Grito de batalla
Consideraciones peregrinas sobre exabruptos sonoros durante las partidas. Años y años de jugar a rol crean muchas chirriantes anécdotas.
Pendragón. El dado de veinte rueda fatalmente por la mesa y revela la cara indeseada…
¡Critiquiqui! —aulla el jugador H desde su extremo de la mesa.
El máster baja la mirada, irritado. Sus compañeros, también. “Arjjj, qué no saque otro veinte” suspiran todos para sus adentros “que nos destroce el Caballero Negro pero sobre todo que no saque otro…”
¡Critiquiqui!
El dado, como siempre, conspira.
¿Quién no ha tenido un compañero de partidas con un horrible grito de batalla? ¿Quién no ha tenido entre su grupo de jugadores a un miembro que, con voz estridente, despertaba los peores deseos a pesar de la amistad que con él les une?
Es inevitable. Cada persona tiene su propio sentido estético y —horror— sonoro. Aquello que a uno le sueña ridículo, otro lo encuentra épico. Viceversa no es una palabra que recoja todas las posibles incompatibilidades sonoras que se pueden encontrar en una partida.
Sí, yo tuve un Joric en mi grupo de jugadores de Stormbringer que, por influencias anglosajonas, era apodado por sus compañeros Llorica. También tuve un Masoc, que inexplicablemente no previó aquello que insinuaba su nombre. Por supuesto, Leperino el Cachondino fue un nombre elegido para demostrar que un campesino no está a la altura de ningún grupo de aventureros, por cutre que sea. Una espada misericordiosa acabó con la vida de tan desafortunado PJ. Luego dicen que los padres tienen mal gusto por llamar a sus hijos “Leocadio” o “Fructuoso”.
El caso es que sería fácil acusar a los jugadores de ineptitud estética, pero todos sabemos que el mal va mucho más allá, que es endémico de la literatura fantástica.
Nadie tiene la respuesta a por qué los jugadores eligen improbables nombres plagados de “kas”, de “y griegas” y de “equis” —se podría aventurar algo respecto a esto último—. Pero lo que nadie entiende ni remotamente es por qué un escritor experimentado como Michael Moorcoock puso semejantes nombres a sus dioses.
¿Alguno de vosotros ha intentado pronunciar alguna vez el nombre del dios de los peces en mitad de una partida? Sí, aquello de meterse el dedo en la boca, inflar los carrillos y extraerlo rápidamente creando un sonido oclusivo…
Por supuesto, uno siempre puede intentar comprar un pasaje en barco a la capital de Pan Tang… si consigue deletrear su nombre.
Con semejante maestro no es de extrañar que la plaga se extendiese a los diseñadores de aventuras. Así, en Demonios y magia nos encontrábamos con una aventura cuyo principal peligro, el gran demonio con forma de pez, ¡tenía un nombre carente de vocales! “Ríanse del máster si intenta pronunciarlo” parecía ser la idea que le rondaba a los de Chaosium al publicarlo.
Los traductores, por supuesto, quisieron poner su granito de arena al caos fonético, y así tradujeron al bueno de Arioch por Arioco, lo que permitía aullar aquel sugerente e irreverente pareado de Arioco, Arioco, yo te invoco, con un mxxx.
Por supuesto, no sólo el Stormbringer —el acento británico todos lo tenemos muy desarrollado, ¿no?— se prestaba a tales desatinos. ¿Quién no ha jugado a Star Wars… con un Wookie en el grupo?
—Venga, tío —termina por sucumbir alguna vez el máster— hay que interpretar un poco —le conmina bajo la anhelante mirada de sus compañeros; esos gritos guturales han hecho historia.
Por fortuna suele haber menos Ewoks entre los aventureros.
Por supuesto, está la versión americana. Una buena partida de James Bond no es tal sin que al menos uno de los personajes tenga un vergonzante nombre yanquee que suene a película de Van Dam o, peor, de Chuck Norris.
Al final, bueno, todos tenemos nuestros pecadillos y nuestras preferencias sonoras. Yo me quedo con el grito de “¡uuueee, uueeee, masacrito!” que rítmicamente acompañaba los ataques de mis aventureros en sus primeras partidas —tipos llamados Kurgan, Krugal y similares en honor al malo de los “Inmortales”—.
Mis jugadores, por el contrario, creo que se rieron más con mis imitaciones del viento ululando —con lo bien que suena en mi cabeza— y con los aullidos del público en Blood Bowl —¡el estadio vibra! Aunque parezca que esté echando vaho a un cristal—.
¡Demonios! Hay que reconocer que, en ocasiones, no vendría mal un técnico de efectos sonoros en las partidas… o, en su defecto, un asesor de estilo.
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