El baile de los vampiros
Reflexión homenaje sobre este impresionante e improbable film de Roman Polanski
La primera vez que tuve noticia de El baile de los vampiros fue a través de un programa de La 2. La estética de las letras y el programa en el que se enmarcaba, junto con aquel nombre impresionante -Roman Polanski- ahuyentaron todo deseo de ver esta película. No obstante, uno crece y empieza a saber escarbar en las capas superficiales de las cosas, y fue así como sucumbí a la tentación de esa cinta VHS descubriendo esta película mítica.
El baile de los vampiros es una parodia de las películas de vampiros que tan de moda se pusieron en Holywood durante un tiempo (sí, antes de Scary Movie ya se hacían parodias, y muy buenas). Es algo que se pone de manifiesto más claramente en el título original: The fearless vampire killers (Los intrépidos cazavampiros), cuyo subtítulo rezaba Pardon me, but your teeth are in my neck (Disculpe, pero sus dientes están en mi cuello). Quizá sea un humor algo estrambótico, lejos del chiste fácil o vulgar, pero sin duda es humor en estado puro.
El repaso que se hacen a los conceptos de los vampiros durante la película es exhaustivo y mordaz. Empezamos con el reparto: tenemos al profesor Abronsius (que no es más que una versión caricaturesca del Van Helsing de Bram Stoker) -interpretado por Jack MacGowran-, un viejo enjuto con una bis cómica inimitable que durante toda la película nos sorprende con los números más ridículos que cupiera imaginar; a su ayudante –no podía faltar- encarnado por un Roman Polanski desbordante (sí, el viejo no es Polanski, como siempre creímos muchos inocentes); al vampiro, un aristocrático Ferdy Mayne haciendo de un remedo de Drácula malo malísimo con discurso de conquistar el mundo incluido; y, cómo no, a la pechugona dama en apuros, Sharon Tate, que resuelve con mucho acierto el papel, a mi parecer, más ingrato de la película.
Más sorprendentes son las apariciones del hijo del conde Von Krolock, el vampiro gay -Iain Quarrier-, de una especie de híbrido entre Igor-la-palanca y el jorobado de Notre Dame que da mucha grima pero es más bien inofensivo -Terry Downes- y, sobre todo, la brillante actuación de Alfie Bass como posadero abnegado. De hecho, los personajes de los lugareños son de lo más interesante, porque a pesar de que su patente comicidad, consiguen sembrar al principio ese intríngulis inquietante que tiene que tener toda película de terror, por muy paródica que sea.
Con este plantel, vamos entrando en todos los tópicos del género. Tenemos la Transylvania nevada e infestada de lobos (con una impresionante fotografía y un número con una manada lupina que parece sacado del National Geographic), los lugareños supersticiosos con sus ajos, las escenas eróticas –que en la película no tienen nada de ambiguas y sí bastante de cómicas-, la cena con el vampiro que no cena –excusa perfecta para el número más divertido de Jack MacGowran durante la película: la imitación del murciélago en sus hábitos nocturnos-, la incursión a la cripta –otra genialidad por esa sensación de tontería absoluta mezclada con tensión- y, finalmente, la sorpresa mayúscula: el baile. Sinceramente, no me extraña que prácticamente todos los países cambiasen el título de la película por El baile de los vampiros, porque es como el sello demencial que remata todo lo visto. Si hasta este momento habíamos disfrutado todo tipo de desatinos, el baile se lleva la palma.
El enfoque, durante todo el metraje, es de lo más curioso. La ambientación y todos los detalles, así como el transcurso de la historia, encajan a la perfección en una clásica historia de vampiros, y son tan acertados que la atmósfera es perfecta. Sin embargo, en mitad de todo ello, los personajes tienen actitudes tan normales, tan mundanas, que la cosa deviene ridícula.
Seguramente, muchos espectadores actuales se quedarán con la mandíbula desencajada al ver los “efectos especiales” –hay momentos en los que parece que la cinta se acelera- y puede que encuentren el ritmo extraño. Los escenarios, el vestuario y el maquillaje, en cualquier caso, son impecable. Además, nos encontramos con un tipo de fotografía que ya no se estila en las películas y que daba una impresión mezcla de realismo y fantasía muy peculiar.
La banda sonora –otra cosa curiosa- no funciona en el sentido de crear un ambiente jocoso, sino todo lo contrario –y es muy efectiva-, por lo que la película puede resultar desconcertante en algunos momentos. De hecho, es desconcertante en muchos más aspectos.
Tengo la impresión de que como parodia trasciende su marco natural: es una parodia tan bien hecha que por momentos hubiéramos deseado que Polanski hubiera hecho una película en serio. Por eso, quizá, a veces no es todo lo hilarante que se hubiera deseado. Lo que sí que tengo claro, es que para mí es una obra maestra. Sí, bendito el día que me aventuré a ponerme aquel casete a pesar del impresionante nombre del director y sus créditos desconcertantes.
Por cierto, muy recomendable verla en versión original, pues los actores bordan sus papeles, tanto principales como secundarios.
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