Capítulo V: El Pantano de los Espejismos

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Quinta entrega de Elvián y la Espada Mágica

Cuando Elvián y Piri abandonaron el terrible desierto de Kelbo, siguieron manteniendo el rumbo. Viajaban siempre hacia el oeste, dirigiéndose a la Torre Negra de Malvordus. Durante todo el viaje permanecieron callados. Ni siquiera Trueno se atrevía a romper el silencio con sus alegres relinchos. A medida que avanzaban, el calor daba paso a unas temperaturas más suaves, cosa que tanto el príncipe como el nigglob agradecían. Ya no tenían que echar mano de sus cantimploras tan a menudo como antes.

 

En un punto del camino, Piri se desvió un poco hacia el sur, aunque la Torre Negra estaba más al norte. Sin embargo, Elvián sabía a dónde irían primero. Antes de enfrentarse a Malvordus y rescatar a la princesa, el infante tenía que conseguir la Espada Mágica. Cuanto más cerca estaban del lugar, los sueños del príncipe eran más frecuentes, pero el último que tuvo fue diferente.

 

Elvián ya no se encontraba en una cueva, sino en una enorme habitación que le recordó a los juzgados de su país, aunque más que un juzgado le pareció una gigantesca sala de reuniones. Estaba en el centro de una serie de asientos que formaban círculos, unos dentro de otros. Ante él había un púlpito ocupado por un anciano que no podía ser otro que un Mago. Aunque al principio lo confundió con Astral, podía notar en su persona un poder mucho mayor que el de su amigo. Además, sus ropas eran grises y no llevaba ninguna pluma en su sombrero picudo. Entonces comprendió que aquel hombre era Rashmond, el mayor de todos los Magos. Arrodillado ante él, estaba un enano de unos noventa y cuatro años, joven para los enanos, pues esa edad equivalía a veinte años humanos. Elvián miró los demás asientos y vio que estaban ocupados por otros hechiceros. Entre ellos reconoció a Astral, que ocupaba el asiento central de la tercera fila. El viejo Mago posó los ojos sobre él y sonrió. El príncipe distinguió el brillo de su túnica azulada y la hermosa pluma que atravesaba su sombrero, y sonrió a su vez. Astral se levantó y bajó las escaleras hasta que llegó al suelo, frente a él.

 

-Hola, Elvián –dijo-. Me alegro mucho de verte.

 

-Yo también –respondió el príncipe-. Pero, ¿qué es este lugar? ¿Quién es ése que se arrodilla ante Rashmond?

 

-Esto es el Concilio de los Magos, en Rondor –dijo Astral, y señaló al enano-. Y ése es Garlic. ¿Te acuerdas de que te dije que habían encontrado a un posible elegido para acabar con el Señor de la Oscuridad? Pues es él.

 

Elvián miró a Garlic y sintió una inmediata simpatía por él. En verdad se le veía muy joven, y sujetaba entre sus manos temblorosas una gran hacha gris, que parecía de plata, pero el príncipe sospechaba que se trataba de Mithril.

 

-Es el Hacha de Carahdras –dijo Astral-, la única arma que puede dañar al Señor de la Oscuridad. Pero no te he traído por eso.

 

-Entonces, ¿por qué?

 

-Sé lo que vas a hacer –respondió Astral-. Si vas a luchar contra Malvordus, acepta primero mis consejos. El brujo fue discípulo mío, por lo que le conozco bastante bien. No te fíes de él, ni le subestimes. Aunque su poder no es muy elevado, es un maestro del engaño. Esa espada que vas a buscar te va a ser muy útil. Brilla cuando detecta magia maligna. Ten cuidado en el Pantano de los Espejismos. No dejes que las visiones te engañen. Usa tu imaginación.

 

El príncipe quería hacerle más preguntas, pero tanto Astral como la sala empezaron a difuminarse, hasta que acabó despertándose, gritando del nombre del Mago. Piri, que estaba haciendo guardia, le miró extrañado, pero luego soltó una risita. Elvián le miró irritado, mas el nigglob seguía sonriendo. Al principio, pensó que le estaba tomando el pelo, pero luego vio que era una sonrisa amable. En ese momento, supo que el duende de los desiertos sabía lo de su sueño, y parecía que le animaba a tomárselo en serio.

