Sonata para Ydnic

Imagen de Félix Royo

Una obra literaria y musical de Félix Royo

 

 

I

 

Tras el muro traslúcido, franqueable portal de la parte de atrás, una silueta diáfana atraviesa el jardín de marcas de agua impresas en el cristal hasta ocupar por entero la pantalla con su sombra, timbrar dos veces y removerse impaciente durante apenas unos segundos. Inmediatamente después un sobre rojo se asoma como una lengua irreverente desde la boca del buzón para precipitarse al parquet. La sombra se diluye tras la niebla del vidrio y los cuartos de un Golden Retriever trotan pasillo abajo hasta detenerse frente al rectángulo colorado y la puerta; su hocico se acerca con precisión milimétrica e inspecciona el misterioso objeto pero, ante la falta de respuesta, pierde el interés, retira la cabeza, se da la vuelta y desaparece por donde vino.

Algunas horas después, con los colores cambiados por la caída de la tarde, unas zapatillas de deporte pisan los últimos escalones y entran caminando al mismo pasillo; sobre ellas cabalgan los pantalones vaqueros de una veinteañera que está escuchando j-pop, melodías que suben vertiginosamente a través de las hebras que nacen de una finísima caja de música escondida en su bolsillo. Entonces repara en el sobre y lee su nombre ribeteado en tinta dorada sobre el resto de la dirección. El sobre eleva el vuelo en sus manos y asciende escaleras arriba recorriendo el resto de la casa, es conducido hasta la buhardilla, arrojado a la cama e ignorado hasta que el sol se ha marchado cruzando la última frontera.

Llegada su hora cede ante los dedos que estiran del papel y eclosiona dejando caer su tesoro sobre las sábanas, al lado de un peluche de Pokemon que observa estático toda la escena. El objeto permanece unos segundos a los pies del gigante de tela y la diosa de carne, la cual acerca lentamente el índice hacia aquella cosa. Al tocar el polímero transparente hasta ahora escondido en aquella cárcel de papel, se ilumina en neón azul y despliega un juego de letras: La sonate pour Ydnic. Télécharger? Ante lo singular del aparato, demasiado fino para ver su grosor, así como la ausencia de explicaciones que acompañen al sobre sin remite, se lo piensa bien antes de pulsar la opción de Continuer en la, aparentemente, inofensiva lámina de plástico. Sin embargo la tentación arrastra con cada vez mayor fuerza a presionarlo, la mano se revela y después el brazo, contagiando al cerebro, arrinconando toda sensatez hasta que el dedo manda y cae sobre la pantalla.

Por un momento no parece que ocurra nada pero, de repente, la bombilla en el techo se funde y, en la oscuridad, el azul brilla con mayor intensidad en sus manos y se extiende mientras es dejado caer cerca del peluche, cubre su color la cama, lo arrastra por el suelo y las paredes, se une en el techo como si poseyera vida propia, absorbe a los otros colores, desvanece las líneas, devora las formas; pronto todo es neón hasta el infinito, hasta su chaqueta roja le viste de azul ahora. Se inclina sobre una cama inexistente, intenta tapar el aparato con sus manos como quien obstruye el grifo de la bañera para que no sea desbordada y el artefacto se desintegra entre sus dedos como si nunca hubiera existido. Las paredes ondulan acuosas deformándose en semejanza a una burbuja arrastrada por el viento, la música fluye, la sonate, inundándolo todo, el azul se disuelve en blanco despejando un cielo y mar imaginarios, sólo está ella y la sonata.

De pronto siente que se mueve o que todo se mueve a su alrededor, el atardecer retrocede en un horizonte situado lejos, en el suelo bajo sus pies, el sol se eleva a la vez que se fragmenta y se deconstruye en multitud de formas y colores que pasan a su alrededor cada vez más deprisa; la música la rodea y la protege partiendo los tonos cálidos que se deflactan en ella, es un escudo remachado de notas afiladas. Atraviesa una nebulosa cromática que conforma una selva cada vez más espesa y profunda, cae a velocidades infinitesimales en un abismo de galaxias sin formar, de restos de clusters de estrellas convertidos en polvo y, cuando ya parece que haya recorrido millones de años atrás en el tiempo para no cesar el viaje, de repente todo se detiene en un telón negro.

Un respiro calmado que dura tanto como la vida de un isótopo. Siente su cuerpo precipitarse al vacío, cierra los ojos y se desvanece sumiéndose en un sueño profundo. Su cuerpo sin embargo sigue cayendo, la burbuja sonora se desintegra en un mar de fuego y se adhiere a las nubes más altas dejando una cola de cometa, el suelo se acerca cada vez más rápido entre las rendijas que dejan éstas, su forma de estrella corta el viento en caída libre pero, a la distancia de un suspiro, cruza una tríada de cirros despertándolos de su letargo, se enreda en sus tentáculos de escarcha que, como sogas, se entrecruzan en una tela de araña, que deshilachan las nubes desdibujándolas del cielo, frenan la fuerza con la que la reclama el suelo hasta que toca la hierba lentamente y los hilos se desprenden del cielo en una lluvia de inofensivos y quebradizos cristales de hielo.

Al despertar entre la hierba bañada por el rocío ve el azul enmarcado de verde, un sol a la derecha y otro más pequeño a la izquierda. Su chaqueta roja y sus pantalones vaqueros han vuelto a su color original y nada, excepto los dos astros en el cielo, revelaría que se encontraba tan lejos de casa. Se incorpora sacudiendo su pelo rociado, peinándoselo con los dedos hasta más abajo de los hombros, cruzando impresionista los ocres con los cobrizos y dorados. Cruza el pastizal apartando las largas algas, abriéndose paso entre éstas hasta salir del laberinto a un claro más elevado. Allí algunas flores violetas similares a las orquídeas, con forma flameada, se dejan mecer con sus grandes pétalos acristalados, tan amplios como la palma de la mano. Al acercarse y coger una de esas flores comienza a soplar un fuerte tiempo que tumba la hierba alfombrando el campo con lo que antes era una muralla más alta que ella.

Le parece ver al fondo, tras la pasarela de hierba, un seto solitario lleno de algún tipo de fruto rojo recortándose en el cielo. Camina en esa dirección sobre la cabellera verde y, conforme se va acercando, el seto parece crecer en altura o, mejor dicho, empezar más abajo y convertirse en un pequeño árbol, luego le aparecen pequeños hermanos que también se hacen más grandes y el primero ya es un árbol muy alto; a pocos metros del borde ya se ven miles de setos iguales a su alrededor, un bosque de árboles rojos alrededor de un gigantesco árbol que nace de la espesura, allí abajo, y se eleva al menos tanto como un rascacielos.

¿Dónde estoy?

 

II

 

Había bajado por una senda trazada por algún animal en la pared del risco. Menos mal que el viento había dejado de soplar y que el camino estaba bien ahondado en la montaña. Ahora ante ella se extiende el majestuoso bosque, sus árboles son similares al arce aunque con hojas mucho más grandes y anguladas, y tampoco existe una altura equivalente: El sotobosque abunda en bonsáis, versiones diminutas de los árboles normales, los cuales son de cuatro o cinco metros pero que se hacen tan altos como sequoias conforme avanzan hacia el gran árbol central. Su color rojo lo dan tanto las hojas como sus troncos moteados. Camina guiada por estos cambios de altura hacia el enorme pilar aunque sin saber aún por qué, quizá con la esperanza de encontrar algo de agua y comida, un camino de baldosas amarillas hasta casa o alguien capaz de darle una explicación.

