Una ucronía de Solharis
Dadme cinco años de guerra y yo os daré mil años de paz
Adolf Hitler
Con motivo del sexagésimo aniversario de la victoria, Volk, la revista mensual de actualidad para el nacionalsocialista bien informado, les ofrece el testimonio del ex oficial Klaus Tuchen, uno de los poquísimos supervivientes hoy de aquellos que conocieron la victoria gloriosa. A pesar de su avanzada edad, Klaus habla para nosotros con absoluta lucidez y nos impresiona el vigor de sus convicciones.
El día más triste de mi vida fue el día en que murió nuestro Führer. Lloré como un niño, como no había llorado desde la muerte de mi propia madre, pero eso había sido muchos años atrás, antes de que fuera un adulto y un soldado veterano. ¡Nuestro Führer muerto apenas cuatro años después de la victoria contra los bolcheviques! ¡Él, que nos había prometido mil años de paz, apenas pudo ver el comienzo de la reconstrucción gloriosa que comenzaba para Alemania! De hecho, el alzheimer le había reducido a un estado indigno, especialmente los últimos dos años. En el último discurso de Año Nuevo a duras penas había podido articular las frases que le habían escrito. Ese Hitler enfermo no hacía honor al hombre que más había hecho por Alemania desde los tiempos de Federico el Grande. No creo en Dios porque siempre he sido un nacionalsocialista progresista y moderno, pero tamaña injusticia me hubiera disuadido de ello.
Aquel día emitieron música de su apreciado Wagner por la radio y a todas horas. Yo puse una vela delante de la fotografía del Führer y por una vez preferí el áspero vodka a la cerveza para animarme. Recordé a mis camaradas -para que nunca lo olvidasen- que las granjas, las tierras, los siervos, todo cuanto teníamos era gracias a Él.
Porque yo fui de los que confiaron en su palabra desde el principio, aunque luego muchos han presumido de sus raíces nacionalsocialistas. Voté por él en 1934 para que nos librara de la corrupta y degenerada República de Weimar y luego luché por él y por Alemania en la guerra.
La guerra contra el enemigo bolchevique me sorprendió mientras me encontraba de servicio en España, en una guerra atascada por la incompetencia del tal Franco y el apoyo cada vez más decidido de Stalin a los rojos. Después del desastre del Ebro había enviado a su cuñado a Berlín para solicitar ayuda y nuestro Führer fue lo bastante generoso para conceder una última prueba de buena voluntad. Cinco mil patriotas alemanes partimos en el último refuerzo de la Legión Cóndor. Confiaba en ganar la guerra -como todos- pero nunca debimos mezclarnos en los asuntos de las razas latinas. No exagero si digo que españoles, italianos, etc. son pueblos demasiado diferentes, indisciplinados y atrasados. Sin duda algo tiene que ver en ello su sangre intoxicada con residuos semíticos. Aunque los españoles al menos saben luchar y sólo les falta disciplina. Los italianos son unos cantamañanas sin remedio, empezando por su Duce, que nos metió en aquella guerra para distraernos de los problemas realmente importantes.
Sí, conozco los embustes de los revisionistas actuales, que incluso afirman que Stalin y Hitler habían acercado posturas antes de la guerra o que ésta fue el resultado de la actitud beligerante del Führer cuando cualquier alemán de bien sabe que la entrada de nuestras tropas en Polonia no fue más que una maniobra defensiva ante el imperialismo soviético. ¡Nada menos! ¡Llevan sus mentiras contra toda evidencia hasta el extremo de hablar de una paz secreta entre ambos!
Todo eso no es más que un intento por desprestigiar al Nacionalsocialismo. Pero yo les diría a todos esos presuntos demócratas de Occidente, y que no son más que que liberales judíos, que su democracia se la deben al Reich de Adolf Hitler. Los alemanes dimos nuestra sangre por contener a las hordas marxistas y sin nosotros el bolchevismo se extendería hoy por toda Europa.
Como decía, el principio de la guerra me halló en tierra extranjera. Desde que el ejército bolchevique invadiera Polonia a nadie importó ya lo de España. Nuestro corazón estaba en Alemania. Brindamos con vino cuando nuestra flota destrozó a la rusa en el Báltico y sufrimos cuando los bolcheviques comenzaron la invasión. ¡El ejército rojo se abría paso por Polonia para invadir nuestra tierra! Tampoco podía evitar sentirme inquieto por mi familia en Berlín. Supe además que mi hermano Johan había sido movilizado.
Por fin volvimos a Alemania. Detrás dejábamos a España a merced del enemigo pero quizás sea bueno que todo hombre conozca alguna vez el fracaso. Tampoco era nuestra guerra. Cuando el bolchevismo llamaba a las puertas del Reich para pedir un duelo a muerte poco importaba la suerte de un país debilitado por el judaísmo y el catolicismo decadente.
