Elvián en la Ciudad Perdida: El zombi
Cuarta entrega de esta novela de fantasía de Gandalf
El interior del edificio presentaba un aspecto sucio y desordenado. Por todas partes se arremolinaban restos de antiguos muebles, cuya madera se veía claramente apolillada y podrida, y en algunos casos hasta fosilizada. El hedor no era insoportable, pero en ocasiones se veían obligados a taparse la nariz. Una antigua escalera rota yacía frente a ellos en grandes bloques de piedra. En el techo destacaba un gran agujero del que sobresalía algún peldaño suelto de la escala que milagrosamente había sobrevivido al paso del tiempo. Uno por uno, los Magos invocaron “Levitación” para atravesar el agujero y acceder al piso superior. Rashmond ayudó a Rötar a trepar y luego ascendió él, dejando a solas a Elvián y Astral.
–¿Necesitas ayuda para subir? –preguntó el hechicero.
–No, me las puedo arreglar solo –respondió el príncipe, y acto seguido saltó hacia el hueco y, agarrándose a los bordes, trepó al interior.
Astral estuvo con él en seguida, después de invocar “Levitación”. Ahora se encontraban en una nueva estancia, también en estado lamentable, pero mucho más cuidada que la planta baja. Los muebles estaban dañados, pero estaban colocados de forma coherente. Incluso había sillas junto a mesas de madera desgastadas, algunas de las cuales tenían libros encima. El suelo estaba limpio y libre de polvo, y aunque todavía no olía demasiado bien, era evidente que alguien se esforzaba por airear el piso. Rashmond se acercó a lo que en otro tiempo había sido una ventana que daba a la calle.
–No es un zombi común –murmuró–, si es que realmente es un zombi. Sea lo que sea, se preocupa por limpiar.
–¿Está aquí? –preguntó Dalmar, que se había acercado a él–. ¿Puedes sentirlo?
–Sí –repuso Rashmond–. Está escondido en algún lugar de esta estancia. Definitivamente, huele a zombi. Pero a algo más… ¿Magia? La verdad es que el olor me resulta familiar.
Elvián observó detenidamente cómo el Mago husmeaba el aire y recorría con calma la estancia. Zeon también miraba, pero su rostro mostraba desinterés, aburrimiento e incluso desprecio. Entonces, Rashmond se quedó mirando intensamente un viejo armario que estaba en una esquina en penumbras. Hizo un gesto a los demás para que se alejaran de él y se volvió rápidamente a Dalmar y a Runuc, que estaba junto al agujero del suelo por el que habían entrado.
–Vosotros, sellad esas salidas –ordenó.
–¿Cómo? ¿No vas a destruirlo? –preguntó Dalmar.
–No –dijo Rashmond–. Por lo menos aún no. Ese zombi me intriga, y quiero interrogarlo.
Runuc se limitó a asentir y tocó con la parte superior de su cayado cada esquina del hueco. Cuando Dalmar hizo lo mismo con la ventana, Rashmond apuntó con su bastón a la puerta del armario y dibujó con él un círculo imaginario. Inmediatamente, las puertas del mueble se abrieron de par en par, revelando su interior.
Y allí estaba el zombi, agazapado entre restos de ropas apolilladas y harapientas. Al verse descubierto, su primer impulso fue abalanzarse sobre el Mago pero, con gran calma, este se limitó a dirigir la palma de la mano hacia él y decir:
–Rüzgar1.
De la mano de Rashmond emergió una potente corriente de aire que hizo caer al suelo al zombi, que se incorporó con rapidez y se dirigió flotando a la ventana. Pero se topó directamente con un campo de fuerza que le impidió la salida. Probó suerte con el agujero del suelo, con el mismo resultado. Entonces siseó furioso y estiró las manos hacia el Mago. Un rayo luminoso brotó de sus palmas y se lanzó hacia él. Rashmond no había previsto esto, pero aunque solo fuera por poco, logró esquivar el ataque. Alzó su cayado y la parte superior se iluminó. El zombi cayó al suelo, oprimido por una mano invisible. Entonces, Midna dibujó círculos imaginarios con las manos mientras gritaba:
–Zdrope2.