Cuando entró en aquel océano rojo los soles estaban confluyendo en el centro del cielo, se habían ido acercando desde los extremos y uno se había puesto delante del otro eclipsándolo. Ahora que ya lleva horas andando, sorteando arbolillos y troncos, la escasa luz que se filtra es la de un doble atardecer empañando de magenta el cielo. Es imposible saber cuán lejos se encuentra el gran árbol pero está segura de que va en la dirección correcta porque el sotobosque ha desaparecido así como lo han hecho las ramas bajas. El techo tapizado por la hojarasca roja y la creciente oscuridad son soportados por la columnata que se extiende hasta el infinito en todas las direcciones.

Conforme la luz disminuye, el hambre aumenta. Los troncos son ahora una suerte de manchas oscuras en la penumbra casi absoluta; rodear cualquiera de ellos es como atravesar las calles de una ciudad trazada con un urbanismo aleatorio. De pronto choca contra una especie de árbol retorcido y tumbado. La zona donde ha apoyado la mano brilla con un fulgor blanco opalino que chorrea contra el suelo dejando un charco luminiscente. El obstáculo empieza a brillar desde su base tras haber bebido de su propio néctar y la luz se extiende cada vez más y más lejos. El árbol resulta ser al final una raíz enorme que serpentea dentro y fuera de la tierra brillando como una carretera lunar hacia el tronco.

Corre siguiendo al resplandor, siempre al lado del enorme tentáculo que es cada vez más grueso y nudoso, otras líneas nacen del fondo igual de brillantes, son las otras raíces expandiéndose por kilómetros. Los árboles gigantes se distancian entre sí hasta aparecer solitarios en los grandes claros formados por las pechinas de tierra elevada, espacios entre los arcos de las raíces. De repente se detiene intuyendo que algo va a pasar... Una titánica columna de luz surge del suelo atravesando el horizonte con un corte súbito, ocupa un tercio del telón de fondo del cielo como una imponente montaña de cientos de metros y, en lo más alto, una constelación de hojas brillantes llenan el firmamento. Se hace de día en el interior del bosque regado por la fuente de luz, un fulgor que tumba todas las sombras de los árboles y parte las nubes hasta rozar las estrellas.

Está a medio centenar de metros cuando ve un agujero oscuro en medio del blanco, muy cerca del suelo. Una apertura, el tronco debe de estar hueco. Más cerca ve una gran puerta incrustada en la gruesa corteza; en aquella oquedad, y sobre ella está impresa la huella de la zarpa de un animal. Intenta abrirla pero no hay pomo ni se pueden introducir los dedos ni en el quicio ni en ninguna otra parte para forzarla; busca por todo el tablero, a lo largo del dintel, cualquier mecanismo, cualquier manilla pero no los encuentra. Entonces piensa que si hay una puerta seguramente habrá alguien dentro, por lo que comienza a golpear la puerta y a llamar a quien quiera que allí se resguarde, primero con el puño cerrado, después con la mano abierta, abofeteando la madera en un gesto de desesperación. Así, de forma fortuita, su palma golpea contra la marca de la zarpa y todo se apaga en total oscuridad... de un golpe súbito... y la puerta se abre lentamente.

Camina de queda tanteando con los dedos a su alrededor, atraviesa un corto corredor irregular y encuentra unos escalones labrados en la madera que suben a lo desconocido. Con cuidado, manteniendo el equilibrio con las manos contra las paredes, trepa uno tras otro hasta que pierde la cuenta del tiempo que lleva subiendo. Viene de arriba un sonido lejano que se ha precipitado escaleras abajo, un gruñido apagado pero empujado por la creciente reverberación de la rosca y acompañado del crepitar de la madera al ser golpeada por el ruido. Le flaquean las piernas al pensar qué o quién puede vivir en lo alto de esta torre arbórea; es su única oportunidad de saber dónde está y cómo puede volver pero, si en realidad se estuviese adentrando en la guarida de una bestia, ¿cómo podría escapar si sólo bajar corriendo la empinada escalera en la oscuridad podría costarle la vida?

La proximidad de los jadeos y una ligera corriente proveniente de arriba le llegan como una advertencia de que el camino se acababa y, seguramente, se encontraba en lo más alto. Sube el último escalón y atraviesa una sala de tamaño incierto envuelta en la negrura, de pronto, tropieza con algo que la hace caer al mismo tiempo que un gruñido corto y potente emerge de sus pies. Las paredes se iluminan tímidamente mostrando la estancia con forma de círculo y la techumbre creando una cúpula parcialmente abierta.

Brillando por sí mismo, aquello que había gruñido se levanta perezosamente, ondula su hocico sobre el suelo antes de levantar la cabeza, arquear las cejas y dejar caer sus largas orejas a los lados. Es de color madera, cubierto de un abundante pelaje astillado, castaño y, al mismo tiempo, royo tras abrazar el manto de luz que se atreve a juguetear con el tono de todas las cosas. Su nariz en cambio es oscura como el carbón, lo mismo que sus ojos profundos. Su tamaño es similar al de un caballo, tal vez más grande, aunque de un aspecto más canino y, lo más sorprendente, habla:

—¿Quién interrumpe mi letargo? —pregunta alzando la cabeza al tiempo que se encabrita. Habla un idioma inaudito para ella aunque, por alguna extraña y oscura razón, puede entenderlo sin problemas.

—Mi nombre es... —el gorjeo con el que pronuncia estas palabras en aquel idioma extraño así como la interrupción de aquel ser paralizan su lengua.

—Bestia, tu nombre no me importa; um... o no debería importarme sabiendo como sé que sólo el nombre que yo... nombro... es el importante... oh, yo soy el que da los nombres aquí... pues, después de todo, el mío es el de Nombrador. Ahora calla hasta que reclame tus respuestas y volvamos a la pregunta que me había formulado ah... mí mismo.

» ¿Quién interrumpe —bosteza abriendo su enorme boca dentada—... mi letargo? Yo no, por supuesto, ¿un trueno?, no, no llueve ni parece que vaya a hacerlo, tal vez alguna nueva criatura que su nombre no ha recibido, creo que no, um...

—Señor, señor... —le llama ella tímidamente.

—Qué, ¿quién me interrumpe ahora? Ah, eres tú otra vez... bes- —emerge un segundo bostezo— -tia... Sí, tú eres la que ha interrumpido un sueño de más de mil años, o tal vez de dos días, no estoy seguro. Creo... creo... um... ¿Estamos en época de calor o de lluvias?

—Em... no lo sé —responde perdida en la palabrería de tan singular ser.

—¡Qué!, ¿cómo no puedes saber en qué época vives? Bah, todas las bestias sois iguales, no hacéis nada, simplemente... ¡molestáis! Os dedicáis a comer y dormir, haciendo ruido, masticáis muy alto, piáis muy alto, calláos, bichos, alimañas, el mundo no es vuestro; es de... es de... Por cierto, qué clase de bestia eres tú.

—Soy... em... soy una mujer.

—¿Una mujer? ¿Tal vez una especie de gruder? No, no os parecéis. Ellos tienen una especie de morro con estambres por todos lados, los habrás visto, si es que todavía existen, seguro que sí. Bueno, te daré un nombre, porque para eso has venido, todos vienen a por eso. No sé cuánto tiempo llevo vivo y siempre me he preguntado por qué viene todo el maldito mundo pidiéndome que le dé un nombre.

—Yo no necesito un nombre.

—¡Claro que necesitas uno! Si no cómo te diferenciarán de las otras bujeres.

—Pero...

—Calla, bestia, ya está decidido, tu nombre será Ydnic. No es el mejor que se me haya ocurrido pero debería servir. Ahora escucha con atención y —carraspea— no interrumpas:

Todos los seres,

astros, bestias y dioses

a partir de ahora te conocen

como Ydnic, Nombrador lo ordena,

y pobres de los que se equivoquen.

