—No lo hagáis, señor caballero —suplicó Lord Sonvar, aferrando con fuerza las riendas del enorme caballo de guerra—. Por los dioses, no vayáis.
Sir Rialdar le lanzó una mirada adusta.
—No es digno de un noble de vuestra alcurnia intentar apartar a un hombre de su destino —contestó en tono neutro, sin permitir que la furia que lo inundaba anegase sus palabras. Sin embargo, Lord Sonvar debió adivinar su enojo, porque soltó las riendas con un gesto precavido. O tal vez fue su rostro huraño, o la cicatriz que desfiguraba sus facciones regulares, lo que asustó al noble; de cualquier forma, se apartó un paso de la montura de Rialdar sin dejar de mirarlo con la congoja pintada en la cara.
—Lo que cantó anoche ese juglar no fue un cuento para niños, señor caballero —insistió un momento después.
—Un buen juglar —asintió Sir Rialdar—. Sé apreciar la música, y sé apreciar una buena canción. Gracias.
—La bruja que custodia el templo de los Siete Dioses es maligna —exclamó Lord Sonvar—. Su poder proviene del cielo y la tierra, del mar y del viento, y su furia es tan terrible como la de los mismos dioses. No vayáis —suplicó una vez más—. Por favor.
Rialdar esbozó una sonrisa sardónica.
—Decís que esa mujer sólo lleva en el templo dos años —dijo—. ¿En tan poco tiempo ya se ha labrado una reputación tan formidable?
—La que merece. —Lord Sonvar alzó el brazo e hizo ademán de volver a coger las riendas del caballo, pero una mirada fulminante de Rialdar dejó su mano temblorosa suspendida en el aire—. Caballero, esa mujer es una bruja y cuenta con el favor de los Siete Señores del Abismo. Ya sé que sois un guerrero aguerrido, y que la Luz está con vos, pero...
—Como bien habéis dicho, Lord Sonvar —le interrumpió Rialdar con brusquedad—, cuento con el favor de la Luz, y soy un guerrero experimentado. Si alguien puede sobrevivir en el Templo de los Siete Dioses, soy yo. Y ahora, apartaos.
El señor de las tierras del Norte vaciló.
—Sir Rialdar —dijo en voz baja—. Nadie ha regresado con vida de ese templo. Ni sin ella, ahora que lo pienso. —Pareció cavilar un instante antes de sacudir la cabeza y volver a enredar la mirada en la de Rialdar—. Esa bruja es poderosísima, y no le gustan los intrusos. Por favor. Por favor —repitió—. Regresad a mi castillo. No lo hagáis. No vayáis —baló lastimeramente.
—Debo hacerlo —respondió el caballero, y, por primera vez, dejó que la tristeza empañase su voz, que la rabia se alzase de entre las vocales y las consonantes como un enemigo emboscado—. Es mi destino. Tengo que hacerlo. —Agachó la cabeza, sintiendo cómo la antigua pena, la pena que había logrado asfixiar entre las zarzas de la furia durante tanto tiempo, alzaba los brazos hacia él. La rechazó con un gesto agrio—. Además, tengo ganas de ver cómo es ese famoso templo. —Sacudió las riendas. Bestia Parda piafó y comenzó a trotar hacia el camino.
— ¡Sir Rialdar! —clamó Lord Sonvar a su espalda.
— ¡Rezad por mí a la Luz, señor! —exclamó sin molestarse en girar la cabeza para lanzarle una última mirada—. Rezad —agregó para sí— porque la encuentre.
Y apretó los labios antes de clavar los talones en los flancos del caballo.
Sir Rialdar sabía que la "bruja" era la sacerdotisa de los Siete Dioses. Kuara, articuló sin llegar a pronunciar su nombre en voz alta; se sabía que el dios del viento, cuyo nombre nadie había dicho jamás, llevaba el sonido de las palabras a sus Elegidas, transportándolo en sus brazos como un amante transportaba a su amante hasta el lecho. Y Rialdar no quería que uno de los Siete alertase a su sacerdotisa de la llegada de un caballero dispuesto a acabar con la maldad que había llevado a aquellas tierras. Maldita sea, pensó, no por primera vez.
