¡Vuestra voz!
Un relato de Manuel Fernando Estévez Goytre
Mi conciencia lleva un tiempo en crisis, me duele, y el hundimiento de mis ojos en sus cuencas enormes y oscuras es una triste realidad que me persigue con brazo de fuego y grito de guerra. Mi reparo no deja de aumentar ante el pertinaz estrechamiento del cerco que la soledad y la rutina más procaz y estéril provocan en torno a mi cerebro desdibujado en lienzo mojado; por eso ruego encarecidamente que tengáis a bien aceptar mis más sinceras disculpas y me volváis a admitir entre vuestro admirable ejército de amistades y seguidores, donde gocé de un cargo de honor hasta no hace muchos días. Me arrodillaré si me lo pedís, me humillaré ante vos con valentía y determinación, pero, por favor, perdonadme, liberadme del dolor y la bruma plomiza y negruzca que me agobian cada amanecer y levantad la losa de culpabilidad y penitencia que pesa sobre mi espalda devastada, me clava sus garras felinas, sus colmillos afilados y no permite que me desarrolle como cualquier individuo de mi especie se merece. Admito con sencillez y propósito de enmienda que últimamente os tengo abandonada en gran medida, tal vez, incluso, olvidada. Sin embargo, debéis tener en consideración que a pesar de todo mantengo fresco vuestro recuerdo, esa llama vivificante que barnizaba hasta el último poro de mi piel de una capa de serenidad y grandeza cada vez que nos uníamos. ¡Cómo no acordarme, si fuisteis la primera para mí, la mejor, la única! ¡Insustituible! ¡Cómo no teneros presente, señora, si disfruté con vos como un enano, Bartolo con su flauta, Mateo con su guitarra, y me hicisteis el más feliz de vuestros súbditos, el más afortunado de los humanos! ¿Pedir más? Imposible. ¿Recordáis cuando embovedabais mi espíritu con esa calima templada y sugerente, aplastantemente sutil, cuando desatabais con esa ligereza persuasiva que tanto os caracterizaba el nudo que inmovilizaba mi voluntad, acababa con mis momentos de torpeza y derrota, y me dejabais libre como el viento al son de la más bella melodía… vuestra melodía? ¿Recordáis cuando me guiabais por esos senderos de rosas y orégano que repartían su fragancia balsámica a nuestro alrededor y distendían nuestros sentidos con esa calma plausible que tanto me atraía? Estoy convencido de que así es. Todo cierto. Todo real. ¡Cómo me abríais el corazón a la vida, a la felicidad, al optimismo y la ilusión, a la esperanza de encontrarme con vos cada día, y me cambiabais el estado de ánimo cuando escuchaba la primera vocal de vuestros labios dorados y posesivos! Cada día deseaba acabar mi trabajo para haceros la visita de rigor, para que acariciaseis mi alma ilusionada con vuestros dedos de terciopelo y me tocarais el corazón para enfervorecerlo con vuestra varita mágica, batuta de plata en manos del más grandioso director de orquesta. Se diría que erais pariente de Mozart o Beethoven, de Bach, Pachelbel o Wagner, se diría que a ellos, compositores insignes e inmortales, también los habríais atrapado en su día en vuestras redes de templanza, misterio e imaginación. Cuando compartía mis tardes con vos, que todo hay que decirlo, duraban lo que tarda un gallo en cantar, alcanzaba la perfección, el nirvana, y todo se hacía insignificante a vuestro lado.
Si me hacíais disfrutar con vuestro arte y embrujo, y seguís haciéndolo, aunque he de admitir que en proporciones diferentes, está claro que menores; si me situabais en el trono del Olimpo, y os acomodabais, y os instalabais a vuestra manera en mi vida sin más licencia que el efecto sorpresa; si cada día me entrabais y me salíais, os paseabais por mis oídos totalmente receptivos y entusiastas, por el diván de mi cerebro hospitalario, y me besabais, y a veces intentabais escocerme para al instante volver a besarme con más pasión aún, y acariciabais mi corazón envuelto en un paño estéril, y me embriagabais como a un adolescente; si os reíais conmigo y me ofrecíais todo vuestro lujo y confort, me enseñabais y me educabais, y llorabais a mi lado, y os desnudabais y os exhibíais delante de mis ojos sin pedir nada a cambio, simplemente tiempo para ofrecerme vuestro cuerpo y yacer junto a mí; si ni me contabais ni os contaba; si ni siquiera me hablabais de vos, sólo os comunicabais a vuestra extraña pero maravillosa manera; si ni me mirabais ni permitíais que os dedicase una débil mirada, os halagaba y os halago por donde quiera que vaya… ¿Creéis que podré soportar vuestra ausencia? Quiero recuperaros, recordar con vos el tiempo que pasábamos en vuestro jardín de flores y que ahora tanto echo de menos, aquellos atardeceres perfumados de jazmín y azahar, blanca, negra, redonda, aquellas veladas de sábanas de seda y pasión, fusa, semifusa, corchea, aquellos néctares de fruta, miel y azúcar, licor, bálsamos de inconsciencia e inocencia, clave de sol, do de pecho. Deseo fervientemente mantener la ilusión de volver a acariciar vuestra alma etérea y volátil, sudar bajo vuestro cuerpo de sílfide, disfrutar con vuestro cabello de bucles, cascada de las más preciosas notas que se extienden en total libertad por vuestro hermoso cuello de cisne, saborear esa majestuosa voz de violín enamorado, esos graciosos e inocentes reproches de piano emocionado, cada día, cada tarde, cada noche…, sí…, preferiblemente cada noche, y acariciar vuestros pezones tan duros como diamantes, y morder vuestros labios destilados en las más exóticas frutas, y extraerle todo el jugo a vuestra lengua de miel, y haceros el amor, y haceros el amor, y haceros el amor, tal vez, sólo tal vez, con desvergüenza y lascivia, pero con todo el deseo y el amor que cabe en mi pecho que, puedo aseguraros, se desborda y se extiende por mi alma dilatada de regocijo y pasión.
