El pirata que quiso capturar la Luna
Un artículo nostálgico sobre el libro de Dennis Haseley y Sue Truesdell publicado por Altea mascota.
Mi obsesión piratil viene de lejos, sí. Supongo que por eso mi padre me trajo este libro de uno de los pocos viajes que hizo cuando éramos niños. Yo estaba en esa edad en la que uno se cree mayor y nadie se creería que te crees semejante cosa. Es posible que por ello mirara con desconfianza esta historia de piratas donde casi no hay piratas (solo hay uno, de hecho) y los abordajes no son nada canónicos. Es muy posible que, por ello, relegara este cuento de Dennis Haseley ilustrado por Sue Truesdell a un rincón de la estantería.
Años después, por alguna casualidad, lo rescaté de su olvido. Era entonces un adolescente que, de nuevo, para incredulidad del resto del universo, creía que era mayor. En aquella ocasión, con una punzada de nostalgia, disfruté con su lectura. Para mi sorpresa, me resultaban más sugerentes, más auténticas, estas aventuras con navíos repletos de caballos, o incluso de flores, que aquellas otras con piratas más realistas aunque, hasta cierto punto, de cartón piedra.
Ahora que parece que ha pasado una eternidad desde entonces y que estoy convencido de que soy mayor, navego de vez en cuando por esos mares algo fantasmagóricos de El pirata que quiso capturar la Luna. Me fascina ese tesón del protagonista, esa pasión que quiebra todas las leyes, humanas y divinas, y me seduce y emociona ese final que en su día simplemente me intrigó, que no llegué a entender del todo. Me quedo encandilado con las ilustraciones que dan vida a esta epopeya poética.
Entonces, cuando me sorprenden en la lectura mis niños, me piden que les lea la historia que contienen sus páginas (ellos todavía no han aprendido a hacerlo), y no deja de impactarme cómo se sumergen en la narración. A ellos no les chirría como me chirriaba a mí que el pirata llevara armadura. Quizás están, me digo, en una edad privilegiada para disfrutar de determinadas aventuras.
Este pensamiento me da tanta melancolía como el acordarme de cómo no supe apreciar el regalo. Me digo que es una lástima que se destierre de los jóvenes lectores esa complicidad que les permite conectar con la poesía en primer grado, con los artificios de la fantasía literaria sin cortapisas. Y me pregunto cómo evitarlo. Y, sobre todo, cuál fue el momento en el que empezamos a alejarnos de ciertos textos, asustados por fantasmas que, paradójicamente, los niños que aún no son grandes son capaces de admirar sin miedo.
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