El nombre de Kuara se había convertido en una leyenda antes incluso de que empezase a haber una riada constante de caballeros, cazafortunas, héroes, aventureros y ladrones en general desaguando sobre la cordillera que acunaba el Templo de los Siete Dioses: Kuara, la Nueva Sacerdotisa, la bruja cuyo rostro era capaz de matar a los hombres y hacer desaparecer sus cuerpos. No pudo evitar que una sonrisa socarrona curvase sus labios. La imaginación de la gente no tiene límites. Su miedo, tampoco.
—Llévame a ese templo sin desviarte demasiado, ¿de acuerdo? —dijo en voz baja, inclinándose sobre el cuello del caballo—. A ver si conseguimos acabar con esta locura antes de que anochezca. No me apetece nada de nada pasar la velada bajo la atenta mirada de los Siete. Oh, y de sus fieles servidores, por supuesto —añadió, irónico. Bestia Parda relinchó suavemente y comenzó a cabalgar por el ancho camino que se internaba en el bosque.
***
El primer siervo le salió al paso en la entrada al Templo de los Siete Dioses, cuando amarraba a Bestia Parda a una argolla de hierro que parecía puesta allí a propósito. Qué acogedores, pensó, desenvainando la espada y atravesando al hombre que se abalanzaba sobre él emitiendo un gruñido animal.
— ¿Para qué ponéis un sitio para los caballos de los huéspedes, si luego vais a intentar matarlos? —preguntó al segundo sirviente, un hombre de rostro anciano y cuerpo juvenil que enarbolaba una daga ceremonial como un auténtico profesional. El gorgoteo empapado en sangre que surgió de la garganta del siervo no fue la respuesta más apropiada, pero Rialdar se encogió de hombros y encaró al tercero, el más joven de los tres, que lo esperaba en el umbral de la puerta con forma de heptágono.
Después, todo fue cuestión de dejar que fuese su brazo armado el que se hiciera las preguntas y pensase las respuestas. Todas ellas acabaron siendo la misma: sangre, vísceras, gemidos de dolor, algún que otro grito, y el sonido del acero al hender la carne, de los cuerpos al desplomarse sobre el suelo de piedra, haciendo ecos en los estrechos pasillos del santuario. Mi respuesta favorita, pensó mientras el agradable ruidito de la sangre al brotar de la yugular seccionada de un hombre llenaba el aire.
—Maldito seáis si creéis que podéis llegar hasta ella —masculló un joven, lanzándose sobre él con un candelabro en la mano. Rialdar puso los ojos en blanco y lo clavó a la pared más cercana.
—Hay que ver —murmuró—. Esta juventud cada día está más tonta.
Se enderezó para lanzar una mirada hacia la puerta heptagonal que se adivinaba al final del pasillo, labrado con símbolos que llegaban hasta el techo, pero una nueva marea de hombres vestidos de negro le impidió admirar los detalles del artesonado.
—Tenéis el alma plana —gruñó, descargando un tajo vertical que abrió a uno de los hombres en canal. Otro maldito inculto intentó atravesarle con un cuchillo jamonero, con lo que le demostró que él tampoco sabía apreciar el arte tallado en piedra del templo. Eso todavía le enfureció más. Extrajo una daga corta del cinturón y la empuñó con la otra mano, y comenzó a dar tajos a todo lo que se movía en la penumbra del corredor.
Finalmente bajó la espada y la daga y tomó aire hondamente, tratando de serenar su respiración, de acompasar los desenfrenados latidos de su corazón, mientras sus ojos viajaban por el suelo cubierto de cadáveres. Uno, dos, tres... Hacía un buen rato que había perdido la cuenta de la cantidad de hombres que había atravesado con la espada: creía recordar que había sido junto a la Cámara de Iniciación Persuasiva, pero tampoco se había detenido a darse cuenta de que había perdido la cuenta. Realmente, las matemáticas nunca habían sido lo suyo. Se encogió de hombros antes de saltar por encima de un anciano cuyo cuerpo descansaba en el umbral de una última puerta, grotescamente mutilado, mirándolo con la acusación pintada en la cara, con el odio asomando por los ojos velados por la muerte.
