Él conoce vuestras faltas
Un vistazo por la filmografía cada vez más fundamental de David Fincher y su constante espíritu moralizador
No hay nada malo en ser moralista en el arte. Dickens lo fue, sí, y Dostoievski, en efecto. No hay nada malo en querer hacer partícipes a los demás de un discurso bienintencionado, o en querer denunciar los defectos de una sociedad enferma. Es más, a menudo se considera que enaltecer la buena conducta del ser humano es una condición fundamental del arte. El único peligro que conlleva es caer en el panfleto, en las proclamas pegadizas. Es el único peligro, sí, pero también es fácil caer en él.
Trasladándolo al cine, cuántas veces torcemos el gesto ante la pantalla cuando notamos que un encuadre bonito acompañado de unos compases solemnes busca que nuestros lacrimales se pongan a pleno funcionamiento. Cuántas veces han conseguido que nos riéramos en un clímax supuestamente dramático. Y todo por no ser capaces de englobar de forma sutil en la narración ese mensaje bienintencionado.
David Fincher lleva camino de convertirse en el moralista por antonomasia del cine contemporáneo. Pocas filmografías son tan meridianamente claras a la hora de buscar una intención como la suya. Director obsesivo, de una perfección formal apabullante, es también un verdadero maestro a la hora de señalar con el dedo en cada película cuáles son los males que él aprecia en el hombre del siglo XXI.
El miedo a lo diferente: Alien3
Curtido y reconocido en el mundo del videoclip y la publicidad, Fincher tuvo la oportunidad de realizar su primer largometraje en forma de regalo envenenado: la tercera parte de la saga Alien. Con un presupuesto elevadísimo para tratarse de una ópera prima, Fincher no gozó de la libertad creativa que más tarde obtendría. Obviamente, los productores no iban a dejar que un primerizo destrozara a su antojo una franquicia que generaba unos beneficios tan considerables. A pesar de ello, el realizador consiguió dejar su impronta en la medida de lo posible. En el plano formal, con una fotografía agobiante y oscura que no desmerece la conseguida por Ridley Scott en la primera entrega. En cuanto al contenido, Fincher enfocó la película en torno al miedo a lo diferente. Tras lo hechos relatados en Aliens, Ripley aterriza con su nave en un planeta prisión en el que no hay una sola mujer. Todos los presidiarios, a pesar de la gravedad de la situación, desconfiarán de la diferente: mujer, miembro de la autoridad militar y enferma (con un alien en su interior, algo que se sabrá más adelante). Con un tratamiento tan peregrino en un film de horror espacial, es normal que esta tercera parte se considere en general la menos interesante de la saga, si bien resulta un juicio un tanto injusto, en mi opinión.
El valle de lágrimas: Seven
Cuando, de repente, la narración se interrumpe al poco de empezar y se ven pasar las hojas de un libro grabadas con una película sobreexpuesta bajo las primeras notas de una opresiva versión del Closer de Nine Inch Nails, comprendes que algo ha cambiado. Lo que estaba empezando como una película de detectives de tono misterioso pega de pronto un salto no visto hasta entonces. Algunos estetas con vocación de videoartistas lo habían intentado a lo largo de los ochenta con una suerte muy desigual (Adrian Lyne, Russell Mulcahy, los hermanos Scott). Sin embargo, con ese comienzo opresivo y escalofriante no sólo comenzaba Seven, sino que se abrían las puertas a una nueva aportación cinematográfica: la de las técnicas de un género ya maduro (el videoclip) entendidas ahora no sólo como efectos sino como contenido en sí mismas.
En los títulos de Seven estaba concentrada toda la historia que se desarrollaría en el resto de metraje, pero también el rock industrial y dañino de Trent Reznor, la estética visual de Dave McKean y, por supuesto, el estilo visual barroco y asfixiante de David Fincher. A diferencia del histerismo de Mulcahy o el esteticismo vacuo de Lyne, Fincher sí había decidido que tenía algo que contar: quería hurgar con su estilete en los miedos propios del anquilosado hombre occidental.
A diferencia de muchos otros directores de videoclip que se estrenan en el cine con discretos resultados, Fincher se encontró con un guión de Andrew Kevin Walker que casaba a la perfección con sus ideas: un psicópata todopoderoso, el demiurgo de la historia, que, harto de la hipocresía que mancha cuanto le rodea, decide aplicar siete castigos ejemplares en una ciudad sin nombre, sucia, perdida.
La intensidad con la que se rodó Seven, junto con las interpretaciones (en especial de Kevin Spacey), la fotografía de Darius Khondji y el traumático final, acabaron por catapultar a su joven director al estrellato de un Hollywood artrítico, al tiempo que generaba la producción de cientos de malas imitaciones.
El poder del dinero: The game
El siguiente paso fue despojar al prohombre americano de cuanto tenía y enfrentarle con su verdadera naturaleza y con la falsa realidad más realista que pueda imaginarse en la sala de los espejos que es The game. Film inquietante y desoncertante, narra cómo el deshumanizado tiburón de los negocios Nicholas Van Orton entra en una espiral de engaños que le llevarán a echar de menos todo lo que dejó de lado para convertirse en un hombre de éxito. A Christmas carol mezclado con la mala baba fincheriana, vamos.
