Tarzán de los monos
Reseña del cómic de Burne Hogarth publicado por Organización Editorial Novaro
Es un tebeo que ha estado siempre en tu casa. Es un pedazo de historia y tú, un niño privilegiado, lo desconoces por completo. Para ti Tarzán es un personaje de películas, algo que se parodia en los Mortadelos y que sirve de excusa para gritar a pleno pulmón con los colegas de clase. Al mismo tiempo, percibes algo más cuando lo abres, quizás porque tiene tapas duras, como un grimorio, y un extenso prólogo que no te leerás hasta un cuarto de siglo más tarde. Por eso, no acusas la ausencia de la mona Chita y el sonrojante Yo, Tarzán; tú, Jane. Aquí, de momento, no hay gachi. Y casi lo prefieres. En realidad lo que encierra es mucho mejor y, de algún modo, lo sabes.
Todavía no he podido leerme la novela de Edgar Rice Burroughs, por lo que no tengo ni idea de hasta qué punto es fiel esta adaptación de Robert M. Hodes al original. Lo que sí que tengo claro es que desde el mismo instante que la leí pensé que, de existir una auténtica historia de Tarzán, tenía que ser esta. No tenía casi nociones de colonias victorianas, ni de motines en barcos, pero aquel arranque tenía mucha garra y resultaba creíble. El proceso de adaptación del bebé a la jungla, además, me parecía impecable, aunque a día de hoy me plantee cuestiones lingüísticas.
Sin embargo, lo que más me fascinaba era, sin duda, el apartado gráfico. Entiendo la pasión, quizás algo desmedida por aquello de compensar, que muestra Maurice Horn en el prólogo de esta edición de 1973. No hace falta ser un entendido para ver la capacidad de transmisión que demuestra Burne Hogarth a los lápices. No te pinta una jungla: te sumerge en ella. Y los combates con las bestias salvajes no te los cuenta, sino que te los hace vivir. En una obra como esta, una magia de este tipo resulta indispensable. El sentido de la maravilla tiene que aflorar y, visto que sabemos que Tarzán saldrá con bien de todas sus aventuras, tenemos que sentir su tensión, el dolor de los arañazos, el tacto del barro sobre la piel.
Con Burne Hogarth se da esta magia. Las lianas se antojan pegajosas; la cabaña levantada con tanto esfuerzo, un auténtico refugio hogareño. Uno casi puede imaginarse el sabor crudo de la carne de la leona, ese regusto a victoria, o sentir el pavor de la presa frente al cazador. Este Tarzán consigue transportar al lector mientras el guión fluye y se termina de construir al personaje. Y eso, en definitiva, es de lo que van las historias de aventuras.
Una obra maestra, en definitiva, que además he tenido la suerte de disfrutar en una edición que, casi medio siglo después, sigue en perfectas condiciones. Bien merecía un artículo.
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