Un diablo con mostachos
Un relato de ambiente napoleónico de la mano de Patapalo
—La primera vez que lo vi, yo tenía solo trece años. Acababa de entrar como tamborilero en el octavo de infantería y, desde aquel primer día, se convirtió en mi modelo. Debía tener solo cinco o seis años más que yo, pero era todo un oficial, de planta y de espíritu. Me acuerdo que aquellos mostachos que ya entonces lucía fueron mi envidia durante mucho tiempo.
—Y la de todo el regimiento —coreó un hombre rechoncho a su izquierda.
La taberna era pequeña y, además, el único sitio en aquel pueblo perdido donde se podía tomar una buena cerveza. En aquellas circunstancias, no se podía elegir la compañía. Húsares, fusileros, artilleros y oficiales de intendencia se veían obligados a compartir mesa en una extraña promiscuidad. El sujeto de conversación era, tal vez, el único que podía interesar a todos aquellos suboficiales rudos, hambrientos y ateridos por el frío: el capitán Ladislas Chamski.
—Yo lo conocí en la expedición a Egipto del Emperador —intervino un suboficial de artillería de aspecto sombrío que, quizás por la osadía de referirse así a Bonaparte, no alzaba los ojos de su pipa—. Estábamos atrapados en una hondonada y una horda de traidores mamelucos nos acosaba sin cesar. Entonces apareció él, con la espada en ristre, encabezando la más temeraria carga de caballería que haya contemplado nunca. ¡Tendríais que haber visto correr a esos canallas! ¡Parecía que llevaran al Diablo tras las grupas de sus camellos!
Todos rieron complacidos aquella bravata. La batalla contra los prusianos era inminente y resultaba todo un alivio contar con semejante comandante.
—Serví a ese polaco loco durante el asedio de Reims —intervino un joven sargento de caballería de ojos grandes y brillantes—. Cabalgar a su lado ha sido el mayor privilegio que he tenido nunca. Una bala impactó al corneta justo cuando llamaba a carga. El muchacho cayó en terreno abierto y, por mucho que se esforzaba, no conseguía hacer sonar su instrumento. Entonces, el capitán Chamski fue caminando hasta él, ignorando la lluvia de proyectiles, y, ya a su lado, se volvió hacia nuestras posiciones y nos imprecó gritando: “¿¡Estáis ciegos o es que necesitáis oír nanas para cumplir con vuestro deber!? ¡A la carga, bellacos! ¡A la carga! ¡Con o sin corneta!” Demonios, nunca se me olvidará el rugido de los soldados al lanzarse con las bayonetas caladas contra el enemigo. Le hubiéramos seguido hasta el mismo Infierno.
—El Infierno casi lo desata —le interrumpió con aire jocoso un suboficial de intendencia visiblemente achispado— al confundir al mariscal Marat con su ayuda de cámara. ¡Nunca he pasado tanta vergüenza en mi vida!
Un silencio de sepulcro se hizo en la estancia, embargando a los militares en una cierta confusión. La mayoría buscó quehacer rellenando sus pipas o yendo a buscar más cerveza. El desafortunado comentario había afectado notablemente a su estado de ánimo.
Y no se debía a que se sintieran vejados al escuchar mofas sobre su héroe predilecto, sino, más bien, porque alguien había tenido la mala cabeza de hacerles recordar que, al día siguiente, el que les llevaría a la batalla era, a fin de cuentas, un hombre.
Solo un hombre.
Aunque pareciera un diablo con mostachos.
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