 

-Ese amigo tuyo, Astral –dijo Piri-, sabe mucho de ese pantano. Haz caso de sus palabras. Si sabes hacer frente a los espejismos, el pantano no tendrá ningún problema.

 

Elvián asintió y se acostó en la hierba. Volvió a dormirse, demasiado cansado para soñar. A la mañana siguiente, el grupo se puso de nuevo en marcha. El ambiente estaba cada vez más enrarecido, y el suelo era más húmedo que antes. Significaba que se estaban acercando a la ciénaga. El príncipe olía un desagradable aroma a flatulencias y descomposición. Ante ellos vieron un cartel torcido y herrumbroso que ponía: “Peligro, Pantano de los Espejismos. Si aprecias la vida, no entres”.

 

A Elvián, que caminaba de pie al lado de Trueno, le temblaron las piernas, pero Piri y su burro avanzaron despreocupadamente. Después de un rato, el príncipe se atrevió a internarse en la ciénaga.

 

La niebla era tan espesa que apenas podía ver al nigglob, que andaba delante de él. En algún punto, un cuerno graznó, y Elvián giró la cabeza en esa dirección, nervioso. Estaba tan absorto con las emociones y sensaciones que le embargaban que chocó con Piri, quien se había detenido para esperarle. La niebla era un poco más leve allí, pero un poco más lejos era todavía más espesa que antes. El nigglob señaló allí con la mano derecha, y dijo:

 

-Si te ponen nervioso los ruidos, tranquilo. A partir de ahí no oirás ninguno, sólo los de tu imaginación. Allí es donde empieza realmente el Pantano de los Espejismos. Es posible que me pierdas de vista, pero no te preocupes y sigue caminando en línea recta.

 

-Espero estar a la altura –respondió Elvián-. Nunca he estado en un lugar como éste.

 

Piri sonrió con amabilidad y le hizo una señal para que continuase andando. El príncipe empezó a avanzar al lado de Trueno, procurando seguir de cerca al nigglob, pero el duende de los desiertos caminaba a un ritmo apurado, dejando atrás al infante y su caballo. Apenas veía a su compañero, que se alejaba cada vez más. Incluso tenía dificultad en reconocer la silueta de Trueno. El terreno era cada vez más blando, y sus botas se hundían hasta los tobillos. En algún lugar sonó un búho. El príncipe miró al caballo, pero el animal parecía no haberlo oído. El infante miró hacia delante. No veía a Piri por ningún lado. Gritó su nombre, y el nigglob contestó alegremente unos metros por delante de él. Elvián suspiró aliviado y continuó caminando. Sin embargo, los ruidos de los animales nocturnos seguían resonando en su cabeza, aunque era mediodía. Sólo falta que canten los grillos, pensó, irritado. En ese momento, un molesto “cri, cri” invadió el pantano.

 

El terreno se volvió más fangoso, y las botas del príncipe ya se hundían casi hasta arriba del todo. Elvián temía que sus ropas reales se ensuciaran. Tenía que haber preparado otros ropajes para el viaje. Volvió a llamar a Piri, pero esta vez no contestó. El infante tragó saliva, aunque no se detuvo. Recordaba que el duende le había dicho que era posible que lo perdiera, pero que tenía que seguir andando. Pero el miedo que sentía era cada vez mayor, y con ello los ruidos de los animales ganaban en volumen y precisión.

 

Entonces, Elvián vio una silueta en la niebla delante de él que se acercaba despacio. Al principio pensó que Piri volvía sobre sus pasos para buscarle, pero la silueta era más alta incluso que el propio príncipe, y el nigglob apenas contaba con un metro veinte de estatura. Apoyó la mano sobre la empuñadura de su espada y esperó. De la niebla surgió un hombre que llevaba la armadura de la Guardia Real de Parmecia, pero sus ojos eran malvados. En cuanto lo vio, Elvián apretó los dientes y se le tensaron los músculos del antebrazo y cerró fuertemente los puños. Aquél era el hombre con quien había soñado desde hacía meses, poco antes de que abandonase el reino. Era el hombre que había asesinado a su padre. Era Gelian. El asesino sonrió con cruel gozo y desenvainó su espada, al tiempo que lo hacía el príncipe. Sin darle tiempo, blandió la tizona hacia el infante, que se defendió con muchas dificultades. Parecía que la muerte había mejorado su esgrima. Eso es, pensó Elvián, está muerto. Esto no es real. Gelian pareció dudar un momento, como si estuviese leyendo la mente del príncipe, pero en seguida se lanzó a por él. Sin embargo, el infante envainó la espada y miró a la aparición.