¿Qué os puedo dar a cambio? ¿Tiempo? ¿Estamos hablando solamente de tiempo? Me parece algo intrascendente. Una banalidad. Sabéis de sobra que no lo tengo. Sé que no vale nada, pero carezco de él. Los largos monólogos en mi cuarto, antaño cálido y acogedor en vuestra compañía, solitario, frío y enorme ahora en vuestra ausencia, no me dicen nada, no llevan a ninguna parte. Son círculos viciosos sin principio ni final que intento endulzar con azúcar empañado en licor y cigarrillos adulterados en pequeñas rocas sin conseguir siquiera la décima parte de la satisfacción que antes alcanzaba a vuestro lado. ¿Qué necesitáis, dos horas diarias, tres, cuatro? Sabéis que el cometido es imposible para mí, que mi jornada me lo impide. ¿No os conformáis con un cuarto de hora, besaros en el portal como un chiquillo de quince años?, o mejor aún, ¿media hora, una merienda en la cafetería o un aperitivo en el bar?, o haciendo un gran, descomunal esfuerzo, ¿una hora, desnudaros en el salón de mi casa, en mi dormitorio, y amaros rápido pero con la entereza y el entusiasmo que ambos recordamos? No es justo que me exijáis todo, que tratéis de exprimirme de una forma tan salvaje, y creo que deberíamos llegar a un acuerdo…, si vos lo permitís, por supuesto. Sé que ahora os sentís sola, de igual manera que si llegamos a ese trato que tanto necesito, el tiempo que no pasaseis conmigo os sentiríais igual de abandonada, incluso, quizá de puro aburrimiento, acudiríais a vuestros viejos amantes. ¿Mozart, tal vez? ¿Os gustaba su inocente sonrisa de niño maleducado, su hilaridad, su locura y su desvergüenza? No lo dudo, y mucho me temo que sí. Pero sabéis de sobra que yo os puedo dar todo lo que sale de mi corazón, en poco tiempo, eso sí, pero todo es to-do, mi alma al completo, y, ya me conocéis, no os arrepentiríais.
Deseo como nunca volver a veros en todas vuestras dimensiones, en todo vuestro apogeo, que con vuestras primeras notas ericéis con sagacidad y suavidad el cabello dormido de mis brazos, mi nuca, mi pecho, que el escalofrío acuda a mi espalda y a mi frente, a mi cuerpo entero, y me impregne, me broncee la piel –como antes lo hacíais- con aquella solución reparadora que tanto me gustaba y me conducía al éxtasis, siempre por senderos que ambos disfrutábamos con entusiasmo y concupiscencia, incluso con obsesión. Quiero que mordáis mis labios resecos, mi lengua perezosa y resignada, abráis para mí vuestras piernas de amazona y me mostréis vuestros más escondidos recovecos, me ofrezcáis vuestro más íntimo y preciado secreto, la flor de vuestro vientre, la que antaño fue mi flor, cobijo de sensaciones altamente placenteras –¿hacia donde he de ir?, ¿qué dirección he de tomar?-, y me toquéis el arpa, la lira, el fagot, deseo que amanezca y os introduzcáis en mi corazón, en mi alma, en lo más hondo de mis entrañas, que me entréis a saco, que me encumbréis de pasión, de amor, y me deis la oportunidad de realzar vuestras virtudes más notables, mostraros, regalaros todo lo que tengo dentro, que es mucho. Sabéis que me conquistasteis con vuestra primera nota ¿do, re, mi, fa, sol, la, si? Amor a primera vista. Sin embargo, me pedís lo imposible, lo que no puedo daros. Por favor, no me hagáis esto, no me olvidéis ni me dejéis en el abandono. ¡Volved a mi lado!
Granada, Agosto de 2011
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