Una cuerda de luz verde rodeó el cuerpo del zombi y lo inmovilizó por completo. Luchó como una fiera para deshacerse de la cuerda, pero toda resistencia resultó inútil, por lo que finalmente dejó de forcejear. Entre todos izaron al zombi, evitando en todo momento los dientes de la criatura, y Rashmond se enfrentó a ella. Sin dudarlo un solo instante, el Mago agarró la capucha del zombi y tiró de ella hacia atrás. Se descubrió el rostro de un hombre, con la piel azulada típica de los muertos vivientes, pero una cara humana al fin y al cabo. Sin embargo, una gran gema roja, con una profunda fisura que la dividía de parte a parte, brillaba en su frente. Rashmond arqueó una ceja, reconociendo al monstruo.
–Esto reconozco que no me lo esperaba –musitó–. Después de tantos milenios, no esperaba encontrarte de nuevo, Sombra.
–¿Este es Sombra? –preguntó repentinamente Zeon, abandonando su actitud altiva y mostrando interés–. ¿Aquel del que me has hablando tanto en mis clases?
–Así es, discípulo mío –contestó Rashmond–. El mismo que mediante tratos con demonios adquirió todo su poder.
–¿Quién eres tú, viejo? –siseó el zombi–. ¿Cómo sabes quién soy? No te conozco.
–Ah, sí, claro que me conoces –dijo Rashmond–, pero no con este aspecto. Observa bien, porque esto no puedo hacerlo muy a menudo.
El Mago se pasó una mano por el rostro mientras musitaba un encantamiento en la lengua de los Dioses. Por un instante, su cara fue la de un hombre joven y de gesto alegre, su cabello negro y corto, aunque algo despeinado, y no había ni rastro de barba en sus facciones. El efecto no duró más que un momento, pero bastó para dejar boquiabiertos a Elvián, Rötar y Zeon. Sin embargo, la sorpresa del zombi era mayúscula.
–¡No puede ser! –exclamó cuando logró articular palabra–. ¡Eres el Maestro Lung! ¡Deberías estar muerto!
–Los Dioses protegieron a los Maestros durante el Cataclismo –explicó Rashmond–. Todavía podemos invocar parte de sus poderes, pero como ahora habitan en los Mundos Superiores y su poder nos llega muy debilitado, no podemos disfrazar el paso del tiempo en nuestros cuerpos, y por eso tenemos aspecto de ancianos. Pero quien me preocupa eres tú. Que yo sepa, Lobo acabó con tu vida. ¿Quién te ha hecho volver de la tumba?
–No se puede resucitar lo que no está muerto –dijo Sombra tras soltar una risotada–, y no se puede matar aquello que es inmortal. Lobo solo acabó con una pequeñísima parte de mí –señaló a su frente–. Esta joya solo es un fragmento de toda una montaña de este material, y mi vida reside en él.
–¿Sabes? Eres demasiado orgulloso –dijo Rashmond–. Algún día tus palabras serán tu perdición.
La respuesta de Sombra fue otra carcajada. Midna se acercó a ellos y, después de mirar con abierto desprecio al zombi, se volvió hacia el Mago.
–¿Qué hacemos ahora? Me refiero al tema del castillo, y con él –señaló a Sombra.
–De momento pasaremos la noche aquí –dijo Rashmond–. Hildavar tiene unos hábitos muy regulares. Mañana por la mañana dejará el castillo y la ciudad para alimentarse, no quiero saber de qué. Aprovecharemos su ausencia para entrar en el castillo y nos dirigiremos de inmediato a la Sala del Tiempo. Afortunadamente, no puede entrar en ese lugar, del mismo modo que no puede hacerlo en estos edificios. Y a Sombra lo llevaremos con nosotros. Sugiero que cenemos algo y nos dispongamos a dormir.
Midna asintió y Valdekät empezó a quitar del fajo que llevaba a la espalda todo tipo de alimentos. Por su parte, Melmac se encargó de conjurar un fuego mágico en el suelo. Lan fue el encargado de preparar la comida.
Elvián había estado escuchando la conversación en silencio, captando todos los detalles. Miró de reojo a Rötar, que se acercaba al grupo para ayudarles con la comida. Después de una rápida mirada a Sombra, que atado de pies y manos permanecía en silencio, clavó los ojos en Zeon, y se estremeció. Creyó captar un brillo extraño en los ojos del aprendiz mientras observaba con interés al zombi, y supo de inmediato que maquinaba algo.
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