Los dos primeros años de la guerra fueron muy difíciles. Rechazamos a su ejército pero la invasión del territorio bolchevique no era tarea sencilla. La Historia no recordaba un reto semejante desde que Alejandro Magno conquistara el Imperio Persa. El país de los bolcheviques era inmenso y gélido. Las estepas y los bosques sin límite se extendían ante nosotros. En primavera caudalosos ríos dificultaban nuestro avance por caminos embarrados que apenas merecían tal nombre. En invierno olvidábamos lo que significaba el calor.
Por mi experiencia con los españoles me nombraron oficial en el mando conjunto de la División Azul, formada por exiliados de ese país. Ya fuera porque habían sido expulsados por los rojos o por el vestigio ario de su lejana herencia visigoda, lucharon bien y entramos en Leningrado. La ciudad era algo más que la llave del Báltico. Era la ciudad dedicada al líder de los bolcheviques y que ahora -gracias al Reich- el mundo entero conoce como Hitlerburgo.
No estuve en la captura de Stalingrado pero sí en la toma de Moscú, que había abandonado poco antes el cobarde de Stalin para refugiarse en la Siberia central. Fueron tiempos muy duros y, a pesar de nuestros sufrimientos, a menudo pensaba en los padecimientos de los míos y de todo el pueblo alemán.
¿Dónde estaba cuándo terminó la guerra? El día que terminó la guerra me hallaba perdido en un lugar al este de Finlandia que tenía un nombre impronunciable. Brindamos con agua de nieve derretida y con los dedos agarrotados por el frío pero, con todo, recuerdo aquel día como una de esas contadas ocasiones en que nos sentimos realmente felices en la vida.
La fiesta no había abandonado Alemania cuando regresé pero mi novia sí me había abandonado a mí después de tantos años de ausencia. No me esperó: había preferido casarse con un funcionario de obras públicas y tampoco la culpo por ello, aunque en ese momento me sentí tan decepcionado que me planteé permanecer en el ejército. Mi camarada Jorg me disuadió de ello. Ah, Jorg era un patriota, un oficial de las SS... Toda esa leyenda negra alrededor de las SS es una gran mentira. ¿Acaso había otra forma de limpiar nuestras tierras recién conquistadas de judíos, gitanos, bolcheviques y demás escoria? Extirpar ese cáncer de la enferma Rusia no era tarea fácil pero, por primera vez en nuestra historia, Alemania tenía la oportunidad de expandir su prosperidad más allá del Vístula. No fue por regalo divino que nuestras fronteras llegaron de pronto hasta apenas trescientos kilómetros de distancia a Moscú y si queríamos conservar esa enorme conquista tendríamos que inyectar sangre alemana a los nuevos territorios. Así fue que me decidí a participar con mi camarada Jorg en el programa de repoblación de la antigua Ucrania, rebautizada felizmente como Nueva Baviera.
Confieso, no obstante, que me sentí desolado cuando llegamos a esta tierra. Había pasado la guerra en el frío norte, así que esperaba una tierra más acogedora en el sur. Pero al llegar aquí me sentí tan desolado como la estepa que se abría ante nosotros hasta el horizonte. La población de siervos que nos habían asignado no era más que un puñado de chozas, miserables antes aun de la guerra y de los gulags, y una treintena de eslavos harapientos nos miraban con miedo.
En mi memoria está grabado ese momento. Notando mi desánimo, Jorg se agachó entonces y recogió algo del suelo. Luego abrió el puño ante mis ojos. No era más que tierra...
—¿Ves esto? Es la tierra negra de Ucrania, la tierra más fértil del mundo. Nuestro Führer lo supo en cuanto la vio, supo que esta tierra sólo necesita trabajo y organización. Todo el pueblo alemán le debemos gratitud por ello. Nuestros camaradas han regado con su sangre este suelo y es el momento de que nosotros la sembremos. Es la ocasión de mostrarnos tan patriotas en la paz como en la guerra.
¡Cuánta voluntad y convencimiento había en su voz! Me contagió su entusiasmo. Una tierra tan extraordinaria sólo necesitaba trabajo. No soy antropólogo pero es un hecho que los eslavos son europeos a medias, arios contaminados con la sangre de los invasores tártaros. De ahí su naturaleza salvaje e indolente a un tiempo, tan característica de los pueblos asiáticos. El eslavo carece de iniciativa y requiere ser disciplinado y dirigido.
Nos asignaron un lote de treinta eslavos a cada uno. Todos esos que hablan de colonialismo brutal tendrían que haber visto estas tierras antes de que los alemanes las convirtiéramos en el granero de Europa. Acostumbrados esos desdichados a la brutalidad salvaje de los comisarios comunistas nuestro dominio racional supuso una verdadera liberación para ellos. Aplicábamos los castigos corporales en su justa medida.