Todos ellos saben la pena.

» Ya te puedes ir.

—No puedo.

—Vuelve a tu madriguera, panal, cueva o donde quiera que hayas salido. Cualquier cosa pero déjame dormir.

—No tengo adónde ir.

—Todo el mundo proviene de algún lugar.

—Sí... pero yo no puedo volver andando al lugar de donde vengo.

—Tal vez si te tiro desde la copa llegues planeando lo suficientemente lejos.

—No puedo volar, no tengo alas.

—Ni ganas. ¿Y esperas que Nombrador solucione tus problemas como si fuera una especie de estrella fugaz que concede deseos? —pregunta cargado de ironía.

—No me iré hasta que me des una solución —dice tan cansada como decidida.

—Um... déjame pensar... Recuerdo que hace tiempo existía un pequeño pueblo al norte de aquí, poblado por unos tipos muy rudos, no sé si me entiendes, y se decía entonces que tenían un barco que era capaz de llevarte a la persona que solucionaría todos tus problemas. Yo lo consideré un engaño por aquel entonces pero si sirve para que me dejes en paz... No me fío demasiado de esa gente... por favor, ni se te ocurra decir que vas de mi parte, fueron muy groseros conmigo.

» Puedes dormir en aquel lado de ahí, sí, el más alejado, y comer algunas de las flores que hay en esos arcones, pero sólo algunas, y por la mañana espero que desaparezcas para siempre o de lo contrario, um... no sé, cambiaré tu nombre por alguno horrible que te persiga allá donde vayas.

—Buenas noches.

—Bah.

 

III

 

Atrás quedaron el majestuoso árbol rojo, las torrecillas granate, la hojarasca magenta y los diminutos bonsáis con sus minúsculas flores semejantes a las amapolas; mil escalones arriba, mil colmenas de brotes carmesí más allá, una criatura llamada Nombrador le ha indicado un camino incierto.

Al norte, si es que los astros que reinan el cielo respetan el este y el oeste, una pronunciada pendiente de arena desciende hasta traspasar el horizonte, cubriendo toda su vista. Los granos de ese mar decadente de alma rota de cristal son tan finos que el polvo que habita suspendido en los anillos de las lunas de este mundo parece gravilla en comparación. Ella está en la cresta de ese torrente de partículas que crea un desierto inclinado, un océano de lapislázuli pulverizado.

Acerca un pie con precaución, dudando de la naturaleza del paraje y con el bosque a su espalda, lo apoya sin apenas hundirse en el suelo de textura sedosa, algo que le da mayor confianza. Este mundo no es tan distinto al suyo, después de todo —piensa—. Abalanza el otro y un tercer pie se apoya a su lado. Se queda mirándolo antes de caer en la cuenta de esa pata no le pertenece, y la sigue con la mirada pierna arriba hasta reconocerse a sí misma replicada a su lado. Se acerca para verse más de cerca, examinando cada elemento de su rostro hasta que el pelo cae sobre sus caras y se desmonta la farsa, se distorsiona el espejismo y la estructura bajo la camaleónica apariencia se divide en cientos de pequeños insectos que vuelven volando a la seguridad de bosque.

La sorpresa hace a Ydnic correr cuesta abajo igual que si lo que hubiese visto fuese una aparición del Averno: Da grandes zancadas cada vez más largas, cada vez más rápido, a cada pisada se hunde más en el azul y le sigue la arena que remueve al sacar la pierna al exterior a cada paso, ésta se agrupa como gotas de agua que se juntan para formar un río que se hace más caudaloso. Agotada, ya no es capaz de escapar de sus garras y la avalancha añil que la persigue empuja de ella hacia delante, una riada que mantiene su busto a flote.

Ha recorrido más de tres veces el horizonte llevada por la marea cuando nota que algo se mueve bajo sus pies, algo la acompaña; la acecha, piensa ella. Una especie de medusas azules saltan a su izquierda y luego también a la derecha, algunas son pequeñas como ardillas, otras tan grandes como ella, tienen una gran cabeza traslúcida con forma de bombín, rodeada por una veintena de ojos y de la que salen largos tentáculos de doble trazada formando una curiosa estructura de cadena de argollas. De pronto sus piernas encuentran de nuevo una superficie sólida bajo la arena. Se siente arrastrada hacia atrás por ésta, al interior del alud de polvo azulado que la persigue como una gran montaña que dibujada en el cielo que se te viene encima; está con la marea al cuello mientras esos bichos siguen saltando desde la cresta de la ola. Pero desde abajo viene una fuerza capaz de mover montañas que la eleva fuera de la arena decenas de metros; se ve en un momento a lomos de una de esas cosas del tamaño de una ballena, de la más grande que haya existido jamás.

Sus piernas, su ropa, sus manos, toda ella se ha tintado de azul, está cubierta por el polvo de lapislázuli que se desprende tímidamente de su piel al roce con el viento. La gran medusa sobre la que se encuentra atravesando el desierto comienza a vibrar a la vez que un sonido gravísimo y continuado reverbera en su interior con cada vez mayor fuerza. Todas las medusas pequeñas se sumergen desapareciendo por un momento y, después, saltan fuera y se elevan, ¡vuelan!, lo hacen hasta ponerse alrededor de Ydnic. Al mismo tiempo cambia el azul del horizonte a uno mucho más claro y cristalino: el otro océano.

La enorme medusa emprende también el vuelo desplegando sus tentáculos kilométricos entre los cuales absorbe el aire caliente que le dota del don de navegar por las nubes. Pero Ydnic, que apenas podía mantenerse agazapada, ahora se desliza por la resbaladiza piel sin tener dónde agarrarse. Pasan la desembocadura de la avalancha sobre el mar, el agua está abajo, a un centenar de metros y la chica cae rodando por la borda, agita sus brazos en el aire intentando atrapar una cuerda invisible, se agarra a las cadenas una medusa más pequeña arrastrándola en su caída durante decenas de metros hasta que se escabulle de entre sus manos y cae de pie atravesando la superficie como una flecha.

Coge impulso en el fondo y bucea hacia las dos esferas luminosas que brillan desde más arriba del mar, lo hace aguantando el poco aire que ha conservado de la caída, sube, sube más, comienzan a oírse el borboteo de las olas sobre ella, asciende dejando un rastro azul oscuro de lapislázuli tras de sí, agarra un cabo imaginario y emergen sus brazos y la cabeza en un último impulso. Desde la superficie ve la costa y la montaña azul de arena; el océano y el viento se dirigen a morir a la orilla; puede salvarse.

 

IV

 

Grandes torres de barro con forma de jarra compiten unas con otras para acercarse lo máximo posible al cielo. Sus paredes ondulantes están salpicadas con vanos circulares rematados de marcos verdosos de bronce oxidado; estas ventanas no tienen ni cristal ni madera para cerrarlas aunque se adivinan barrotes retorcidos al fondo de las mismas, necesarios para protegerse de aquellos que tan mala fama dan al lugar. La ciudad no tiene murallas como tal pero sí un ancho foso salvado por un endeble puente colgante por el que Ydnic entra al bullicio de las calles atestadas, sucias y sin empedrar.

Pese a que una vez dentro sólo se adivina un bosque urbano, se puede encontrar el puerto con un poco de astucia aunque quede oculto detrás de los edificios. Sigue a aquellos que tengan cierto aspecto de marineros para así hallar el camino al mar pero el resultado es desafortunado ya que la mayoría de ellos terminan siendo secuestrados con el olor a alcohol y sexo de los numerosos garitos de vicio.

