El interludio del Caballero Blanco
Harold R. Foster reubica a su personaje tras su primera gran epopeya.
Después de la trágica muerte de Ilene, el primer gran amor de Val, en el clímax de su primera gran saga, el autor corría el gran riesgo de acelerar demasiado los acontecimientos: un trauma así hubiera sido excusa suficiente para dejar que el joven entrara en la madurez, el estilo del cómic estaba ya más determinado —con el componente fantástico relegado a segundo plano y el realismo como hilo conductor— y la publicación estaba cerrando ya su segundo año de vida, con lo que los lectores estaban acostumbrados al personaje y, por supuesto, creían en sus grandes capacidades.
Entonces, Harold R. Foster nos vuelve a poner en situación a través del breve episodio del Caballero Blanco, donde Val participará en su primer torneo, después de haber vuelto a Camelot de la mano de Sir Kay, Perceval, Negarth, Tristán y Vriens. Es significativo el papel paternal que adopta ya antes del torneo Sir Lancelot: a pesar de todo lo que ha vivido el joven, Val no deja de ser un muchacho impulsivo lleno de inocencia e ideales. En otros reside la voz de la experiencia y él no se muestra siempre capaz de escucharla.
Por eso, escasamente se ha reunido con Gawain en la corte del Rey Arturo, su prioridad pasa a ser de nuevo ser nombrado caballero. Y, por supuesto, aunque sea hijo de un rey quiere conseguirlo por méritos propios. La idea de la armadura nívea es muy simbólica: denota un caballero sin experiencia, sin blasón propio, pero en sí misma es un estandarte de pureza. El impacto visual de estas páginas es formidable, como también lo es el duelo contra Tristán, resuelto de un modo magistral por el autor.
Este interludio nos permite no solo apreciar mejor el carácter del personaje y ver por dónde van sus sueños, sino también perfilar mejor a los secundarios que ya habíamos conocido. Es muy revelador también su paso por las marismas que gobierna su padre, el rey Aguar. En ellas podemos ver la marca del tiempo. Incluso el reencuentro con Horrit y su hijo nos muestra, por mucha segunda profecía que medie, hasta qué punto las cosas han cambiado ante los ojos del aventurero, un recurso muy útil para digerir las transgresiones mágicas vividas en el pasado. Las marismas han dejado de ser un lugar ominoso y encantado en el que un chiquillo descubre el mundo para convertirse en un dominio desde el que lanzar la reconquista del trono de Thule.
En definitiva, con su habitual buen pulso narrativo Harold R. Foster sujeta las riendas de un personaje que se podría haber desbocado hacia su propio éxito —y ahogarse en él— para ponerlo en el lugar que le corresponde con sus diecisiete años, por extraordinarios que hayan sido.
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