Miniaturas sí, miniaturas no
De todos los atrezzos “oficiales” que se usan en las partidas de rol, las miniaturas son el más común y extendido, pero ¿son realmente necesarias en las mesas de juego o un estorbo cuando ruedan los dados?
Los puristas tendrán una idea muy clara al respecto -unos dirán que el rol de verdad no necesita figuritas y otros dirán que son cuasi imprescindibles para marcar las posiciones relativas de los personajes sin gastar toneladas de folios, que los hay de los dos bandos-, pero los jugadores comunes, o al menos yo, no tenemos las cosas tan claras.
Por un lado, nostálgico empedernido, tengo fabulosos recuerdos de mis partidas de Star Wars (el de dados de seis). En aquella época llegaron inesperadamente unas miniaturas en plomo que representaban personajes secundarios de las películas, lo que las hacía muy versátiles para jugar a rol. Eran unos packs de una decena de personajes que, sin duda, daban mucho color, y que me extraña que no hayan sido reeditados en estos tiempos donde lo friki parece tener mercado ilimitado.
Está claro que las partidas que jugamos en aquellos tiempos no son memorables por el uso de miniaturas, pero qué duda cabe de que tuvieron su función. No sólo porque permitían organizar los combates y demás de un modo sencillo y coherente -aunque para los imperiales tiráramos de las mini figuras del Traveller, que tenían el tamaño de los soldaditos de plástico de sobre-, sino también porque, de algún modo, permitía visualizar mejor el escenario.
Creo que éste es un punto importante en la función de las miniaturas: la estética y la ensoñación. Del mismo modo que el plano de la nave espacial de los Duros de Rekeen que venía, creo, con Estrella Rendida fue el trozo de suplemento al que más jugo le sacamos (y no es que la acción transcurriera nunca entre sus muros, pero saber cuál era tu camarote tenía cierto encanto), las miniaturas eran un punto de referencia inmediato a nuestra propia saga, hasta el punto de que a veces se creaban interferencias raras: nuestro estudiante alienígena de la fuerza nos tenía que ir recordando que no era una seta mutante con palpos, sino un tipo con cuatro brazos.
Aquí vemos ya el primer problema intrínseco de las miniaturas: que tanto atraen la atención que a veces despistan. Cuando empezamos con el Stormbringer también pillé unas miniaturas de Grenadier, de ésas que se vendían sueltas por 200 pelas, y como no había mucha variedad, se me coló algún trasgo como humano; al final, uno tenía cierta impresión de deja vu con algunos secundarios, y entraba cierto deseo compulsivo de comprar más para ampliar el abanico de posibles encuentros -una chica, un ladrón, un noble, una pica filkariana...-
Pero casi más que la distracción dentro de la trama, que deforma el aspecto de algunos personajes y la visión que los jugadores se van creando del escenario, la preocupante es la que vuelca el peso del juego en mover peones. Obviamente, una partida de rol, por muy basada que esté en la táctica, las miniaturas y los mapas, nunca se convertirá en un auténtico wargame, porque la libertad de acción siempre será total, pero, a pesar de todo, a veces el propio jugador se olvida, y, en vez de declarar que intenta ensartar con su espada al adversario, mueve la figura de un guerrero y dice “ataco”, como si “atacar” fuera una acción autoexplicativa.
Luego está el tema de la pertinencia. Hay miniaturas impertinentes -los jugadores que las ponen en la mesa suelen serlo también-, que rompen la atmósfera, que no pertenecen al escenario. ¿Quién no ha visto nunca a un tipo con un pistolón demasiado grande? ¿O a un templario con armadura pesada en una cofradía de ladrones? Esto es más “grave” cuando no existen miniaturas adecuadas para la partida que se juega. En ocasiones ya es suficientemente complicado hacer que los jugadores se zambullan en una ambientación histórica de piratas como para que, además, los supuestos corsarios tengan pinta de haber salido del Señor de los Anillos -o más bien de la Tierra Media-.
Seguro que más de uno piensa que esto no tiene una gran importancia, que con unas fichas del parchís, un folio y un boli cubrimos de sobra las posibilidades que nos dan las miniaturas, y aunque estrictamente tendrían razón, se obvia un factor, que es la sugestión humana.
Los juegos de rol tienen ese toque mágico cuando consigues que el personal entre realmente dentro de la historia. En ocasiones se consigue sin más, hablando tranquilamente unos con otros hasta que el entorno se ha tejido y vive por sí solo. Otras veces hace falta algún añadido que relaje a los jugadores, como una música ambiental de fondo -esa banda sonora de Conan el Bárbaro para Stormbringer, o la de Star Wars para su juego homónimo-, o algo de tramoya, como unos mapas envejecidos al limón. A veces es la figurita solitaria del investigador en el vestíbulo de una mansión victoriana la que consigue dar el punto de tensión mágico... o romperlo.
Al final esto es lo que cuenta: ¿qué efecto producen las miniaturas a los que os sentáis en torno a la mesa? ¿Os inspiran? ¿Os distraen? ¿Os dan ganas de jugar a otra cosa? ¿U os sumergen en la trama y os permiten dar más cuerpo a vuestros personajes? Más de un PnJ ha adquirido auténtico cuerpo gracias a su miniatura...
A mí me pasa como con todo, que me va a temporadas. En ésta acabo de descubrir, por fin, unas miniaturas que van de lujo para usarse como investigadores del siglo XIX, y lo que no llegué a tener para La llamada de Cthulhu me llega ahora para Espejo Victoriano. Supongo que es por ello que me he puesto a pensar, y me he acordado de esas partidas de papel y plomo durante mis comienzos roleros...
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