Me gusta el olor del napalm por la mañana: El club de la lucha
La película más radical de nuestro director llegaría al adaptar al cine la novela Fight club de Chuck Palahniuk. Lejos de quedarse en la superficie del texto, Fincher se sumerge en él y echa el resto con un estilo visual demente, vitriólico, a años luz de lo que venía haciéndose en esos años. Simbolismos insólitos, un montaje sencillamente genial, interpretaciones al límite… Todo vale para recrear cómo sería el nacimiento del ideal anarquista en el apoltronado país de la democracia y las oportunidades. Pocas veces se dará una comunión tal entre el espíritu de una obra original y su adaptación. Por cierto, el grand finale catártico con el Where is my mind de los Pixies de fondo es simplemente insuperable.
La paranoia post 11-S: La habitación del pánico
Con una rapidez y una clarividencia que da muestras de lo bien que tiene amueblada su cabeza, Fincher articuló su nueva fábula en torno a la locura post 11-S que parecía adueñarse de América. El enfermizo discurso neocon en torno a la seguridad mundial tuvo una de sus primeras respuestas artísticas en esta historia de una mujer que, dispuesta a velar por el bien de su hija, compra la casa más segura posible, provista de una habitación inexpugnable. El problema llegará cuando los pertinentes agresores quieran entrar y las protagonistas, dentro de dicha habitación, no puedan salir en busca de una medicina para una de ellas. El aislacionismo y la paranoia sólo llevan a la alienación, la soledad y a una falsa idea de seguridad, nos dice Fincher.
‘This is obsession speaking’: Zodiac
Cinco años le llevó a Fincher dar con lo que quería para Zodiac. Tras esta película se esconde una evolución estilística que lleva a pensar en ésta como el verdadero punto de inflexión de toda su obra. De nuevo se enfrenta a una historia de asesino en serie, pero el tratamiento dista un abismo del empleado en Seven. Lejos del suspense y la tensión de ésta, en Zodiac nos encontramos con el relato, pausado y exhaustivo, de la obsesión que hizo de Robert Graysmith el mayor experto en lo referente al asesino del zodiaco. Una obsesión que le llevará a alejarse de su familia (como al protagonista de The game) y a dar vueltas en torno a unos hechos escalofriantes que, sin embargo y por desgracia, nunca tendrán solución. A pesar de que el protagonista se desviva por dar con el asesino, no logrará culparle y el esfuerzo de toda una vida habrá sido en vano. La moraleja que subyace en esta película de fría perfección es la de no dejar de lado lo que realmente importa, pues.
What really matters: El curioso caso de Benjamin Button
Lo que realmente importa. Ése es también el mensaje final de la última película, por el momento de Fincher. Es además, creo, la más compleja, y ofrece multitud de capas que no se aprecian a simple vista.
A pesar de haberlo leído en algún que otro sitio, no encuentro más similitud con Forrest Gump que la meramente superficial -que ambas hablan de unos hombres particulares que vivieron a lo largo del siglo XX-. Mientras la popular película protagonizada por Tom Hanks se quedaba ahí, Benjamin Button lo utiliza simplemente como mcguffin para adentrarse en el estudio de la naturaleza humana y lo que la caracteriza desde su comienzo: la pérdida. En el mismo momento en el que nacemos empezamos a perder algo: la infancia, los dientes, los recuerdos, la inocencia, los seres queridos, la agilidad, la vida. Benjamin es un niño excepcional que vive un número de pérdidas excepcionalmente mayor. Se cría sin sus padres naturales y sus amigos, ancianos que conviven con él en un asilo, mueren con una frecuencia fatal. Es un niño anciano no sólo por las arrugas de su piel y sus achaques, sino por todo de lo que se ha desprendido en tan poco tiempo. Pero, al mismo tiempo, es más sabio que el resto de sus coetáneos, porque estar rodeado de gente que ha vivido tanto le ha enseñado que lo único que de verdad merece la pena es vivir la vida de la mejor forma posible, dada su brevedad. Hacer felices a cuantos pueda y, por supuesto, a sí mismo sin dar importancia a las miserias que todos llevan consigo (el padre que le quiso arrojar al río, la dudosa catadura moral de su capitán de barco).
Es una película valiente en su propuesta y, dada la multitud de palos que toca, no termina de ser totalmente perfecta (las continuas escenas con Julia Ormond en su hospital), pero hay tantos momentos memorables (la historia del relojero, el accidente de Cate Blanchett, los encuentros con Tilda Swinton, la danza de Blanchett en un paseo nocturno, el final de Benjamin) que sólo puedes pensar al verla que Fincher lo ha vuelto a lograr.
En definitiva, un realizador sutil y directo, contenido y visceral, válido para cualquier género que se proponga. Y, además, con algo que contar. ¿Quién da más?
- Inicie sesión para enviar comentarios
Genial artículo. Fincher es de mis directores favoritos y no podía estar más de acuerdo con el artículo. Aunque he de reconocer que no he visto la de Benjamin, la tengo, como tantas otras, en mi lista de pendientes. Pero los exámenes pueden conmigo.
κατασοφíξομαι