comer.
A su lado, un gato de pelaje amarillento saltó de una silla, le cruzó por delante y, como si quisiera mostrarle el camino, se perdió en el corredor. Arturo hubiera jurado que el gato tenía tres pies.
—¿El interruptor de la luz? —preguntó.
Desde luego los pasillos oscuros le producían el mismo efecto que los túneles, el deseo ardiente de salir corriendo. Ya era un poco mayor para eso, de modo que avanzó tanteando la pared, y escuchó al fondo un maullido, pero tan lejano que se descorazonó. Luego advirtió a medio camino un listón de luz, el perfil iluminado de una puerta, una claridad demasiado amable para corresponder a un cuarto de baño; no lo era. Lo rebasó, y la oscuridad volvió a ser completa. Continuó a ciegas. Sintió que trasponía un umbral. Pisó un charco. Estaba en el baño.
Se encontró en un cubículo encharcado con olor a pis de enfermo y medicinas. El lavabo, demasiado bajo. Sobre el lavabo, un espejo demasiado pequeño, roto al parecer de una pedrada. El baño de un niño demente o un enano. Se observó la herida, había empeorado. Orinó con la vista puesta en un texto terriblemente obsceno que alguien había garabateado en la pared de azulejo. Agobiado por un mal presentimiento, se quedó a oscuras. Tras un intervalo de horror puro, encontró el pulsador y dio la luz.
Cuando salió, la luz del baño le reveló la presencia al final del pasillo de una salida posterior. Sin pensárselo dos veces, abrió la puerta y salió. Lo que vio le deprimió. Un callejón tomado por la basura. En un muro, entre pintadas, volvió a leer un mensaje familiar: «Huye». Un perro, provisto de un carrito adaptado, pasó corriendo sobre las dos patas delanteras y dos ruedas traseras. Arturo vio entonces a un hombre caído en el suelo que le llamaba agitando débilmente los brazos. Cuando fue a socorrerlo, comprobó que carecía igualmente de otras extremidades. En algún sitio cerca, se abrió una puerta y la luz cayó sobre un ratón, sus dos vibrantes cabecitas husmeando entre la escoria. Se alzó un viento extraño, se abrió arriba una ventana. Arturo se volvió corriendo bajo una lluvia de cascotes.
Se encontró de nuevo en el pasillo, asombrado de que un corredor oscuro pudiera brindarle protección. Lo recorrió otra vez. La puerta entornada le ofreció ahora el vislumbre de una cálida habitación. Su vista cayó sobre una cama desarreglada, y después una mujer llenó bruscamente el hueco de la puerta.
—Hola, soy Vicky. ¿De dónde vienes tú?
Recobrándose, Arturo meneó la cabeza como diciendo que era largo de contar. Mirándola, comprendió que era lo más agradable que había visto en mucho tiempo. Tenía el pelo recogido en una alta torre inclinada, y Arturo pensó que en otro momento le habría encantado dedicarse a deshacer esa hermosa torre de Pisa. Se mordió el labio ante ese rostro que tenía la calidez dorada de una manzana Golden.
—Anda, entra. Déjame que te cure ese brazo.
La mujer abrió la puerta y, llevándose la mano a la cabeza, se deshizo el peinado. El pelo empezó a caer y continuó cayendo y cayendo hasta mostrar una cabeza completamente calva. Al mismo tiempo, la cara empezó a llenarse de manchas, igual que empieza a picarse una manzana, y en un momento, como en esas películas que muestran el envejecimiento acelerado de una flor, acabó convertida en una ciruela pasa. Arturo dijo no.
—Admítame un consejo —le dijo al pasar el camarero, que había retornado a su zona de sombra—, no lo dude más y márchese de aquí.
El vaso de agua seguía en el mostrador. El líquido había adquirido el color del veneno.
Nada más salir, Arturo puso en duda lo que acababa de ver y lo desechó con un gesto como el que tira un pañuelo de papel. En cuanto se hubo alejado unos metros, se volvió y otra vez se limpió las gafas, y aunque sin terminar de ver bien, se sintió bastante mejor. «Por cierto», pensó, «debería llamar a casa.»