La noche se precipita encima de la ciudad y el laberinto de calles se vuelve tenebroso, plagado de peligros. Las tres lunas recorren el peine de edificios conforme pasan las horas: La más grande y majestuosa tiene un tono anaranjado que deja a su alrededor un poso cobrizo con su poderoso fulgor; en torno a ella orbita otro pequeño satélite a su vez, muchísimo más pequeño y rojizo, lo hace a gran velocidad pues cada hora aparece y desaparece de la vista, cruzándola diagonalmente. La mediana es blanca y acristalada, como una esfera de hielo rodeada de anillos de escarcha. La más pequeña es un astro morado, mordido por un gran impacto y repleto de cráteres, la rodean tres anillos a distintas alturas que tan sólo se ven cuando se encuentra en la posición dominante del firmamento.

Tres sombras que surgen de la oscuridad de un callejón siguen a la chica caminando sin hacer el más mínimo ruido. La primera de ellas se descubre parcialmente al alumbrar una luminaria su cara arrugada, la segunda pisa con sus zarpas desnudas un charco y crea un vacío al pararse por un momento antes de recobrar el paso y, la tercera, sonríe con una de esas muecas malvadas que enseñan los colmillos y se ven aunque no las mires. Los acechadores calculan el momento y el lugar perfecto para atacar a su víctima, creyéndose invisibles a sus ojos, manteniendo una distancia de seguridad que no les comprometa en caso de ser descubiertos. Ella pasa por delante de otro callejón oscuro donde otros delincuentes tienen su guarida y del que salen cuatro cazadores para realizar el mismo juego pero, justo entonces, se cruzan con los tres que habían reclamado la pieza antes: una banda rival.

Gritos, golpes y sangre detrás suyo, los bandidos se pelean por el derecho de utilizar el coto de caza, unos dedos caen al suelo tras ser seccionados de la zarpa, se abre una raja bajo el buche y cae una cabeza a los pies, las puñaladas se lanzan en todas las direcciones. Se incrementa el alboroto cuando sale el resto de la banda del callejón pero Ydnic ya está lejos, corriendo calle abajo hasta que se mete en el primer antro que encuentra. En el cartel pone: Yrqqätthjrt^Aksqqattr (Próximo al mar).

Multitud de aquellas criaturas ocupan todos los nichos de las paredes sobre los que se recuestan dando al lugar un aspecto funerario. Mucho humo y extraños vapores producidos por fumarolas en el suelo cubren la parte superior del local y trazan espesas columnas que atraviesan empleados y camareras totalmente desnudas. Al fondo, siguiendo un reguero de bebidas derramadas, se encuentra el lupanar apenas disimulado por dos pequeñas cortinas que dejan entrever la orgía organizada tras ellas.

—No me saques la lengua —dice Ydnic a un cara de reptil que saca y retrae continuamente su lengua bífida, larga y delgada.

—Es de mala educación decirle a un ht'rtt que no saque la lengua. ¡Fuera de mi vista!

Cuando ha visto suficiente como para desear abandonar ese lugar para siempre y alejarse todo lo posible de la depravación, al girarse tira en un descuido el puchero de alcohol de un cliente, provocando primero una llamarada súbita desde el interior de una fumarola y, después, una profusa nube de humo alcohólico que se extiende como una niebla de drogas por gran parte de la sala, pero los demás están tan colocados o atareados en el sexo que apenas se enteran de lo ocurrido.

—Escucha, mequetrefe —le dice el cliente mientras la acorrala contra la pared—. Eres una apestosa... cosa que se atreve a entrar en nuestra ciudad predilecta, la cuna de la piratería, la mejor de todas las del mundo sin dudas —hace una pausa de borracho antes de retomar el hilo—... y tú, animalillo descarriado, vienes ¿y qué haces? ¡Tiras mi bebida! —exclama de forma teatral mirando al techo—. ¿Por qué siempre me tienen que pasar estas cosas a mí? —se compadece en voz alta antes de realizar un amago de llorar.

—Yo, señor; fue sin querer —se disculpa Ydnic.

—No... no... ¡Tú no lo entiendes! Era mi bebida, podrías haber tirado cualquiera de las que hay por ahí pero no, ¡oh, Destino, qué cruel eres!, tuviste que tirar la mía.

—Perdón, sólo quiero irme, debo encontrar...

—No, no te puedes ir —la interrumpe—. Ahora debo matarte para quitarme la mala suerte de encima. Yo no quería, ¿sabes?, pero tú me has obligado, ¡el Destino es así! Lo dice la Ley del mar: «Mata tu mala suerte, aviva tu mala reputación».

—No, por favor —suplica mientras el reptil inmoviliza sus brazos contra el muro.

—Pero aquí no, además perdí mi daga y mi trabajo de remero en el juego. ¡Deshonor!, ¡no! —exclama dirigiéndose a un público imaginario—. ¿Pero dónde podré hacer justicia?

—¿En el puerto? —dice ella aprovechando la posibilidad brindada y dándose tiempo para trazar un plan de huida.

—Sí, podría ser, siempre puedo atarte a un ancla y ahogarte lentamente. M... aunque primero tendré que asegurarme de que no eres un anfibio como esos malditos k'ttrek.

Los dos salen a la calle tambaleándose entre el humo. Pasa algún tiempo hasta que aquel reptil recuerde dónde se encuentra y cómo llegar hasta el puerto. Luego le obliga a andar delante de él según sus indicaciones, contradiciéndose y equivocándose varias veces hasta que, al amanecer, dejan de estar perdidos al encontrar, por casualidad, una calle lo suficientemente larga como para ver el mar desde su posición.

La atraviesan y pisan los tablones roídos y desencajados de un muelle hasta llegar al borde del agua. A sus pies una soga, tablas sueltas y los amarraderos, nada realmente contundente que pueda usar con rapidez. El ht'rtt se acerca a ella envuelto en los restos del delirio etílico, agarra con sus zarpas el cabo de la pesada cuerda, tantea su peso, la ata imaginariamente y después alarga el brazo para dar la primera vuelta al cuerpo de la cautiva pero ésta le da un pisotón, estira de la cuerda hacia ella con todas sus fuerzas y se zafa dejando el espacio justo para que el débil homicida pise en falso, pierda el equilibrio y caiga al agua desconcertado.

Corre de nuevo intentando no meter el pie en uno de los numerosos huecos que dejan los tablones rotos, esquivando aparejos y cajas de provisiones, mira atrás, huye hasta que encuentra a un capitán madrugador sobre el tablado al cual le pregunta dónde está la capitanía del puerto. Sigue las indicaciones más tranquila ahora que está segura de que no la persigue nadie, entra en el edificio que hace las veces de faro y pregunta por el encargado.

—Yo soy el maestre de este caladero de gentuza y de piratas. ¿Qué quieres? Y por el amor del Destino, ¿qué clase de criatura eres? Si eres una esclava debo decirte que según nuestras leyes o, mejor dicho, nuestra ausencia de leyes en la ciudad, los esclavos pertenecen a sus dueños, al menos, hasta su muerte y que es mi deber informar a la Junta Esclavista si alguno intenta escapar.

—Verá, me han dicho que existe un barco... especial —susurra la última palabra.

—¿Un barco especial? Hay muchos barcos aquí, tendrás que ser más precisa pero, si de barcos se trata, yo y mi viejo cuaderno de anotaciones lo encontraremos.

—Necesito localizar un barco que te lleva hasta la persona que puede solucionar todos tus problemas —parafrasea ella.

