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25 de septiembre de 1938.
La niebla inundaba el parque aquella tarde. Andrea ocupaba el único banco que conservaba el respaldo. Su frente se iba humedeciendo más y más, pero a ella no le importaba nada de eso. Debía protegerlo. El libro. La angustia la consumía y el pánico se estaba apoderando de su mente. No podía permitirlo. Cada vez sostenía más fuerte el libro, apretándolo contra su pecho, y cuan más se contraía, más fuerte era la sensación de que se estaba quemando. Tenía la sensación de que las lágrimas que brotaban incesantemente de sus ojos, se evaporaban al ponerse en contacto con su mejilla. Intentó repasar todos sus movimientos, por si había cometido alguna equivocación, pero era en vano y aun le faltaba un capítulo para acabarlo. El libro, el maldito libro…
Un dolor insoportable la obligó a retorcerse, y cayó sobre el suelo que le pareció aun más duro de lo que aparentaba. Seguía protegiendo el objeto con uno de sus brazos, mientras se llevaba el otro a la cabeza e intentaba parar el cálido fluido que se esparcía rápidamente por su cabello. Por el rabillo del ojo observó cómo el ser que la había golpeado se acercaba a ella, aunque no consiguió verle la cara. Por su complexión, pudo darse cuenta de que se trataba de un hombre, un hombre fuerte. Llevaba una túnica de color verde esmeralda y unos zapatos ajados. El hombre intentó arrancarle el libro, pero entonces, alguien apareció de entre la niebla y se abalanzó sobre el encapuchado.
Un atractivo aroma a manzanilla la despertó. Andrea notaba como si alguien le hubiese taladrado el cerebro, el dolor que sentía en ese momento no le permitía pensar con claridad. Debería de llevar un par de días sin recobrar el sentido, pero, ¿dónde se encontraba? Consiguió incorporarse y miró a su alrededor: no era una habitación muy grande; una silla y una mesilla ocupaban la mayor parte del espacio y en frente de la cama había un pequeño mueble con una tiradera. La habitación estaba ampliamente iluminada a causa del sol radiante de aquella mañana… o mediodía. Andrea se levantó de la cama, no se había dado cuenta que vestía un camisón blanco que le llegaba hasta la rodilla cuando empezó a buscar el bolsillo de su pantalón. Vaciló un instante antes de dirigirse a la ventana y observar a través de ella.
El amplio maizal que se abría ante sus ojos, era inmensamente precioso. Unos árboles pintaban la zona con el color de sus troncos, ya que aun no les habían crecido las hojas. A lo lejos vio una figura que se acercaba hacia la casa donde estaba. Procedía de una torre, un antiguo campanario a primera vista. Aquel hombre no podía ser otro que el salvador de su último encuentro. Sí, ahora empezaba a recordar. Por el momento no se pondría a la defensiva, ya que posiblemente le debía la vida a aquel individuo. Por el momento.
Ambos se encontraron a la entrada del caserón. Ahora que estaba cerca, le resultaba familiar. Era de una complexión fuerte, al igual que el atacante de la última vez pero éste no vestía una túnica como el anterior, llevaba la típica ropa de los campesinos de la zona. Andrea había perdido el libro. El hombre decidió hablar primero y se interesó por el estado de Andrea. Ella intentó evadir la pregunta e ir directamente al grano. El hombre no le respondió. Con un gesto hizo que la siguiera a la torre donde hacía unos minutos Andrea lo había visto. Una vez dentro, el hombre se acercó al aparador que ocupaba gran parte de aquel cubículo. Allí estaba.
El libro continuaba igual que la última vez que Andrea lo vio. Las tapas de azul aterciopelado seguían igual de ennegrecidas y el símbolo celta que ocupaba el centro del manual seguía conservando su aspecto. Andrea se abalanzó sobre el ejemplar y comprobó que el interior seguía intacto. Así era. El hombre la observaba atentamente, entonces, Andrea se percató que debía darle una explicación. Él debería saber algo, ya que se había encargado de tratar cuidadosamente el particular tesoro de la chica y por lo tanto ella le debía una explicación. Andrea comenzó a hablar, pero el hombre la calló. Sabía a quién había pertenecido el ejemplar y cuan peligrosa era su existencia. Sabía qué le ocurriría a la persona que osase leerlo y esa persona era la muchacha de ojos aceitunados que tenía delante. Ninguno de los dos podía evitarlo, el libro no tardaría mucho en consumir la joven vida de Andrea. Ella permaneció atónita por unos instantes, ¿cómo podía saber tanto?
Muy poco tardó la seguridad de Andrea en convertirse en un pánico abrasante. Los ojos de la chica se fijaron por un momento en el tatuaje que vestía el antebrazo del hombre. Él no se dio cuenta. El dibujo del hombre encajaba con el símbolo que cubría la tapa del libro. Todo empezó a encajar.