Marcó en el teléfono móvil el número de su domicilio y cuando al otro lado descolgaron, una voz grave interfirió:
—Ha venido otro.
Arturo dijo:
—¿Ruth?
En su oído, una voz de mujer, pero no Ruth, declaró:
—Lo sé, acabo de estar con él.
—Ruth, ya vuelvo.
—Qué vas a hacer.
—Estoy bien. Espérame.
—Comérmelo, qué otra cosa iba a hacer.
—Déjanos algo.
—¿Ruth?
Colgó, no había manera. Volvió a impacientarse. «Si pasara un taxi, lo pararía para que me llevara a casa. Al diablo con mi coche. Pero qué va a pasar un taxi por aquí, ni vehículo alguno.» Miró deprimido el pavimento resquebrajado, lleno de grietas del tamaño de un dedo, las mil cosas tiradas a lo ancho de la calzada: ventiladores, bañeras, restos de antiguas fogatas. «Qué sitio este. Y es verdad que el aire tiene otro espesor, más grueso, como si no fuera aire, sino algo distinto, tal vez irrespirable». Poco después sintió el pecho oprimido, y se sonó, sin aliviar sin embargo la obstrucción, y al examinar después su pañuelo, halló en él, aparte de ciertos granos de arena, unas partículas como pizcas de cartílago.
En el silencio, poco natural, como el que sigue inmediatamente a una catástrofe, empezó acto seguido a llover. Fue más bien un esfuerzo de lluvia que se tradujo en unas pocas densas gotas que dejaron en el suelo y en su ropa unos palpitantes copos negros, que quedaron adheridos, sin deshacerse, y Arturo juzgó más prudente no tocar. Hizo bien, al poco parte de ellos corría (volaba) en todas direcciones. No quiso ni pensar en lo que eran.
«Será mejor que salga de aquí, y antes de que oscurezca, dudo que haya en esta calle ningún tipo de alumbrado. No, desde luego que no», confirmó observando una farola que tenía los cables a la vista, arrancados, y a cuyo pie le pareció que su cordura se había echado como un animal enfermo. «Un gato». No vio que era un gato hasta que este no se movió.
«No voy a correr.»
Le llegó entonces la confusa melodía de una armónica. No tardó en determinar su origen: una figura encorvada, greñuda, que vestía ropa abigarrada, empujando una motocicleta. Un afilador. De haber estado atento, habría visto que las casas ante las que pasaba estaban en estado de ruina, con las puertas y ventanas apuntaladas; esas casas estaban deshabitadas, con seguridad las que sólo conservaban la fachada, a través de cuyos huecos de ventanas, las más altas, se podían ver cuadrados de otro cielo, azul, más amable. Pero Arturo sólo pensaba que ese hombre podría ayudarle.
—Perdone, cómo salgo de aquí —preguntó, llegado hasta él, con cierta urgencia, aunque no se le escapaba que solo habría una salida.
El afilador dejó de tocar y se dio la vuelta, y bien, estaba desprovisto de rostro, sólo volvió a Arturo un gran hueco, como un bostezo, una cavidad de piel lisa, lívida, que se extendía sin interrupción, como una axila afeitada, de la frente a la barbilla. Desde luego era mudo (y ciego), pero no sordo, como probaban los dos huesitos huecos insertados a los lados de la cabeza. Al parecer tocaba la armónica, también de hueso, por medio de una abertura practicada en la garganta. Tal vez para compensar la falta de cara, la parte posterior de la cabeza y sus manos estaban muy desarrolladas. Por lo demás, tenía buen pelo, mugriento pero abundante (Arturo, que era calvo, no dejaba nunca de fijarse en esas cosas). En conjunto, el efecto resultaba, era inevitable, repugnante. Se entiende que no insistiera más y siguiera adelante.
