En las cenizas de la Roma eterna
Intrigas palaciegas en el decadente corazón malherido del imperio
Si bien el abandono progresivo de las criaturas fantásticas —como los dragones, los ogros y las brujas— por parte de Harold Foster genera el espejismo de que El Príncipe Valiente en los días del Rey Arturo va tendiendo al realismo, basta una mirada amplia al escenario para darse cuenta de, por lo menos, su carácter ucrónico. Aunque solo fuera por ese privilegio que se da a la aventura sobre el carácter histórico, creo que no es descabellado incluir esta serie dentro de lo que es la fantasía épica propiamente dicha.
La visita a Roma de sir Gawain, Tristán y Val después de sus aventuras con los hunos es sintomática: se abre el escenario con un guiño a la fundación de Venecia —uno de esos detalles cultos que tanto abundan en la serie— y, después de una panorámica de la Italia arruinada por las invasiones bárbaras, aderezada con un episodio de ingenio en las marismas muy del joven príncipe, desemboca en un colorido enredo palaciego en el que se conjugan el general romano Aecio y el emperador Valentiniano, encarnaciones fabulosamente maniqueas de la virtud y el vicio.
La Roma presentada por Foster se encuentra en un limbo mítico veinte años antes de su caída frente a los bárbaros. Es una Roma llena de detalles pintorescos, con sirvientes egipcios, comerciantes árabes, soldados con anacrónicas armaduras clásicas y extrañas relaciones entre la Inglaterra – Britania del Rey Arturo y un Imperio Romano que, a todas luces, da sus últimos coletazos. Poco importa. No es la solidez del escenario lo relevante, sino su capacidad de sugerir al lector. Y esta es mucha.
Foster nos regala unas páginas impresionantes dentro de ese subgénero de la literatura de aventuras que nos llevaba a escenarios exóticos y que más tarde, trámite la novela de ciudades perdidas, terminaría rindiéndose a la fantasía pura y dura al llegar la realidad mundana a todos los confines, geográficos y temporales. Es una Roma que no existe ni ha existido nunca, la Roma mítica que podrían encontrar unos no menos míticos caballeros de la Tabla Redonda. Es un par de alas para la imaginación que gracias a su habilidad con los lápices cautiva por completo.
El cierre, con una separación de los tres caballeros de gran utilidad a nivel narrativo —si lo que queremos son las aventuras y el desarrollo del Príncipe Valiente—, sigue espoleando nuestra imaginación con una antológica persecución por tierras latinas que incluye nada menos que un volcán. De nuevo, Foster se revela no solo un maestro en el guión —que no duda en salpicar de herramientas útiles, sean secundarios como el sirviente truhán Boldoro o pinceladas sociales que facilitan la huida de sus héroes—, sino también en el apartado gráfico: la escena del volcán pone de relieve que no hacen falta elementos sobrenaturales para hacer magia.
Después de un despertar en las brumas británicas y de la gran epopeya de los hunos, el ritmo no baja y Val se dirige ya hacia nuevos e insospechados horizontes.
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