—M... eso me suena. Hace mucho, mucho tiempo que nadie venía aquí a preguntar sobre ese barco. Sí, viene y va por todo el mundo pero rara vez alguien se pregunta por su origen al haber tantos barcos nuevos que recalan todos los días, hay mucho movimiento por aquí.

—Entonces ¿sabe cuál es?

—No, yo no lo he visto nunca aunque seguro que ha estado atracado en el puerto más de una vez —dice desde debajo de la mesa mientras busca entre legajos antiguos—. Creo que por aquí hay unas notas de mi bisabuelo que lo mencionaban.

—Es necesario que lo encuentre, he venido desde muy lejos para embarcar en él.

—Creo que es éste de aquí, y éste... también —dice un rato después con los pergaminos en la zarpa—. Bien, veamos:

«Quien quiera subir

a un barco

que a cualquier lado puede ir

tendrá que elegir

entre negro o blanco,

uno es el rey, el otro el visir.

 

El visir está maldito:

lleva a la muerte

de su inquilino.

El rey es el correcto:

provee de suerte

y llega a su destino.

 

No lo encontrarás por la bandera

ni por su tripulación bucanera,

tampoco por la cubierta de madera,

sólo hay dos maneras: la blanca y la negra.

 

Un pago debes efectuar

en el puerto en el que ha lugar,

la cantidad que vayas a soltar

no tiene por qué ayudar.

 

Una vez a bordo

trata al barco como a un hermano

pues es sabido que está encantado

y que de agresores se ha vengado.

 

Si lo haces serás por él protegido

y te llevará hasta la persona

o el lugar elegido».

—¿Eso es todo? —pregunta Ydnic.

—Así es. Conforme al pago, ¿qué puedes ofrecerme? ¿con qué pagarás?

—No tengo dinero, ni nada más excepto esta ropa y estas zapatillas.

—Entonces me temo que no puedo autorizar el pasaje. Consigue dinero o cualquier otro objeto de valor y volveremos a hablar —zanjó el maestre.

—M... bueno, tengo algo aquí —intervino la chica buscándose por los bolsillos—. Esto es... ¡una caja de música! ¡la mejor que hayas podido ver nunca!

Examina el fino objeto mientras la música comienza a brotar tímidamente a través de los auriculares.

—Es extraño como algo tan pequeño puede sonar así aunque su música es igual de pequeña que la caja.

—Puedes ponerte los extremos de esos hilos en las orejas, m... sí, supongo que eso son tus orejas, y lo escucharás mucho mejor.

—Es cierto, ahora se escucha igual que si un montón de personas estuviesen en esta habitación. El idioma en el que cantan es realmente raro pero creo que, aunque sea por lo original del artilugio, me lo quedaré. Muy bien, escribiré y firmaré el pase de a bordo.

A pocos metros del palacete de la capitanía del puerto aparecen dos grandes barcos que habían atracado mientras se encontraba en el interior del edificio. Son dos naves peculiares y atípicas: Una de ellas es un imponente cascarón con una proa acabada en un gran ariete con forma de cabeza leonada, un único pero grueso y alto palo con una cesta de vigía en lo alto y una bandera negra, tan oscura como el resto de la embarcación, sobria y sombría, sin más detalles que los funcionales, al menos los acabados que se podían ver desde el exterior. La otra era un barco más bajo pero más alargado provisto de tres mástiles y un velamen mayor por lo que sería más rápida que la negra; su cubierta estaba decorada con nácar y plata, abundantes repujados y ostentosas estatuillas de oro, encabezando la ornamentación una serpiente marina dorada que se enroscaba en el extremo de proa. Ese barco era blanco y luminoso y, a su juicio, demasiado bueno como para ser el correcto.

 

V

Ydnic había elegido el patito feo frente al espejismo de lujo seguida por un instinto humano que tal vez no era aplicable a ese mundo. Cuando subió al barco negro la pasarela se recogió sola empujada por fuerzas invisibles, la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás. La cubierta estaba desierta, sin más tripulación ni cuerdas, cañones o cualquier otro elemento típico de un barco a la vista. La puerta de doble hoja, empotrada en el suelo de madera, no se podía abrir o pesaba demasiado para que ella la levantara.

Se asomó agarrándose a la barandilla para ver si debía venir alguien más por el puerto para mover aquel cuervo dormido, como un capitán y los tripulantes, pero en su lugar creyó avistar al borracho dirigirse iracundo hacia donde estaba ella para acabar lo que se había propuesto, lo que hizo que la embargara un terror repentino ante la duda de si estaría más segura encarcelada en la nave inmóvil o tirándose al agua.

El maestre salió de la capitanía para asegurarse de que no le pasaba nada a aquel animalillo que había comprado el pasaje para una leyenda de la que dudaba de su veracidad y se quedó perplejo al ver ambas naves sin amarrar, tan distintas al resto como lo es un kiwi de una manzana.

—¿Qué hago? —le gritó la chica desde una de las naves.

—¡Usa el timón! ¡Que el viento haga su trabajo! —respondió.

Se dirigió al castillo de popa, apenas un escalón por encima del resto de la cubierta, agarró una de las palancas de la rueda y ésta brilló durante un parpadeo cobrando vida, moviéndose por sí sola. Un viento fuerte venido de lo alto de la montaña sorteó las torres de la ciudad y desembocó en las velas de las dos naves, arrastrándolas hacia el mar.

La pasarela blanca se retrajo al tiempo que se tensaban las cadenas de las anclas conforme abandonaban el puerto hasta que las alas blancas del blanco barco se hincharon al máximo dando un tirón del ancla tal que ésta salió disparada contra Ydnic con sus extremos de punta de flecha pero, no estaba todo perdido, la propia serpiente de metal de su nave reaccionó violenta y mordió brutalmente a la otra, frenándola en el aire y cayendo ambas al agua. El resto de la batalla ocurrió bajo el mar, sin embargo, sendos navíos navegaban muy próximos mientras salían de la boca de la bahía, virando a extremos que se diría que cualquiera de ambos zozobraría y se irían los dos a pique. Finalmente, cuando la costa era una sombra incierta en el fondo donde se juntan mar y cielo, las cadenas se desengancharon y el cisne blanco cambió de rumbo, alejándose hacia aguas inexploradas.

Después de haber zarpado de forma tan convulsa, el barco viajó durante días por un océano que parecía infinito allí donde miraras. Ydnic pudo al fin abrir, no sin esfuerzo, las puertas que daban acceso al interior del casco siguiendo unas escaleras exageradamente inclinadas. A parte de lo común: tablones y herramientas para reparar la crujía, ganchos y cuerdas, cubos para achicar agua y barreños para recoger la de lluvia, así como una vela de repuesto que, plegada, ocupaba toda la proa de la bajo-cubierta, no había nada destacable, más bien la ausencia de provisiones que, posiblemente, se encontrase en alguna habitación aún por descubrir.

Más interés tenía un pequeño camarote que se encontraba bajo el castillo de popa, presumiblemente los aposentos del capitán y, a falta de otro, ella era ahora la capitana. Una especie de cama colgaba del techo con su escalera de mano ocupaba el centro de la sala, más abajo había un baúl y una mesa con una bandeja, una copa y una jarra.

En el interior del cofre no encontró riquezas ni una bitácora que hablara de los orígenes del barco, en su lugar, un uniforme de la tripulación estaba cuidadosamente doblado y reclamando ser vestido. Se quitó la chaqueta roja, la camiseta, los vaqueros y las zapatillas para cubrirse con aquel atuendo de una única pieza negra de tela, ceñida a la cintura con un cinturón de cuero. La prenda, que dejaba sus hombros al descubierto, se ajustaba al busto y caía en una amplía falda con volantes de color caoba y nácar. En sus pies se calzó una botas de cuero que llegaban hasta la rodilla y que también coincidieron en ser de su talla.

