Malditos bastardos
O de cuando el pulp devora un metraje (y a sí mismo)
Tarantino es uno de estos creadores que parece obsesionado con reinventar todo aquello que le impactó durante su infancia y su juventud. Además, hay que reconocerle un estilo único a la hora de hacerlo, una capacidad para sacar lustre de cosas que podrían brillar solo bajo los efectos de la nostalgia que es, a todas luces, envidiable. Es, bajo cierta perspectiva, como el adalid del pulp, el tipo que hizo brillar los mecanismos ocultos tras el velo del cutrerío serie B.
Ver sus películas exige unas ciertas ganas de entrar al trapo. Es como un viejo colega que a veces te deslumbra con sus batallitas y en otras ocasiones te deja con la sensación de que o te ha contado más de lo mismo o de que te has perdido parte de lo que te quería decir. Así, al menos, me he sentido con esta revisitación del cine bélico propagandístico de la II Guerra Mundial. Malditos bastardos, creo que lo han traducido.
La película tiene momentos formidables, como la escena en la que los comandos americanos se hacen pasar por italianos en la fiesta de gala, en gran parte gracias a las actuaciones del reparto, que consigue levantar un guión fragmentario y tan peregrino que es difícil, como espectador, seguirlo con interés. Más que nada, porque no sabes a dónde te va a llevar. A no ser, claro, que lo tomemos en primer grado.
Pero queda la duda: ¿realmente Tarantino monta una película de esta envergadura para liquidarla —ejem— con un más que esperable golpe de efecto que se alarga innecesariamente? ¿ratatatá y ya está? Cuesta trabajo creer que con un conocimiento tan amplio sobre el género que trata, que se pone de manifiesto en los planteamientos, los giros argumentales y los guiños, se pierda hasta tal punto en el cierre. A menos, claro, que se haya cegado con su amor por el exceso.
Puede que este sea el problema de Malditos bastardos: en las películas de Tarantino se acepta la casquería, los bates, los personajes histriónicos, los diálogos kilométricos —que no sabes si van a tener un valor argumental o son solo lucimiento de ingenio—, las situaciones extremas y todo el resto del equipaje porque, al final, tienes la impresión de que todo encaja con su lógica pulpera para conseguir precisamente lo que hacía el pulp en su momento: tocarnos la fibra sensible —épica, emocional, lo que sea— después de una buena dosis de entretenimiento fragmentario a través de mecanismos básicos.
En Malditos bastardos ese toque final que haría que todo lo de antes se diera por bueno, incluso por magistral, no llega, no cuaja, no satisface. Aparte de la curiosidad que pueda suponer la fantasía de liquidar al alto mando nazi en una ensalada de tiros —cabe suponer, el sueño de toda una época—, no se termina de culminar nada de lo planteado, ni siquiera con una evasiva o un “no, no hay respuestas: esto es así”. Casi te sientes olvidado por el director.
De este modo, el recuerdo de los momentos memorables de la película, que los hay, y unos cuantos, de la propia belleza técnica del filme, queda empañado bajo una capa de insatisfacción que contamina la impresión general. Seguramente, Malditos bastardos no es una mala película, pero no dan ganas de volver a verla entera. Fragmentos, sí, pero no todo el metraje. Lástima.
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Seguramente, Malditos bastardos no es una mala película, pero no dan ganas de volver a verla entera. Fragmentos, sí, pero no todo el metraje. Lástima.
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Muy de acuerdo...la escena de la tasca se me hizo insoportable.
“Quien vence sin obstáculos vence sin gloria”