Las muertes anteriores, las misteriosas desapariciones sobrenaturales de aquellas chicas, todo era falso. Aquellas ruinas, aquel sitio le resultaba familiar. Andrea comenzó temblar y para su desgracia, el hombre lo notó. La chica se abalanzó sobre el libro y comenzó a correr con todas sus fuerzas al exterior, hasta introducirse en el maizal. Una vez allí, y con la certeza de que el hombre no la seguía abrió el libro. Página ciento cincuenta y tres. Allí estaba. El campanario, el campo, el árbol. ¡Ella tenía razón! Un libro era inofensivo y a cuenta de la leyenda, sus dueños y creadores estaban llevando a cabo un plan de venganza. El hombre de la túnica verde y su salvador debían de ser cómplices. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! El último capítulo debía haber sido escrito por el último miembro de aquella orden… antes de que lo asesinaran, como al resto. Una vez aclarado todo, debía advertir al resto del pueblo, debían acabar con aquellos crímenes. Eran ya muchas las vidas que se habían llevado injustamente. Pero… ¿contra cuantos hombres se enfrentaba?, ¿quiénes eran? Cualquier hombre del pueblo podía pertenecer a aquella especie de secta; el párroco que la expulsó de su clase de catequesis al cuestionar la leyenda del libro, el panadero que dejó de llevarle el pan a su casa, incluso su padre que le propinó una brutal paliza al intentar buscar una alternativa al asunto. Decidió permanecer entre los matorrales hasta que el sol se apagase y entonces comenzaría su huída. Y pondría en marcha su plan.
Al anochecer, Andrea emprendió el camino de vuelta al pueblo, no le resultó muy difícil encontrarlo, ya que estaba perfectamente orientado hacia su destino. Una vez se alejó de aquellas tierras la sensación de que la seguían se hizo mayor. Cuando comenzó a ver las primeras casas de las viudas de los campesinos se acercó a una que parecía abierta. Entró sin llamar y entonces tomó cuenta de su error. Ya no era un único hombre el vestido de verde, ahora eran cinco por lo menos. Uno de ellos la sujetó con fuerza, mientras el otro, cubría su cabeza con un saco. Ahora sabía que iban a intentar lanzarla a la hoguera que habían encendido en la chimenea de aquel salón. La acercaron sin que ella pusiera resistencia. Los dos hombres que la acompañaban se alejaron y allí se quedó sola ante el fuego. El que parecía el jefe de todos se acercó a Andrea para escuchar las palabras que susurraba. No eran palabras. Andrea se reía a carcajadas, cuando todos pudieron comprender lo que ocurría: la joven no estaba huyendo al pueblo cuando la sorprendieron en el camino que dirigía a éste, estaba intentando guarecerse de las llamas que invadían el campo de maíz donde supuestamente había permanecido al acecho.
Andrea había prendido fuego a los terrenos con intención de quemar allí el libro y finalizar de una vez con aquel entuerto. Cuando los allí presentes descuidaron a la muchacha, ésta se las apañó para deshacerse del saco que le cubría la cabeza e incendiar también la habitación donde se encontraban. Con ese movimiento puso fin a su vida pero también a toda aquella locura del libro maldito.
Andrea parecía soportar mejor que los demás las garras que abrasaban su cuerpo. La ropa se pegaba a sus cuerpos, los gritos de dolor y sufrimiento se ahogaban, entre el sufrimiento y la victoria que sentía Andrea. Ahora, los monstruos de sus sueños la habían dejado en paz.
15 de agosto de 2007.
Samuel se dirigió a la biblioteca. Aun tenía que acabar los deberes de Filosofía y tenía para un buen rato. Si conseguía acabarlos hoy, lo iba a celebrar con una buena pizza de queso y pimiento. Vaya, la biblioteca estaba a rebosar. Entonces, se le ocurrió pedir permiso para estudiar en la sala de mantenimiento, dónde estaba la antigua biblioteca. Se sentó en una de las pocas sillas que quedaban vacías. Pasó tres interminables horas escribiendo sobre Wittgenstein. Cuando le quedaban dos escasos párrafos, Samuel se levantó para coger un diccionario. Solo había libros sobre medicina y recetas. Todos eran muy antiguos. Todos, menos aquel.
Cuando llegó a casa abrió su mochila y guardó todo lo que había utilizado para su trabajo. Casi se le había olvidado de aquello. Abrió una de las tapas ajadas y comenzó a leer. Estaba demasiado cansado como para leer sobre el fin del mundo y la juventud eterna. Decidió meterse a la cama. Echó un vistazo a la calle, estaba desierta. Se tumbó en su cama y apagó la luz. Se despertó a media noche bajó a la cocina y bebió un poco de agua. Subió de nuevo a su habitación y volvió a mirar por la ventana. Ya no tenía sueño. Y mucho le costaría dormir desde que atisbó un arma apuntando hacia su ventana a pocos pasos de su casa.
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