Sobre el muro de Adriano
Un episodio lleno de simbolismo en la saga del Príncipe Valiente
Tras el interludio realizado en compañía de Sir Gawain, nuestro héroe se embarca en una aventura épica del modo más canónico: enviado por el Rey Arturo, quien le confía la misión sabedor de que solo alguien de su ingenio será capaz de cumplirla. ¿Cuál es esta? Comprobar que la muralla construida en tiempos de los romanos para contener a los pictos se encuentra en un estado adecuado para utilizarla de nuevo como defensa fronteriza. Es una misión que urge, pues los hombres del norte se han aliado con este pueblo ancestral y amenazan la precaria paz de Inglaterra.
Por el camino, Gawain se descuelga seducido por las propuestas vinateras de Edelbert Ouen, que encarna la nobleza indulgente y apoltronada incapaz de hacer frente a los desafíos que llegan. Val continúa su camino, junto a su escudero Beric, fiel a sus responsabilidades, y termina explorando en solitario el impresionante muro. Es así como conocen a Julián, heredero directo del último guardián del Imperio Romano. Resulta interesante cómo Harold Foster consigue crear un mito plausible a partir de mimbres muy modestos: una herencia familiar y el día a día patrullando una construcción abandonada. Toda la peripecia, de hecho, se haya imbuida de ese modo particular de tratar el mito. No en vano, el propio conflicto bélico tiene ese carácter mitológico, pues condensa en una campaña la amenaza constante que supusieron durante siglos los incursores escandinavos para los ya asentados anglos y sajones que gobernaban sobre britanos.
Por ello, al mando de las huestes invasoras sitúa a Horsa, un viejo enemigo lleno de carisma que encarna el ideal vikingo. Los propios pictos encarnan al bárbaro arquetípico: cruel, salvaje, incivilizado, supersticioso. Harold Foster hace bascular su historia hacia el terreno de lo mitológico.
La llegada de Val malherido de vuelta a Camelot tras numerosas aventuras con los merodeadores pictos cierra este planteamiento con la misma grandilocuencia cuando Arturo muestra su cuerpo cubierto de cicatrices a sus caballeros para enardecer sus ánimos guerreros.
Aunque de momento el joven príncipe sea dejado atrás en manos del médico Morgan Todd, pronto unirá sus fuerzas a los caballeros de la Tabla Redonda. De esta manera, el arco argumental del muro de Adriano se puede cerrar como merece: con episodios bélicos. Entre ellos se encuentra el ingenioso sistema para acelerar la caída del castillo del noble escocés Gil Hirvis, el también mítico duelo a muerte con el campeón vikingo Thundaar, que reviste un carácter de evidente epopeya acentuado por la previa muerte de Arnold de Garth, y la derrota final de la coalición de pictos y vikingos gracias a una serie de ataques relámpago y, por supuesto, el ingenio de Val para sembrar la cizaña.
A pesar de este cierre que reposa de nuevo sobre el realismo habitual del autor, todo este episodio reviste un carácter pseudo mitológico propiciado en parte por el amor de este por la historia antigua. En cierta manera, se puede asimilar a la visión que algunos tendrían en la Edad Media de la gloria del Imperio Romano, que fue sin duda un referente casi mítico.
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