Una incursión al África Negra
Un interludio en la saga en el que Hal Foster nos lleva más allá de las Columnas de Hércules
Después de la intensa confrontación con Angor Wrack, Harold Foster se permite uno de los caprichos más memorables de la serie, uno que, además, dejará impronta y marcará caminos para aventuras sucesivas. Se trata de la expedición al África subsahariana en busca de oro.
Tras haber unido su destino al del vikingo —en el más estricto sentido del término— Boltar y de haber merodeado por las costas mediterráneas, Val se ve arrastrado a una aventura que parece sacada de un escenario de espada y brujería: la búsqueda de un tesoro mucho más al sur de lo que se solía navegar en la época trámite el mapa realizado por un marinero en las últimas.
Hay que decir que aunque la premisa de la tierra mítica pueda sonar fantasiosa, y en cierto modo lo es en el planteamiento, sí que durante la Edad Media hubo reinos en África con tanto oro disponible que perturbaron la economía del Mediterráneo cuando lo introdujeron en sus mercados. Del mismo modo, hay un sustrato histórico en la expedición de Boltar y sus vikingos: ya hubo navegantes en la época de los faraones que emprendieron la circunnavegación de África.
No obstante, Harold Foster, con mucho acierto, no pretende dar una lección de historia, ni siquiera reivindicar rarezas de las misma, sino que se mantiene en ese terreno brumoso entre el realismo y el fantástico al que se va habituando El príncipe Valiente en los días del Rey Arturo. Gracias a ello, peripecias como el desembarco en las islas Canarias —llamadas así por los canes que las habitan— o el encuentro con el “ogro” de la jungla dejan una impronta imborrable por su fuerza visual y su capacidad de sugestión.
Una impronta de tal calado que, a pesar de lo apresurado del desarrollo —la expedición se salda en apenas ocho planchas, incluido el comienzo del viaje, y con una escasa interacción entre personajes—, sitúa esta aventura como una de las más emblemáticas del personaje. ¿Su acierto? El haber tenido la osadía de sacar del marco por completo al príncipe errante y hacerlo manteniendo la coherencia con el resto de la saga. Tan solo el encuadre de las ilustraciones, en el que no sabemos si es la perspectiva o la imaginación de los norteños la que distorsiona la fauna, deja entrever hasta qué punto estamos en un terreno cuasi mitológico a pesar de —interesante paradoja— estar anclado en un realismo absoluto. Con un golpe de mano, Harold Foster había abierto todavía más un universo que parecía ya inabarcable.
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