Hablemos de comienzos; de comienzos literarios, claro está.
Son muchos los escritores que sufren un mal trago en el momento de iniciar sus textos. El llamado “Miedo a la página en blanco" ―un bloqueo que impide que el autor encuentre una frase con la que empezar una historia, en su deseo de dar con inicio cautivador que provoque que el lector se enganche a la trama desde las primeras palabras― es el momento donde con más frecuencia se da. La búsqueda de ese arranque se transforma en obsesión, y de ahí en frustración. Y las horas transcurren mientras la página continua en blanco…
Pero, ¿Hasta qué punto resulta importante esa frase inicial? Son muchas las obras de fama indudable cuyos comienzos han quedado en el imaginario colectivo de la literatura. ¿Quién puede olvidar las primeras líneas de Lolita?
Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Li. Ta.
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.
Desde luego, en castellano también tenemos excelentes ejemplos que no desmerecen para ni mucho menos la tan extendida literatura anglosajona. Recordemos, por ejemplo, La casa de los espíritus de la autora chilena Isabel Allende:
Barrabás llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada caligrafía. Ya entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantes y más tarde, cuando se quedó muda, escribía también las trivialidades, sin sospechar que cincuenta años después, sus cuadernos me servirían para rescatar la memoria del pasado y para sobrevivir a mi propio espanto...
Vistos estos ejemplos, todavía cabe preguntarse si realmente esa primera frase tiene tanta importancia como se pretende. Efectivamente en los casos anteriormente citados resultan inolvidables, pero no es menos cierto que tras ese primer reglón ―de ese primer folio― viene otro y después otro, hasta completar la obra. Dicho de otro modo, esas líneas que vienen a nuestro recuerdo proceden de novelas que en su conjunto mantienen una alta calidad narrativa, no son simples brochazos de genialidad flotando en el aire. Son tan buenas como el resto de las que componen el libro, y en gran medida las recordamos por ser las que nos introducen a la historia.
Fijémonos a este respecto en una de las más importantes novelas ―si no la más importante― en castellano, El Quijote:
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Este probablemente sea uno de los comienzos más conocidos por todos los hispanohablantes. Sin embargo no se sustenta por sí solo. Si leemos el resto del capítulo (permitidme aquí que haga un pequeño inciso para recomendaros la lectura de La acequia (http://laacequia.blogspot.com/), el blog de Pedro Ojeda Escudero, profesor de literatura en la Universidad de Burgos, y más concretamente su serie Para una lectura de El Quijote, de la que he tomado prestado gran parte de su análisis), observaremos todo un despliegue de habilidad narrativa en el que se nos presenta al protagonista, caracterizándole en una parodia del protagonista de novela de caballerías, con sus armas, su montura ―el flaco Rocinante― y su amada, Dulcinea. Todo ello mientras deja entrever uno de esos detalles que configuran al Quijote como la obra maestra que es: la relativa locura de su protagonista, que parece hasta cierto punto una elección en lugar de un enfermedad.
Así esa primera frase, por más genial que la repetición o la asociación a la novela pueda hacer, se enmarca dentro de un todo de no menor altura. Pero ricemos el rizo, tomemos como inicio el prólogo de la obra, y no el capítulo uno como usualmente se ha hecho1:
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?
Podemos comprobar que estas primeras frases presentan a quien cuenta la historia, y su estilo de escritura. Se trata este de un narrador moderno, que marca la diferencia respecto a la anterior literatura ―siendo este uno de los puntos que hace a El Quijote una obra maestra―, no conoce todos los datos, es muy subjetivo en sus valoraciones, y duda con cierta frecuencia sobre los datos que expone.
Con este ejemplo, en el que vemos el doble inicio de El Quijote, el real, y el considerado como tal de manera popular, podemos además concluir que el genio del autor no radicaba en una frase especialmente ingeniosa, si no en su propio estilo de escritura, de lo que podemos deducir que el comienzo no resulta en sí tan importante como el desarrollo de una obra. No es necesario detenerse para conseguir la frase que nos lance al estrellato y capte la atención como por arte de magia, sino trabajar nuestro propio estilo. En definitiva en la literatura, como en casi todas las cosas de esta vida, todo es empezar.
1.- Desocupado lector. (La construcción de una novela o cómo Cervantes nos engaña mostrándonos el truco)
Una interesante reflexión. Creo que también hay mucha psicosis de primera línea entre los escritores noveles porque hay mucho donde elegir, y existe el convencimiento de que se debe enganchar al lector desde la primera línea brillando sobre el resto.
Algo de verdad hay en todo esto, pero a veces no vemos el bosque de tan preocupados que estamos por los árboles. Importante pensar en ello, en cualquier caso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.