 

-No eres real –dijo-. Desaparece.

 

Gelian no desapareció, pero parecía manejar la espada con bastante menos destreza. Un par de estocadas, y Elvián lo atravesó con el filo de su tizona. Un momento después, el cuerpo del asesino se había esfumado. El príncipe miró en derredor, buscando nuevos enemigos, pero no había nadie a la vista. Oyó relinchar a Trueno, que le esperaba un poco más adelante. Se apresuró para alcanzarle, mientras sus botas se hundían cada vez más en el fangoso suelo del pantano. Siguieron caminando entre la espesa niebla, que parecía condensarse si cabe aún más. Ahora que estaba al lado de su querido caballo, Elvián andaba más confiado y tranquilo, e incluso parecía que la niebla era menos espesa que antes. Pronto fue capaz de ver a Piri, que avanzaba junto su burro. El nigglob volvió la cabeza y le miró directamente a los ojos, mientras sonreía con amabilidad. Detuvo su paso y esperó a que el príncipe llegara a su nivel.

 

-Lo estás haciendo muy bien –dijo-. He visto cómo te has desenvuelto hasta ahora, y no ha estado nada mal. Aunque me perdiste de vista, no te has dejado llevar por el pánico. Pero ahora llega la parte más dura. A partir de aquí, los espejismos serán más realistas y el control que ejerce el pantano sobre la mente será más fuerte.

 

-Lo tendré en cuenta –respondió Elvián-. ¿Falta mucho para salir del pantano?

 

-No –dijo Piri, frunciendo el ceño como si estuviese haciendo cálculos mentales-, doscientos o trescientos metros.

 

Elvián asintió y siguieron caminando. Ahora, sus botas se hundían por completo, y, en ocasiones, tenía que hacer fuerza para levantar la pierna que se le hundía hasta las rodillas. Elvián no sabía cómo hacía Piri para caminar sobre las aguas estancadas. Al nigglob casi no se le hundían sus zapatos verdes, mientras andaba rápida y graciosamente sobre la ciénaga. Pronto perdió de vista al duende de los desiertos.

 

Elvián gritó su nombre, pero Piri no contestó. Se había quedado solo de nuevo. Ni siquiera podía sentir a Trueno a su alrededor. Justo en ese momento, los ruidos de los animales nocturnos volvieron, taladrando el cerebro del príncipe. Los grillos eran especialmente molestos, pero los gritos de los búhos, cuervos y lobos le asustaban. Se dio cuenta de que cuanto más miedo tenía más se hundía en el fangoso terreno. Detuvo su paso y respiró profundamente, intentando tranquilizarse. A medida que se sentía mejor, los chillidos de los animales fueron acallándose y se hundía menos. Entonces, echó a andar de nuevo.

 

Habría recorrido unos ciento cincuenta metros, cuando dos siluetas se hicieron visibles en medio de la niebla. Se acercaron despacio, y Elvián vio que una de ellas era un poco más baja que él y la otra bastante más alta. El príncipe descubrió que eran Fleck y Zelius. Apretó los dientes con furia y miró con odio a su hermano y al aprendiz de Mago. De pronto, no estaba en el Pantano de los Espejismos. La niebla se disipó por completo, y descubrió sorprendido que estaba en los jardines del castillo de Parmecia. Zelius sonreía mientras asía celosamente el libro de magia de Astral.

 

-¿Te acuerdas de esta situación? –dijo-. A ver, ¿cómo era…?

 

El aprendiz de Mago extrajo de su túnica una probeta que contenía un líquido verdoso y se lo bebió de un solo trago. Después abrió el libro, leyó y gritó con fuerza “¡Eölo transformare inno frogna!” De pronto, Fleck desenvainó su espada y se lanzó hacia Elvián. El príncipe detuvo el golpe, pero por algún sortilegio, su hermano había mejorado su esgrima de forma brutal. Con un par de movimientos, el joven infante desarmó a Elvián y se preparó para asestarle el golpe final. Elvián se tiró al suelo y giró sobre sí mismo hacia su espada, esquivando las estocadas de Fleck. El príncipe se levantó de un salto y atacó a su hermano, pero éste no tuvo muchos problemas para neutralizar sus embestidas. Le dio una patada en la pierna derecha y le hizo caer de rodillas. Después le desarmó de nuevo y alzó la espada.

