El vicio más viejo del mundo
Un relato piratil y bravucón de Patapalo
La atmósfera estaba cargada en Singapur. La atmósfera estaba cargada en aquella taberna. Si afuera amenazaba el monzón, dentro se paladeaba la galerna. El humo del opio se entrelazaba bajo las vigas lacadas que decoraban el techo. El humo del opio se entretejía con las blasfemias, con los alientos cargados, con las carcajadas. Era una noche para contar historias, para cantar bravatas.
El capitán Augusto Malacanna estaba de pie en un rincón. Observaba silencioso a los parroquianos: occidentales cubiertos de tatuajes, aborígenes con el rostro atravesado de bambú, orientales con sonrisas cubiertas de oro, simios con aros en las orejas y modales de piratas… Todos ellos eran elementos habituales del colorido cuadro de aquel rincón de los siete mares. Todos ellos eran habituales bebedores y narradores de historias y, tal vez por ello, casi no escuchaban al capitán Gordon Scotch, su boceras preferido.
─Quince bajeles, malditos sean, ¡quince! Y mi junco con el velamen destrozado. ¡Demonios! “¡Venderemos cara nuestra vida!” Me dije. Perros de Catay, sí, pero con más arrestos que esos mariconazos ingleses. “¡¿Queréis té?!” Aullé subiéndome al palo mayor, y desde allí le descerrajé un tiro entre ojo y ojo al malnacido de Collins.
Scotch gesticulaba congestionado, el rostro cubierto de sudor, el rostro cubierto de roja emoción, de sangre de abordaje. Su tripulación de sanguinarios orientales coreaba ebria el relato de su capitán. Hierro y fuego. Licor y oro.
Los hombres del mar reían complacidos, enardecidos. Brindaban con sus jarras de terracota y se abrazaban sudorosos. Los barcos tatuados navegaban en alegría. Todos participaban. Todos, salvo Malacanna. En silencio, la comisura del labio trémula, observaba. Entonces, Pier Lafête tomó la palabra.
─¡Bagatelas! ¡Bagatelas! Fuego escupían los cañones de Manila el día que robé la peluca del gobernador, no aquellos bajeles, que seguro que no eran quince, ni diez. Aquella noche sí que saltó el Infierno a los Mares del Sur. Hasta Bengala nos hubieran podido mandar con toda la pólvora que tiraron los perros españoles…
Malacanna apoyó lentamente la mano sobre la empuñadura de su sable. Un observador atento hubiera percibido la palidez de sus nudillos, la tensión oculta. Un observador atento, de todas formas, no se hubiera metido en semejante antro si no pretendiera dejar de serlo, anegado en litros de licor.
─¡Niñerías! Uno no es un hombre de verdad hasta que no se ha visto acorralado por una tribu de coleccionistas de cabezas. En mi lugar os hubiera querido ver, después de un naufragio, armado únicamente con un trozo de madera podrida. Uno a uno los tuve que estrangular con mis propias manos.
Aquello era demasiado. Malacanna no lo soportaba más. Era el viejo Michelle “Seisdedos”. Era demasiado. Era insoportable. Su historia. Su silencio.
De pura rabia, sin pretenderlo, hizo estallar la jarra de terracota en mil pedazos. Había apretado demasiado y, ahora, un silencio de sepulcro, hondo como el suyo propio, se había adueñado de la taberna. Todos le observaban y él permanecía impertérrito, la mano con los nudillos blanquecinos sobre el pomo de la espada. Entonces, finalmente, se dejó llevar.
─¡Historias para viejas! ─aulló alzando la mano ensangrentada─. Horror fue el que viví entre los caníbales de las Islas Caimán…
Bravatas cantadas, historias contadas. El vino siguió corriendo y los hombres de los siete mares navegando en él, dedicados al vicio más viejo del mundo. Era, sin duda, una noche para cuentos y cuentistas.
- Inicie sesión para enviar comentarios