La bandeja de la mesa estaba tapada por una cobertura de metal que Ydnic no tardó en levantar para satisfacer su curiosidad. Apareció un manjar de algún tipo de animal troceado y cocinado a la brasa con un acompañamiento de verduras, lo cual le hizo la boca agua porque hacía al menos dos días que no había probado bocado. Se sentó a devorarlo con fruición y, al probarlo, notó que la comida estaba aún caliente. «Gracias, barco», dijo a la pared curvada de la habitación. Rellenó la copa del agua fresca de la jarra, viendo como ésta se vaciaba y, para su sorpresa, al caer las últimas gotas, se rellenó sola desde el fondo hasta la mitad. Cuando terminó de comer, aunque aún no había saciado su hambre, tapó el plato y se levantó del asiento. La luz de los soles apenas penetraba ya a través de las pequeñas escotillas situadas alrededor del castillo de popa, entonces, Ydnic pensó que tal vez... Levantó de nuevo la tapadera metálica y se encontró con el tipo de comida que se había imaginado: Un plato de arroz blanco con alitas de pollo frito, boliches y tiras de fritura de plátano.

 

Todo aquello había pasado ya hace al menos un mes. Días y días sin otra cosa que hacer que fregar la cubierta, contarle su historia al barco, mirar el mar, comer, dormir, volver a mirar el mar, así una vez tras otra, bajo sol y lluvia, atravesando una semana de niebla seguida por otra de inconmensurables vientos que parecía que iban a partir la nave en dos. A veces pensaba que tal vez se había equivocado al elegir y el barco blanco en realidad quería salvarla del navío negro, el cual se dedica a dar vueltas por todos los mares hasta que te mata de melancolía por no volver a ver la tierra. Pero un día, eso cambió.

 

El azul infinito se ha transformado en verde hasta donde llega la vista. Árboles frondosos estiran sus brazos con intención de abrazarse unos con otros sobre el río ancho y caudaloso por el que el cuervo navega. Un día estaba rodeada de agua salada y, al despertar al siguiente, la había dejado atrás para seguir la corriente de un cordel claro pero tortuoso, cercado por un billón de hojas saludándole al pasar, que se ensancha y estrecha tanto como gira en una dirección o en otra.

Los soles han caído y vuelve a ser de noche. La chica del vestido negro sobre la oscura nave, escasamente iluminada por una lámpara que nunca se apaga, examina la oscuridad espesa de la profundidad del bosque. Las sombras hacen la ilusión de que el río se haya desbordado, anegando toda la selva creando un laberinto de canales entre troncos de árboles sin ramas o con ramas que cubren todo el cielo, porque éstas tampoco se ven.

Sin embargo le parece apreciar una luz en el agua, un reflejo del quinqué, piensa, emerge un doble reflejo y uno de ellos se mueve por las olas producidas por el casco. Pero aparece un tercer punto luminoso en la profundidad y un cuarto que se le acerca. Camina al flanco de estribor para comprobar el otro lado y ve al menos cinco focos más, además de media docena que llegan desde atrás. Corre hasta el ariete de proa para observar entre maravillada y asustada como otra veintena se dejan atrapar por la corriente del barco y lo van rodeando.

Algunas luces salen del agua y trepan con sus minúsculas patas de insecto por el casco, no son más grandes que un perro pero todo lo adorable que puediera tener éste lo pierden con su rostro arrugado, del que sobresalen unas pinzas retorcidas bajo ocho tenacillas dentadas rodeando la mandíbula. Con sus ojos compuestos y abultados se suben al pasamanos y mueven su doble aguijón alumbrados por las púas que cubren la parte posterior de su torso.

¡Ñiiiiiiiiiic!

Ydnic baja de un salto a la bodega, agarra un remo partido, tan alto como ella, y un garfio que ata con un cordel de los que se pasan por las anillas del palo para sujetar la vela. Asoma la cabeza lo justo antes de salir y ve unos cuarenta bichos ocupando la cubierta. Ñiiic ñiiiic ñic. Uno de ellos la ve y se abalanza sobre su presa pero el garfio le secciona la cabeza, se lanza otro justo después que recibe un picotazo férreo en el vientre y cae rodando por la borda, el tercero consigue tumbarla y lucha con todas sus fuerzas para romper el remo que evita que pueda morder la cara de la chica.

El barco para en seco haciendo caer con el vaivén a todos los atacantes sobre el entablado. La inmensa pantalla negra se suelta sobre ellos como una red, insectos atrapados por la tela de araña que supone una vela tan pesada. Mientras, la alimaña que tiene atrapada a Ydnic consigue desmadejar el garfio volviendo inútil al palo a punto de ceder, que ya se astilla y abre en flor, pero cuando la trilladora que tiene por boca está a punto de clavarse en el rostro de su víctima, cuatro cuerdas del barco salen disparadas en su dirección, agarrándolo del cuello y apretando tanto que, de la asfixia, se prenden fuego sus púas como si mil cerillas ardieran al mismo tiempo. De la misma forma, salen ganchos y garfios de la bodega, saltando los escalones y rodando por la cubierta, por debajo de la vela, hasta desgarrar y apagar la vida de las bestias.

Al despertar al día siguiente y, tras caerse de la cama colgante del camarote, recobra la percepción de dónde se encuentra. No, no había sido un sueño. No obstante cuando sale al exterior parece que la lucha de anoche nunca hubiese ocurrido: La vela vuelve a ondear en su sitio y no queda rastro de aquellos bichos sobre el tablado. Aunque se siente un tanto ridícula por hacerlo, abraza el mástil en señal de agradecimiento al barco y, por un momento, le parece que éste ronroneara.

Una semana más tarde, se despierta sobresaltada por el sonido desbordante del río, brinca hasta la cubierta y ve a popa el segundo sol amanecido, sobresaliendo entre los árboles, y a proa el río agitado llega a un extremo en el que la línea del horizonte se aleja sin éste. Los árboles caen en pendiente hasta desaparecer bajo la línea tras la cual no se ve nada más que cielo. El barco, aunque se resiste, va mucho más rápido que de costumbre arrastrado por las aguas bravas que se arremolinan intentando agarrarse al fondo para no caer por el abismo.

Cae una cuerda al lado de Ydnic desde la cesta de vigía como una invitación al balcón de la nave. Indecisa coge la soga con ambas manos y se deja izar treinta metros entre el palo mayor y la vela mientras intenta no mirar abajo. Llega hasta el borde del capacete y lo remonta quedándose agazapada a la vez que abraza el palo de bandera. Desde el fondo del cuenco la ve ondear negra, cómo no, en la dirección en la que avanzan inexorablemente.

Una vez que ya se atreve a asomarse puede ver cómo el final del río se curva y cae espumoso a un precipicio sin fondo, que se pierde en la lejanía del abismo como en un punto difuso e infinito.

—¡Para!, ¡detente!, ¿es que no ves que se acaba el camino?

El barco vira arrastrado por la corriente de cola, atravesando los últimos metros cruzado e inclinado, intenta frenar su avance, claro que lo intenta, porque es la primera vez que llega tan lejos y navega por esas aguas que son más fuertes que él, aunque sus fuerzas también provengan de los Prefectos del Inicio. El borde de lo horizontal está ya demasiado cercano como para poder huir de la fuerza arrolladora de la corriente. Se repliega la vela al tiempo que Ydnic se ata con la soga al palo pero aún sin el impulso del viento no ceja el caudal de empujarles contra la nada.