Atravesó el umbral con cuidado, enarbolando la espada manchada de sangre y tratando de hacer el menor ruido posible; su armadura resonaba en el silencio del templo como el sonajero de un niño histérico. Contuvo un gruñido cuando la correa que ataba el peto se soltó y el trozo de metal cayó al suelo con estruendo. Bien. Por si alguien no se había enterado de que venía. Si lo sé, me traigo un heraldo.
La estancia era amplia, tanto como para celebrar un baile en el espacio que se abría entre las cuatro paredes de roca desnuda, bajo el altísimo techo que se perdía en las sombras cambiantes de las antorchas que ardían a intervalos regulares desde las abrazaderas de hierro negro clavadas en la piedra. El suelo era tan negro como el techo, tan negro como las paredes, tan negro como el altar que se alzaba justo en el centro de la inmensa habitación. La piedra pulida resultaba resbaladiza bajo los pies de Rialdar; sobre su superficie lisa como un espejo se reflejaban las llamas amarillas y anaranjadas, convirtiéndolo en un lago de agua petrificada sobre el que el caballero vaciló antes de comenzar a andar.
Sus pies pisaron con fuerza el primer símbolo grabado en la piedra, patearon con rabia el segundo, golpearon con toda la potencia de su indignación el tercero. Al llegar al séptimo se detuvo, justo delante del altar tallado con forma de heptágono, y alzó la mirada para clavarla en la figura que lo observaba en silencio, ocultándose tras el parapeto del ara de piedra.
Rialdar contuvo el aliento al verla. El rostro indeciblemente hermoso, de piel blanca como el marfil, reluciente como la luz de las estrellas cuya luz se había negado a sí mismo, flotaba sobre el vestido negro. Los ojos, la única nota de color en la habitación anegada de sombras, brillaban como dos zafiros engastados en una joya hecha de la blancura más pura. Su pelo era tan negro como el vestido, como la estancia que la enmarcaba como si ella misma fuera la diosa a la que debía guardar y rendir pleitesía. Sir Rialdar empezó a inclinarse, incapaz de sentir nada que no fuera reverencia, su furia y su enojo olvidados al posar la mirada sobre ella.
Un instante después, sin embargo, se enderezó de nuevo y recompuso una sonrisa burlona.
— ¿Era necesario todo esto? —preguntó en tono casual, haciendo un gesto amplio que abarcó las paredes y el suelo negros, el altar de ébano, los símbolos que rompían la monotonía del santuario.
— ¿Era necesario, preguntas? —La sacerdotisa esbozó una sonrisa mordaz—. ¿Era necesario que tú matases a todos mis siervos para llegar hasta aquí y preguntarme por la decoración?
Él enarcó una ceja en un gesto divertido, que resbaló de su rostro un instante después, cuando Kuara le dedicó un gesto de burla.
En dos zancadas llegó hasta el altar. En otras dos, lo rodeó y alcanzó la figura vestida de negro, que apenas tuvo tiempo de abrir la boca, sorprendida, antes de que los brazos de Sir Rialdar extendiese los brazos y rodease con ellos la esbelta cintura de la temible sacerdotisa del Templo de los Siete Dioses.
—Te supliqué que no te fueras —susurró—. Pero no, tú, no. Tú tuviste que largarte dando un portazo. Después de dejarme la cara hecha una pena, por supuesto. —Sonrió contra sus labios—. Menudo pronto tienes, preciosa.
Kuara hizo una mueca. —Es que a veces eres un imbécil, Rial —replicó en el mismo tono hiriente que había empleado antes. Pero dejó que su cuerpo se relajase entre los brazos de Rialdar—. Imbécil —repitió en un susurro ahogado cuando él la abrazó con fuerza.
— ¿Me has echado de menos? —preguntó él.
—Ni un poquito —respondió Kuara, entreabriendo los labios para pedirle un beso.
Rialdar puso los ojos en blanco y la besó.
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