La espada salvaje de Conan: El destructor de mundos
Reseña del cuadragésimo tomo de la reedición de Planeta DeAgostini
Michael Fleisher a sus anchas. Así podríamos resumir este cuadragésimo tomo de la reedición de La espada salvaje de Conan realizado por Planeta DeAgostini. El guionista parece haber asumido que está en una carrera de larga duración y ha decidido ponerse cómodo.
Es algo evidente en la primera historia del volumen, Las garras del pigargo, donde no solo se embarca en una trama relativamente complicada de asedios y contraespionaje, sino que se permite emplear unas cuantas viñetas para prepararnos el siguiente número: El destructor de mundos, que da título al tomo.
Si nos ceñimos a Las garras del pigargo (una especie de ave de presa de gran tamaño), aunque el apartado gráfico de Gary Kwapisz y Ernie Chan no consigue brindarnos un antagonista tan aterrador como el de la cubierta de Joe Jusko, en justicia hay que decir que se las apañan bien con la concatenación de elementos peregrinos que impone el guionista: panorámicas de un asedio, ingenios voladores, escenas eróticas, combates de gladiadores, palacios, zonas rurales, barrios de mala muerte, cultos espeluznantes de criaturas deformes... La total. Y no siempre compensada: la transformación en el pigargo de marras es algo confusa (de escriba mantecoso a musculada arpía... ¿cómo?), pero el cierre de la historieta mudo es de lo más solemne y resultón.
Como viene siendo habitual, a modo de pequeña historia corta de interludio, nos llega Temer a Crom de la mano de Don Kraar (guión) y Mike Dochery (dibujo). La historia es sencilla pero rebosa épica (y testosterona) por los cuatro costados. En ella, el cimerio da una lección de valor y músculos a unos desmoralizados argosios que están asediando una ciudad estigia. Es una historieta articulada en torno a viñetas y encuadres sombríos, brutales e intensos, del primero al último, y funciona de maravilla con sus toques de humor negro.
Y de aquí retomamos el proyecto de Michael Fleisher, con una continuidad perfecta con el número anterior... de alguna manera, porque El destructor de mundos es un cómic raro de narices. En primer lugar, porque aunque retoma todo el horror cósmico propio de algunas historias de Robert E. Howard (no olvidemos su relación con H.P. Lovecraft) lo hace con una perspectiva humorística. Casi podríamos hablar de horror cómico. El planteamiento, que hace aguas por varios flancos, es que un joven escriba nemedio que sigue las aventuras de Conan (un guiño evidente a sus lectores) terminará como el héroe de La historia interminable pasando al otro lado de la página, donde está la acción y se dirime el destino del universo.
Así, el pobre chaval apocado que se espanta incluso cuando las rameras nemedias le dirigen la palabra va a remover Roma con Santiago (¿Shadizar con Messantia?) para evitar que la secta del número precedente invoque al susodicho destructor de mundos, y Conan, por supuesto, parece la única solución. Sin embargo, este está ocupado en otras cosas (destruir tabernas, mutilar gente, secuestrar jovencitas y, por supuesto, emborracharse y fornicar).
El tono del cómic es gamberro a más no poder y hay incluso algo de autoparodia que le sienta bien. La trama se enreda todo lo necesario para ser justamente excesiva y Conan llega tarde a un desenlace aún más absurdo cuando el Devorador de almas (otro viejo enemigo rescatado para la ocasión) se sacrifica para salvar el mundo del que él mismo quiere alimentarse. Que nadie busque la lógica de criaturas así... ni de Michael Fleisher. El resultado, gracias al trabajo de Gary Kwapisz y Ernie Chan, funciona bien a su manera, todo hay que decirlo.
Como cierre, La posada de Vezek, de Jim Owsley, ilustrada por Mike Docherty, es un broche simpático que se inscribe en la (ya) tradición de historias divertidas donde el cimerio no hace nada (salvo dormir y dar miedo) y todo se lía a su alrededor. Básicamente es una pelea tabernaria con estructura de comedia de situación.
Con todos estos elementos, La espada salvaje de Conan: El destructor de mundos es un número inesperado que deja con una buena sonrisa. Una apuesta arriesgada que, a mi parecer, salió muy bien.
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