El sobrio mascarón de proa queda en el aire con el abismo insondable bajo ella, la quilla sale del agua con el resto del casco, el eje del mástil y la vela mayor se suspenden sobre el vacío, el castillo de proa flota más allá del río, el timón gira totalmente descontrolado mientras la pala se expone al exterior. La espuma queda atrás mientras navegan por una patena invisible a kilómetros sobre la fosa.

 

 

 

VI

Horas después el manto verde es tan sólo el trasfondo tras el telón del horizonte y frente a ellos una llanura hace de lienzo a las pinceladas del atardecer. El barco llega a la playa a la vez que desciende a la chica a la cubierta; las olas no desembocan en la arena, en su lugar, una tenue luz cristaliza una barrera de la isla volante hasta perderse entre las nubes grises que se enroscan a su alrededor.

Ydnic se despide del barco mientras la plataforma baja hasta suelo firme. Le sigue el quinqué que nunca se apaga dando saltos hasta ella hasta que lo recoge del suelo. El viento sopla desde abajo y se hinchan las velas del navío que, majestuoso, emprende el viaje de vuelta esperando volver a ser llamado. Su antigua capitana lo despide con la mano y el quinqué brilla más mientras los soles y la vieja nave se marchan.

Comienzan a andar tierra adentro ya que allí, en algún lugar, se encuentra la persona que puede decirle cómo volver a casa. Las nubes dejan de arremolinarse y suben por los bordes de la noche hasta coronar el cielo ocultando las lunas y las estrellas. La visibilidad casi se hace una quimera, sólo quedan ella y el quinqué en plena oscuridad. La llama titila por miedo a la noche creciente y hace amago de esconderse y esfumarse.

Un rayo, de repente, el fulgor de un rayo parte el cielo iluminando las montañas de algodón ceniciento, se disipa ennegreciéndolo todo y, como chiribitas, relampaguean las nubes primero tímidas, luego ferozmente. Entonces llega el rugido del trueno retumbando encima y debajo del suelo como si la isla fuese una neurona rodeada por un absoluto de axones. ¿¡Se encontraban en el interior de la tormenta!?

Tres temibles rayos enormes enraizaron todo el fondo hasta quemar el suelo en una explosión eléctrica que repujó todas las nubes en fuegos artificiales de relámpagos interconectados. La hierba se erizó al tiempo que parte de su melena se veía atraída por el techo iluminado. Se agazapó protegiendo la lámpara en su regazo; no le gustaban las tormentas, las odiaba. Mil rayos cosieron los nimbos al suelo acercándolos a pocos metros entre sí en una atmósfera opresiva donde no cabía nada más que la poderosa discusión eléctrica entre ambos entes oscuros.

El quinqué empezó a luchar contra las tinieblas recobrando el tamaño de su llama aunque vibrante y oscilando en convulsos vaivenes en enfrentamiento al viento. La llama se convirtió en un ser azul y esbelto rodeado de una capa de luz que emanaba sin dejar de crecer agrietando las espesas nubes opacas a su alrededor. Ydnic cerró los ojos al tiempo que levantaba la lámpara hacia el cielo y sólo vio blanco. La luz se filtró entre velo en un estallido que dibujó por un instante una estrella efímera en el firmamento.

Las pupilas volvieron a mirar al cielo, que había sido liberado de su enterramiento, tratando de recuperar el enfoque que les impedían ver con nitidez la majestuosidad de la cúpula celeste llena de estrellas. Al extremo de sus brazos el candil yacía muerto y su luz se había sacrificado para dirigirse de nuevo a los astros que la vieron nacer.

Brotaron lágrimas de sus ojos que se deslizaron por sus mejillas hasta caer al viento y producir ondas que se extendieron hasta los confines del Universo. Sentada al lado de la lámpara fría, sola en la noche, su llanto fue escuchado por todos los seres que se encuentran en sintonía con el lenguaje universal, conocedores de que el mayor regalo es la propia existencia y que no hay sacrificio más elevado que el de abandonarla a cambio de la conservación de la ajena.

En ese momento las estrellas de algunas galaxias comenzaron a conversar entre sí apuntando su luz unas a las otras y formando una de las formas elementales que rara vez aparecen en lo infinito del tiempo, a uno de los Prefectos del Inicio que ordenaron el Universo para que fuese eterno y cambiante, conocido por nuestros antiguos como la Osa menor (aunque sólo fuera uno de billones de nombres que recibe). Y de este diálogo el Prefecto fue capaz de comunicarse a través del espacio y el tiempo para conceder un fugaz e insignificante momento en una audiencia con aquella criatura perdida.

—¿Qué ha ocurrido ser fútil para que tu pena haya quedado registrada en los ecos del tiempo? ¿Cuán fuerte puede llegar a ser para que la muerte de un cúmulo de galaxias parezca tan intrascendental en este mismo momento? El espacio es relativo y, sin embargo, vives tan atado a uno que consideras tuyo que te sientes perdido sin saber que sólo se está donde se existe y se existe en todas partes. Lo importante no es dónde se está si no la existencia de uno y de los demás. ¿Por qué hasta que perdiste a un ser no descubriste que la distancia y el tiempo no son relevantes porque los seres se tienen en todas las distancias y tiempos?

» Abandona ahora tu aflicción porque volveréis a reuniros infinitas veces pero ahora debes volver al lugar donde están tus seres más afines. Sigue hasta los más alto de esta plataforma y de este planeta pero, aunque conocer el camino no significa que no entrañe peligros, no olvides nunca que ya has estado al final del camino y sólo tienes que volver a caminar.

El cuerpo del quinqué se desvanece mientras de lo más alto precipita una nieve de estrellas brotando de la efigie cada vez menos brillante del Prefecto. Los copos se inclinan hacia el centro de la isla marcando la senda hacia el otero arbolado. Ydnic corre duchándose en las lágrimas del firmamento hasta llegar a los troncos que franquean la pendiente. Sube entre éstos zigzagueando sin detenerse a mirar atrás, sin dudas que mellaran en su convicción de volver a casa pese a la empinada pendiente que se eleva a más de trescientos metros sobre la isla y más de diez mil de la superficie.

Las ramas se cubren de algodón vistiendo sus brazos fosilizados y sin hojas, recobrando el esplendor que tuvieron en épocas pretéritas en las que la isla aún no se había desprendido del resto del mundo movida por fuerzas desconocidas.

 

 

 

VII

Alcanza la cima cubierta de claveles blancos para ver, agotada, una escalera de caracol descendiendo al interior de la tierra. Allá abajo, sin ensombrecerse por el mar de nubes, el amanecer crea una sinfonía de colores que será lo último que vea Ydnic del exterior de este mundo.

Desciende los toscos escalones de obsidiana, los cuales desprenden una leve luz macilenta de un color verdoso, tan cambiantes de tamaño que a veces se ve obligada a saltar bloques más altos que ella sin vislumbrar si hay suelo al fondo o un agujero oculto en la oscuridad. Las paredes pasan por distintos estratos: tierra, riolita, dacita, basalto y, un centenar de metros más profunda, obsidiana en composición pura, en cualquier caso más ancho que un túnel del metro y mucho más irregular. Por un momento piensa en que es posible que esa gruta no sea capricho de la naturaleza sino que alguna bestia la haya horadado a través de la dura piedra hasta salir al exterior. O peor, para entrar hasta lo más profundo.

Conforme baja los escalones dejan de serlo para convertirse en una especie de rampa helicoidal llena de escollos como si aquello que hizo el agujero se cansó de seguir un patrón y se volvió loco buscando una salida hacia abajo. Su sufrimiento se puede leer en cada zarpazo marcado en la roca. De repente llega a un montículo que tapa de forma deficiente la continuación de la cueva en una bajada casi totalmente vertical.

