Después de un día de intenso entrenamiento, les dijeron que los iban a poner en una máquina que les permitiría remontarse a través de su árbol genealógico hasta llegar al primer hombre. Para cada uno de sus ancestros masculinos tendrían un minuto, el minuto del orgasmo que logró la concepción.
Los acostaron y les pusieron los cascos. Una especie de sábana de siliconas empezó a envolverlos. Las conexiones para simular virtualmente los sentidos se fueron implantando y coordinando con los cascos. Luego comprobaron que todos tuvieran una buena conexión, sobre todo en los genitales, y les sugirieron tratar de resistir lo más posible el orgasmo. Les avisaron que les sacarían una muestra de sangre, para leer los cromosomas “Y” de su ADN y así determinar la cadena de orgullosos patriotas que portaban en sus venas. Sintió un pequeño pinchazo en su pierna izquierda, y un dolor más profundo en la base de la columna, en su espalda.
Por casi quince minutos no pasó nada. Y se encontró de pronto en la alcoba de sus padres. Lo sorprendió la ternura de su padre cuando lentamente hacía el amor con su madre al concebirlo, y la insoportable incomodidad ante ese encuentro tan edípico se transformó en excitación animal ante la fogosidad sexual y los alaridos del orgasmo de su abuela Emilia con 18 años recién cumplidos durante la luna de miel en la costa, donde fue concebido su padre. Nunca hubiera imaginado que esa fuera la misma amable anciana que de niño le traía la sopa a la cama cuando estaba enfermo. Su bisabuela era más bien una tabla que aguantaba la obligación conyugal de acostarse con su marido. Y ni siquiera lo dejaba que le sacara el camisón porque para ella el acto sexual era pecaminoso. Pero esa pasividad obviamente excitaba a su ancestro, sobre todo cuando lograba sacarle, casi clandestinamente, un gesto de reticente placer.
Su tatarabuelo, el jardinero amante de su tatarabuela y no su verdadero esposo, no tenía que hacer muchos esfuerzos para obtener gemidos de éxtasis de esa exuberante mujer. Su bisabuelo fue concebido sobre una parva de heno en una tarde esplendorosa de verano en el que los genes del jardinero le robaban el apellido a su detestado patrón. Esa mujer sí que se entregaba. Y era bellísima, con pechos abundantes, muy parecida a su prima Julia, a la que él siempre había codiciado. Allí no pudo aguantar más, y comulgó en su orgasmo con el bastardo impostor. Era incómoda esa sensación de traicionar a su familia, pero también un alivio saber que, por suerte, su tatarabuelo no era un extranjero de un país aliado con sus enemigos en esa guerra interminable que pronto conocería. El padre del jardinero hacía ahora el amor calladamente con una criada de la familia de su tatatarabuela en una modesta choza de adobe, vecina a la gran casa de piedra que alguna vez fue de su familia. Era tarde a la noche, era también en el verano. En el único dormitorio de la casa tres niños y la madre de la criada dormían besados por la luz de la luna. El abuelo del jardinero era un soldado raso en las guerras de independencia, y volvía a acostarse con su esposa después de tres años en el frente, en ese mismo dormitorio, en esa misma choza, en una gris mañana de invierno. Ella estaba arriba, y llevaba el ritmo. Sus heridas de guerra en la pierna izquierda y la espalda le dolían mucho, pero ese dolor también lo enorgullecía, como su reencontrado patriotismo.
Vinieron luego otros y otros en mundos cada vez menos familiares, y hasta inverosímiles. Más allá del placer, había, en esos seres sobre los que él sólo sabía teóricamente que existían, y en los que en realidad nunca había pensado, una monótona cadencia de dominación, lujuria, aburrimiento y ocasionalmente ternura. Pero poco a poco todos esos encuentros de un minuto se transformaron en cotidianos, pasaron a segundo plano en su conciencia, y sólo quedó una amargura sorda, su amargura. Y el placer sabía a un sordo dolor. Mientras el cerebro de los seres que una y otra vez llegaban al orgasmo se empequeñecía, sólo había lugar en su pecho para esa sensación que él tenía cuando se acostó, por menos de un minuto, y con mucho menos placer que la multitud de sus acrobáticos ancestros, con una prostituta en el puerto. Fue en su primer día libre después de enrolarse. Lo hizo con desgano, casi por obligación ante las burlas de sus embriagados compañeros. Esa angustia innombrable de saber que esta inútil existencia que él había heredado se estaba prolongando demasiado y quizás se prolongaría por siempre jamás en otros seres, en otras alcobas, en otros éxtasis momentáneos. Tuvo una breve esperanza de que los métodos anticonceptivos le fallaran a esa pobre prostituta, o, si él volvía de la guerra, de encontrar una mujer con quien formar una familia. Su curiosidad inicial, la de llegar atrás al primer hombre se vio amortiguada por la monotonía del terror, de esa desconfianza de las hembras ante su voluntario o involuntario sometimiento, de esa sensación de triunfo de los machos de estar ahí, por un momento, dentro de otro ser, plantando la semilla de la especie. Era la amargura de saber que uno hace eso solamente porque va a morir, porque irremediablemente va a morir, porque está agarrado del cuello por unos genes obsesionados con perpetuarse a cualquier precio. Así, fue casi natural que sintiera alivio cuando anunciaron que el ejercicio estaba por terminar, que por fin llegarían al primer hombre.
La escena era en un claro de una selva. La sensación de inminente peligro lo sacó de sus amargas reflexiones. Una banda de monos luchaba con palos y piedras contra otra banda de monos, y, después de aplastar la cabeza del líder de la otra banda, se apoderaban de las hembras y mataban a las crías. Luego las violaban brutalmente, sistemáticamente, uno tras otro. Esos monos eran ellos, eran sus compañeros del batallón los que compartían ese festín violento que los unía más allá de la individualidad. Por fin llegó su turno de penetrar a esa mona aterrorizada, sostenida por brazos y piernas por sus compañeros. Todavía intentaba resistirse, y le mordió el hombro. Eso lo excitó mucho más. Cuando se derramó dentro de ella, cuando cumplió con la obligación de la especie, comulgó finalmente con la banda. Era por fin un legítimo camarada, a pesar de su apellido extranjero, a pesar de su incómoda sensación de que quizás pensaba demasiado. Luego vino la oscuridad y el silencio.
El último ejercicio del día había terminado. Ahora su batallón estaba listo para ir a la guerra, para aplastar definitivamente al enemigo.
Bienvenido Mario Daniel Martín
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