Más allá de la pesadilla

Un relato de Jane Eyre para Monstruos de Cine

Guillermo se había vuelto propenso a las pesadillas. Siempre había sido una persona de sueño tranquilo, de noches aprovechadas para el descanso pero ahora, con el cambio de los tiempos, aquella figura se colaba en la oscuridad de sus párpados para atormentar a su mente cansada.

Lo peor de aquel miedo era que no se quedaba entre las sábanas, asaltaba la realidad y le perseguía mientras estaba despierto. Condicionaba su realidad, su trabajo, cada paso que daba en su día a día, cada pensamiento que lo trasladaba al comienzo de un nuevo proyecto.

Lo mejor, era que nunca se tuvo que enfrentar a él fuera de aquella sala oscura. La vieja sala de visionado siempre era el escenario para aquellos encuentros macabros. Guillermo se convertía entonces en espectador de sus propios temores. Un observador silencioso y sumiso ante el espectáculo de la tortura con la que aquel ser se manchaba las manos.

En cuanto las luces se apagaban sus latidos se disparaban y su respiración se volvía angustiosa. Podía sentir el ritmo frenético de su corazón retumbando con insistencia en sus sienes y cómo sus pulmones perdían la capacidad de proveerse del aire necesario para mantenerlo en pie. sus piernas amenazaban con negarse a soportar el peso de su cuerpo. Bastaba con verlo allí. Sentado. Rodeado de oscuridad, con el cambio de luces de la pantalla reflejado en el cristal de sus gafas.

Era entonces cuando sus facciones se transformaban. Guillermo siempre había pensado que aquel ser sufría una especie de mutación que lo alejaba de la raza humana para sumergirlo en la familia de las ratas, una raza desconocida de roedores carroñeros que se alimentaba de las ilusiones de los humanos, que convertía los sueños en despojos y los despedazaba para engullirlos sin contemplaciones. Una raza que se alimentaba de aquellas amputaciones crueles, que sobrevivía a costa de los trozos que conseguía arrancar.

Todos los esfuerzos por escapar de la crueldad de su enemigo resultaban inútiles, una y otra vez. La sutilidad con la que se había esforzado en impregnarlo todo se revelaba insuficiente. Todas sus ganas de pasar desapercibido se desvanecían ante el implacable ataque que siempre acababa llegando. Aquel monstruo despreciable siempre encontraba el punto más débil de su víctima, la parte más vulnerable donde clavar su tijera para arrancar la carne que sobraba, para sajar los movimientos que lo desafiaban y acallar para siempre las voces que le imploraban clemencia.

Nadie que perteneciera a aquel mundo estaba libre de ser su siguiente víctima.

Guillermo observaba con el miedo paralizando su garganta, con el corazón sufriendo por el padecimiento de los suyos, con la cobardía escondida en la misma oscuridad que amparaba a su torturador. La boca seca y el alma estremecida con lo que acababa de presenciar. La rabia y el miedo formando una masa extraña en la boca del estómago que lo convertía en un cobarde, sin fuerzas para enfrentarse a aquella rata inmunda que abandonaba la sala de visionado con una expresión de triunfo en la cara y unas tijeras manchadas con la dignidad arrancada a sus victimas.

Después volvía a su casa. Con los puños crispados de impotencia y los ojos vidriosos de lágrimas guardadas.

Después volvía a su cama. Con el recuerdo de aquellos ojos minúsculos clavado en su ego y se enredaba, sin remedio, en la más recurrente de sus pesadillas.

La sala agrandada hasta dimensiones de abismo. Todas las butacas desiertas... menos una en la primera fila. Los cambios de luz rebotando en las paredes, llenando la oscuridad tan bruscamente como una tormenta eléctrica en medio del mar. las gafas absorbiendo todo el brillo de la pantalla como si tratasen de ocultar los dos agujeros negros que se ocultaban detrás, esos que acababan tragándoselo todo. Y las tijeras, esa herramienta elegida para imponer su reinado de despojos. Un arma que, cual espada de Damocles, pendía sobre la cabeza de Guillermo a la espera de la sentencia definitiva.

Después llegaba la peor parte de la pesadilla, la parte en la que el sudor empapaba su cuerpo y sus pulmones se negaban a recoger el aire necesario para respirar. El sonido enloquecido de su corazón anunciaba que a Guillermo le llegaba la hora de recoger los restos de los suyos, los despojos que aquel roedor infernal dejaba a su paso: un hombro desnudo que había llamado su atención, una boca que podría haber sido seductora, unos ojos que en otro tiempo se mostraron insinuantes, una lengua que se esforzaba en pedir libertad... hombros, torsos, bocas, ojos... trozos cercenados de su contexto sin piedad alguna.

Cuando Guillermo recogía el último pedazo amputado, aquella sala de visionado recuperaba su aspecto normal y él despertaba con el pulso acelerado y la angustia agarrada a su pecho.

Lloraba. Siempre lloraba.

Buscaba el consuelo fuera de sus sábanas, quizás deseando encontrar un lugar donde ocultarse de la certeza que lo enloquecía: la convicción de que sus pesadillas no acababan al despertar porque, invariablemente, soñaba con su vida real.

La búsqueda de eses refugio siempre lo llevaba al mismo rincón: a la parte más escondida del sótano. Allí atesoraba torsos, hombros, bocas y ojos.

Aquellas víctimas descuartizadas no ofrecían el consuelo ansiado y Guillermo volvía a odiar a aquel monstruo.

Maldiciendo entre susurros, abrazaba contra el pecho aquella caja con los recortes censurados de sus películas y lloraba. Siempre lloraba.

Ángeles Mora