Oía voces. A su espalda. Voces que cuchicheaban y que parecían hablar de él. Intentaba huir, alejarse, dejarlas atrás, pero aunque durante horas no paró de correr y se adentró más y más en la espesura negra del bosque, lo más lejos que podía del camino, no por ello, las voces desaparecieron.
Ya no eran los gritos de dolor, de pánico ni de alarma de cuando les atacaron en el camino. No tuvo tiempo de descubrir si fueron bandidos, cimarrones o bestias salvajes. Tampoco le preocupaba. Lo importante era que, por después de varias semanas, por fin consiguió escapar de la columna de esclavos en la que le arrastraban desde que aquellos jinetes le arrancaron de la aldea. No le importaba a cambio tuviera que pagar como precio el internarse en lo más profundo del bosque y escuchar voces, siseos y susurros, cerca, muy cerca, tan cerca que parecían estar dentro de su cabeza. Hablaban en varios idiomas. La mayoría desconocidos, pero también reconocía algunas palabras del suyo.
− Es él, es él − parecían decir.
Hasta que encontró el arroyo, se preguntaba cómo reconocer el camino correcto para salir del bosque por el otro opuesto al camino que recorrió con la columna de esclavos. Más que un arroyo, era un delgado chorro de agua. Se arrodilló para beber y decidió seguirlo. Era el hilo que necesitaba, después de tantas horas corriendo, para salir de laberinto en que se había convertido el bosque. Por lo menos, así se aseguraba de que no se perdería ni caminaría en círculo pasando varias veces por el mismo sitio.
El arroyo fue poco a poco ensanchándose, convirtiéndose, primero, en un riachuelo y después casi en un río como el de su aldea. También la espesura del bosque remitía. Ya nada era tan oscuro. Aunque no era capaz de saber durante cuanto tiempo, aún era de día. Pero lo que más le alegraba es que el volumen de las voces parecía extinguirse conforme se acercaba a lo que ya unos cuantos pasos antes, intuía que era la salida de aquel laberinto.
Cuando por fin consiguió salir del bosque se tumbó en un campo de trigo. Hacía calor. Distinguía perfectamente los ruidos de la cigarra, pero, por suerte, las voces habían desaparecido. Después de unos minutos bocabajo para recuperar el aliento, se levantó y miró el horizonte. El río serpenteaba por el campo de trigo hasta alcanzar un puente y con un muro a cada lado de varios metros de altura. Como mucho a un par de leguas de distancia.
Se levantó y decidió acercarse. Al principio caminó lentamente. Cuando comprobó que en el alto de los muros paseaban vigías, aceleró la marcha, agitó los brazos como un molino y gritó.
− Eh, aquí, amigos.
Primero escuchó el sonido de un cuerno de guerra. Después llegaron las flechas, silbando como mosquitos que por poco le alcanzan. Por último, aparecieron los jinetes que por suerte reconoció. Eran idénticos a los que habían arrasado su aldea.
Corrió a través de los campos de trigo, de nuevo hacia el bosque. Ni siquiera miró hacia atrás, hasta que se sintió seguro detrás de un tronco. Los jinetes volvieron hacia el muro. Pronto anochecería. Lo mejor sería ocultarse en el bosque. A pesar de que ya había empezado a escuchar las voces de nuevo.
− Por lo menos, las voces no hacen daño − pensó.
Se durmió apoyado en un tronco, intentando recordar cómo era su aldea antes de que la arrasaran los jinetes.
Le despertó algo que se había posado en su hombro. Pensó que quizá era una hoja e intentó apartarla de un manotazo sin éxito. Abrió los ojos. Decenas de rostros de criaturas diferentes en torno suyo. La mayoría eran humanos, pero también había duendes, hadas de piel azul y ángeles negros.
Intentó levantarse, salir corriendo, pero lo rodeaban en círculo. Cada vez sentía más manos que le tocaban de una forma muy suave, como si lo acariciaran. Escuchó de nuevo las voces.
− Es él.
− Es él.
− Es él.
Repetían todos, en varios idiomas, aunque a él le parecían el mismo. Era como si de pronto los comprendiera todos.
− ¿Quién? ¿Quién soy? −preguntó −. Yo no he hecho nada. Sólo soy un amigo.
El círculo se abrió justo enfrente de él y dejaron pasar a un humano. Salvo por un taparrabos iba casi desnudo. Por los adornos que llevaba al cuello, le pareció de una tribu cercana a la suya.
− No sólo eres un amigo. También eres él, el Elegido que ayudará al resto de esclavos a derribar el muro.
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