Se deja caer por el tobogán intentando frenar su acelerado descenso con las manos pero apenas alcanza una de las paredes si muescas lo suficientemente profundas como para agarrarse a ellas. Sólo espera que, al menos, la rampa no termine en un precipicio o en una pared repentina. Afortunadamente se curva hasta que recobra la horizontalidad y la fricción la detiene aunque a costa de rasgar el vestido negro.

Ha aparecido en una sala enorme que más que una basílica con cúpulas parece la madriguera de algún animal colosal. Sin embargo allí no hay ni tesoros legendarios ni montañas de cadáveres de aventureros ni huevos a punto de eclosionar como en la peor de las pesadillas, simplemente obsidiana y nada más. En el centro del mausoleo una roca de otro color hace un montón del que sobresale una especie de pequeña puerta de la que emana un vetusto hedor a podredumbre. Seguramente no le sería difícil introducirse entera para continuar por ahí, después no hay ningún otro camino posible a simple vista.

Cuando apoya el pie en la entrada del túnel lo nota caliente y húmedo, el aire entra con fuerza al conducto que se mueve, retira la pierna al tiempo que se abren unos imponentes ojos amarillos de reptil que buscan qué se encuentra entre la oscuridad. Un gruñido profundo sale de la falsa salida, el montículo se desenrosca y dos patas enormes clavan las zarpas al mismo tiempo que se despliegan unas grandes alas de murciélago a su espalda, se elevan y bajan tirándola al suelo de bruces mientras huye del que hubiera sido el error más grave de su vida: servir de almuerzo de aquella criatura.

Las alas se mueven tres veces más hasta que emprende el vuelo y se yergue mostrando sin ni siquiera estirarse por completo su cuerpo serpenteado, rojo como la sangre con una raya blanca por todo el lomo, de más de doce metros de altura. Agita su triple cola golpeando el suelo y las paredes al tiempo que escarba en ellas de forma automática y nerviosa.

—¡Grum!... ¿¡Qué ocurre!? ¡Qué ocurre! ¡Qué!

Ydnic sale corriendo hacia el tobogán por donde ha venido con la esperanza de que esa especie de dragón no vea bien en la oscuridad.

—¡Brrrr... zuiaaa!... ¡Te veo!

Sigue corriendo hasta que la inclinación de la rampa no le permite continuar.

—¡Malditos!, ¡malditos!, ¡yiiiii! ¡Maldigo a los dioses y a todas las criaturas del Universo! No te escondas... sé que estás ahí... pequeño zurgu... no escondas las patitas...

El dragón asoma su pico superior por el tobogán hasta que la cresta de su cabeza no le deja continuar más adelante. No ve a la chica, pero la huele.

—No sé cómo has llegado hasta aquí pero hacía mucho tiempo que nadie venía, no, no, no, no, hace mucho tiempo. ¡Vuestros malditos dioses me encerraron! Excavé como me dijeron aquellos druidas que hiciera, aquí había algo... ¡se encontraba lo más importante de todo!... ¡Arrg! ¡Di algo, maldita, uarrg!

Terrorífico silencio.

—Me dijeron que cavara hasta que la roca fuera tan dura que ni mis uñas pudiesen arañarla, que siguiera su llamada. ¡La oía! Una y otra vez clavándose en mi cabeza con su melodía repetitiva, ¡me volvía loco! Pero era un poder infinito, el poder de los dioses, abandonado en el fin del mundo a quinientos, seiscientos, setecientos metros bajo tierra, ¡no lo sé!; no lo sé.

¿Silencio? No, latidos acelerados delatándola.

—Grum... Hice el túnel hasta encontrarlo y lo vi, era pequeño como una piedra plana y tan fino que no se podía ver su grosor pero al tocarlo... ¡malditos dioses! Todo comenzó a temblar hasta que toda la montaña fue arrancada del cuajo y ascendió hasta que lo perdí de vista. Intenté escapar por el agujero de abajo pero esa piedra es ¡irrompible! Creo que llevo siglos, tal vez milenios aquí encerrado, no he necesitado beber ni comer desde aquello pero me siento viejo, demasiado viejo... ¡Lo intenté por donde había venido pero los dioses me hicieron más grande! Y cuando intento hacer más grande el agujero siempre me encuentro con la maldita roca indestructible.

Los dos permanecen en silencio un rato tenso y largo sin moverse, pero sintiéndose a pocos metros. Al final unos zapatos se deslizan por el tobogán, lo que extraña al dragón, que lo huele y se los come, lo que le obliga a sacar la cabeza y adoptar una posición menos incómoda. Es entonces cuando Ydnic lo arriesga todo y sale corriendo bajo la criatura, le parece ver el pequeño agujero que le ha revelado, tal vez sea incluso demasiado estrecho para ella, está justo en el centro, donde antes estaba dormida aquella cosa.

Siente el viento del batir de alas a su espalda, oye el rugido y se imagina la posición de ataque a muerte que dispone la fiera, sus dientes afilados deseando vengarse de cualquiera, está loco y puede partirla en dos de un único zarpazo. Introduce medio cuerpo en el hueco en el momento en el que las colas le golpean la cabeza y le hacen perder el conocimiento; sus piernas tiran de ella hasta entrar por completo en el sumidero y caer por la abertura al vacío bajo la isla flotante.

Cae desde el punto más alto al más bajo, tan apartado del resto, que nadie ha vuelto a él desde hace milenios, no hay estrellas ni seres mágicos que puedan socorrerla, ni siquiera las nubes detienen su caída... pero se oye algo, cada vez de forma más clara, un punto azul neón brilla en el suelo, suena la sonata, a un kilómetro, a cien metros, a diez.

Se abre un vórtice azul que se cierra al mismo tiempo que se expande en la otra dirección del agujero de gusano, viaja más cerca y más pronto. Su cuerpo se queda quieto mientras todo se mueve a su alrededor durante eones equivalentes a fracciones de segundo.

Abre los ojos, el olor de la primavera, el tacto de la cama y los ladrillos en el piso de abajo. Se levanta de golpe, empuja la ventana y saca medio cuerpo fuera, a los coches, las carreteras y los jardines, la luna gris y las luces de la gran ciudad al horizonte, con todo el ruido del hormiguero humano que vive de prestado en la Tierra.

Ha vuelto a casa.

 

 

 

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Félix Royo
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Dar especiales gracias a Patapalo por permitirme subir esta obra inusualmente larga para que se pueda ver en la web y por el trabajo de dar formato a la página para que se pueda ver así.

Y por supuesto a "Ydnic", sin ella nada de esto hubiese sido posible ya que está escrito por y para ella.

 

Por si acaso fallan o disgustan los vídeos de Youtube, he subido los audios en el siguiente link de descarga:

http://www.megaupload.com/?d=JENEV4NO

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Andromaca
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Flipo. Es que es genial.La combinación de estar leyéndolo junto con la melodía es fascinante. Me ha encantado :*

Divagaciones de una filóloga zombie

http://divagacionesdeunafilologa.blogspot.com/

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Darkus
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Una obra diferente, en especial, por aquí. Absorbente, inteligente, interesante, bien desarrollada... Cualquiera adjetivo que use se va a quedar corto, porque es el tipico relato que deja a los demás (con todos mis respetos) un peldaño por debajo. Y no sólo es por el uso de la música. En éste sentido me ha recordado a las peliculas japonesas con esa estetica de videoclip, en el mejor sentido de la palabra. Igual es algo denso en ciertas partes pero, al fin y al cabo, es necesario y coherente con lo que es el relato y lo que nos cuenta.

Sobresaliente.

"Si no sangras, no hay gloria"

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