Un zarpazo en el hombro le hizo prácticamente caer. El afilador lo atrajo hacia su pecho, le palpó la cara con largos dedos ciegos —el cucharón de carne que era su rostro vuelto hacia arriba—, y por fin, con un estremecimiento de disgusto, lo apartó lejos de sí.
«No voy a correr.»
Echó a correr.
Se obligó a detenerse y cubrir acompasado los metros que quedaban, a respirar decentemente. A salvo en la seguridad del coche, oprimió el botón que bloqueaba las puertas. Recostándose en el asiento, procuró relajarse; estaba exhausto. «No debo dormirme», pensó, «no aquí.» Puso la radio y por un momento escuchó sin comprender una especie de desolador parte de guerra. Dio una cabezada, despertó. Afuera un médico tuerto le señaló y formó con la boca una palabra: «Amputación». Arturo dio una cabezada, despertó. A través del sucísimo cristal, percibió una silueta deslizándose a su alrededor. Arrancó el motor; el limpiaparabrisas rechinó y dejó de funcionar. Alguien aplicó su lengua a la ventanilla. Dio marcha atrás, y algo gruñó y cayó bajo las ruedas. Arturo aceleró hacia la boca del túnel.
Tras el lomo erizado de antenas y grúas, el sol empezaba a ocultarse. Aunque menguado y no muy intenso, de hecho parecía más bien una pequeña luna, esparcía una agradable claridad, y Arturo, con lo cansado que estaba, no dejó de notarlo. Volvía a casa después de haber abandonado finalmente el coche a unas manzanas. Todo en él había empezado a fallar, incluida la dirección. El resto del camino lo hizo andando, pensando que por él el viejo trasto podía quedarse para siempre donde estaba. El paisaje familiar le devolvió algo parecido a la calma, a pesar de algún que otro elemento incongruente, que atribuyó al cansancio, y a una nueva huelga de basureros. Una zona de inconsistencia parpadeaba al fondo, y un bloque de apartamentos tembló y desapareció. «Mañana sin falta», pensó, «voy a ver al oculista.»
—¿De dónde vienes tú? —preguntó su mujer saliendo a su encuentro. Obviamente llevaba horas esperándole. Él la besó y la echó a un lado.
Fue al cuarto de baño. Su mujer le siguió. Se duchó, se sentía increíblemente sucio, y lo estaba. Aunque no quiso mirar, vislumbró algo indeterminado y escamoso que había quedado en el filtro del desagüe. Luego, mientras su mujer le curaba el brazo, él la palpó por debajo del camisón, como si buscara a tientas la llave de la luz. Después levantó la tapa del váter y orinó, de pie y territorial. La deseaba, quería poseerla como un bruto. Afuera una sombra llenó el hueco de la ventana, frotándose contra el cristal esmerilado.
Ella no dijo nada, cuando él le sacó por la fuerza la ropa interior. La volvió de espaldas y la tumbó en la cama. Ella se dejó hacer, apagando con pericia la lámpara de noche. Arturo se encaramó como un licántropo y la penetró, su nuca entre los dientes. Le dio la vuelta, le mordió los pechos que boqueaban como peces. La besó, recorrió afanoso el interior de su boca. Se despegó de ella para decirle:
—¡Dios, se te mueve un diente!
Pero se interrumpió, porque en la penumbra sus ojos brillaron extraños.
Dio la luz.
—No pares, tómame, soy Vicky.
Ella le retuvo dentro de sí. Comprimido contra el vientre marchito, Arturo se encontró abrazando un peludo espinazo.
A algunos os sonará, es un relato que envié al vivisecciones, me apetecía darle otra oportunidad. Me gustaría que volvierais a leerlo. Aunque conserva mucho del original, creo que es fundamentalmente distinto. Animado por vuestras críticas, lo corregí, amplié y cambié en un sentido que no puedo desvelar. Espero que tengáis tan mala memoria que hayáis olvidado el relato por completo y todo lo que entonces dije respondiendo a vuestros comentarios.
(Patapalo, si crees que esta nota sobra, bórrala sin más)