 

-¿Te acuerdas de lo que pasaba ahora? –dijo Zelius-. Ahora era cuando asumías tu derrota y Fleck te cortaba la cabeza…

 

-Sí –respondió Elvián, con un tono de voz monótono, como si estuviera dormido-. Me acuerdo.

 

Fleck sonrió y alzó aún más su tizona. Ensanchó su diabólica sonrisa y se preparó para cercenarle la testa. De pronto, se paró y miró a todos los lados, sobresaltado. Zelius también parecía buscar algo con la vista. Elvián alzó los ojos y vio a Piri detrás de él. ¿Qué hacía allí? El aprendiz de Mago también localizó al nigglob y le lanzó un rayo azulado con el dedo índice. Era curioso. No recordaba que Zelius tuviera esos poderes. Aunque tampoco importaba. Piri se limitó a chasquear los dedos, y el rayo se convirtió en un ramo de flores azuladas que cayeron inofensivas al suelo. Zelius miró su dedo, sin comprender. Entonces, el nigglob corrió graciosamente hacia él y le dio una patada en el trasero que le hizo inclinarse hacia delante, lo que aprovechó para subirle la túnica hasta la cabeza, revelando los calzoncillos de perritos del aprendiz de Mago. Fleck corrió hacia el duende y le lanzó un gran mandoble, pero Piri lo esquivó de un salto y aterrizó sobre la cabeza del joven infante. Fleck se revolvió para sacarse de encima al molesto duende de los desiertos.

 

-¿No lo entiendes? –decía Piri mirando a Elvián-. ¡El Pantano de los Espejismos está jugando con tu mente! Si este hermano tuyo te hubiera cortado la cabeza, ¡tú jamás habrías estado aquí!

 

¡Es verdad!, exclamó Elvián mentalmente, ¡ya recuerdo lo que pasó realmente! El príncipe se incorporó y miró a Zelius, que estaba luchando por colocarse bien su túnica. Entonces, abrió los ojos con sorpresa y su cuerpo empezó a menguar hasta que el aprendiz de Mago quedó convertido en una rana verdosa. Entonces entró en escena Astral, con su túnica azulada y su sombrero picudo adornado con una pluma, que recogió la rana y miró a Elvián primero y después al batracio.

 

-Me he enterado de tus intenciones –dijo-, y he decidido actuar. He cambiado los ingredientes de tu pócima, y he aquí el resultado –miró al príncipe-. Adelante, muchacho, vence a Fleck.

 

Elvián asintió y, con unos cuantos movimientos, despachó a su hermano. El paisaje del castillo se esfumó y apareció de nuevo en el pantano. Piri estaba a su lado, sonriendo alegremente.

 

-¿De verdad pasó eso? –preguntó, intentando aguantar la risa.

 

-Sí –respondió Elvián, y después de esperar a que su compañero acabase con su estridente carcajada, continuó-. ¿Cómo conseguiste entrar en mi espejismo?

 

-Ya te dije que los nigglobs somos las criaturas mágicas más poderosas –dijo Piri-. Además, podemos leer y manipular los sueños ajenos, y uno de estos espejismos es como un sueño.

 

-¿Qué hubiera pasado si Fleck me hubiera matado en el espejismo?

 

-Pues que hubieras hundido del todo. Mira hacia abajo…

 

El príncipe obedeció al duende y descubrió con sorpresa que se había hundido hasta la cintura. Piri le ayudó a salir de las arenas movedizas. Se sacudió un poco los pantalones y las botas para limpiarlos de lodo, y continuó andando junto al nigglob hasta el final del pantano, donde les esperaban Trueno y el burro de Piri. Caminaron un poco más y salieron de las nieblas. Elvián se quedó de piedra cuando vio que delante de ellos, a unos escasos cincuenta metros, estaba la entrada a una profunda cueva.

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