También rebautizamos la población como Brunhild, la walkiria enamorada de Sigfrid en el anillo de los nibelungos... ¡Ah, las mujeres! Pese a los inmensos progresos y del trabajo que me ocupaba todo el tiempo, no conseguía olvidar el desengaño amoroso y la falta de una mujer... Fue precisamente entonces que el Consejo Supremo del Reich dio el visto bueno al Programa de Arianización. Expertos de las SS examinaban a las jóvenes eslavas para buscar aquellas en las que podían encontrarse una mayor proporción de herencia aria frente a las influencias tártaras que habían degenerado a toda su raza. Naturalmente era entre las más hermosas entre las que se encontraban los ejemplares más aptos pero sólo después de un concienzudo examen y la aprobación de un experto se les concedía una ciudadanía limitada para contraer matrimonio con un colono alemán.
El programa se aprobó por el plazo de diez años, pese a las muchas reticencias de algunos miembros del Consejo Supremo del Reich, y sólo porque los colonos alemanes eran insuficientes para las vastas tierras de nuestras nuevas provincias. Yo mismo me resistí a la idea pero sabía que si no contraía matrimonio en el plazo de cinco años perdería la propiedad de mis tierras e incluso me arriesgaba a ser sospechoso de tendencias viciosas, lo que era infinitamente peor. ¡Yo, buen patriota alemán y ciudadano ario, sospechoso de ser un inmundo sodomita! Ahorraría semejante vergüenza a mi familia y recuperaría el contacto con el bello sexo.
En cuanto lo solicité, me ofrecieron hasta una veintena de muchachas. Todas ellas eran atractivas pero no me fiaba de esto. Por alguna perversa razón su herencia tártara ha hecho a las mujeres eslavas bastante bellas en general. Pero me aseguraron que Helen, mi esposa hasta el día de hoy, tenía una importante herencia aria. Los que denuncian el racismo alemán (preservación y mejoramiento de la raza aria lo llamo yo) ignoran hasta qué punto aquel programa ha hermanado a dos pueblos, uniendo con lazos de sangre a lo mejor del pueblo eslavo y separando felizmente a los herederos de aquellos aventureros arios que llegaron desde Escandinavia para crear esta nación del estigma mongólico que la ha mantenido en el atraso respecto a Europa.
Y hemos sido felices hasta el día de hoy. Mis hijos son orgullosos ciudadanos alemanes que no han tenido que vivir los penosos sacrificios de la generación anterior. Pero precisamente por eso nunca he dejado de recordarles el generoso sacrificio del pueblo alemán y de su Führer, la historia de cómo un pequeño grupo de idealistas levantó a una nación desde la decadencia y la derrota hasta un Imperio nunca debe ser olvidada.
Los ojos de Klaus brillan. Todo él desprende una fortaleza asombrosa pese a la edad. Al llegar a este punto, sin embargo, se muestra intranquilo y hasta apesadumbrado.
Sin embargo, me siento enormemente preocupado por la opinión pública. No me preocupa lo que digan esos liberales extranjeros y mucho menos los embustes de los judíos o de los soviéticos. Lo que me llena de pesar es que todas esas mentiras han arraigado en parte de la juventud. No aquí, desde luego. En las provincias conquistadas no hay el menor atisbo de duda y lealtad. Es imposible olvidar la misión con que llegamos para llevar la civilización y depuración a unas tierras degeneradas. Pero toda esa juventud de Berlín que no aprecia el legado de sus padres y habla de democracia...
¡Democracia! Hablan de los millones de siervos eslavos oprimidos y digo yo: ¿no es la democracia el gobierno del pueblo? ¡¿Y acaso no es el Reich el gobierno del pueblo alemán por y para alemanes?! No necesitamos que nos gobiernen los eslavos, que jamás fueron capaces de gobernarse a sí mismos y que gozan de bienestar como bajo la dirección de Alemania, o los judíos de Washington y de Hollywood, esos corruptores de la juventud.
Mire, yo nunca he sido político pero no concibo un mundo sin nacionalsocialismo y mucho menos el regreso a la miseria de Weimar. Los alemanes hemos sido atacados repetidamente por las potencias extranjeras y no podemos dejar que ideologías judías nos corrompan. El pueblo alemán ha creado un nuevo régimen, nuestro régimen.
El legado del Führer jamás morirá. ¡Heil, Hitler!
Nos despedimos conmocionados por la fe del viejo veterano. Confiamos en que el sacrificio de las generaciones pasadas sirva de ejemplo para las presentes y venideras.
Muy entretenido el relato. Me he perdido un poco con la parte de la guerra en España (¿la pierden o sólo la dejan a mitad?), pero me ha gustado mucho el conjunto, el repaso de historia alternativa de manos de un devoto del régimen ganador.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.