Subí a la duna arrastrándome por la arena. Uno de mis muchachos estaba tumbado en lo alto, vigilando por el visor de su arma.
− ¿Todo igual, soldado?−le pregunté en voz baja.
− Sí, mi sargento, salvo aquel niño, el objetivo parece limpio como una caja fuerte después de un atraco− contestó.
Miré por los prismáticos. El objetivo, más que una ciudad, antes de los bombardeos tácticos, debió de ser otra de esas aldeas miserables en mitad del desierto. Apenas una calle principal y dos o tres grupos de casas esparcidas a los lados, aunque entonces sólo permanecieran en pie unas cuantas paredes. El niño estaba apoyado en una de aquellas paredes. Seguramente pertenecieron a la que pudo haber sido la última casa del pueblo. Como todos los lugareños que había visto hasta entonces, aquel niño llevaba chilaba y una especie de pañuelo beduino en la cabeza.
No entendía muy bien como pudo sobrevivir al bombardeo. Pero tenía claro que, si el niño aún estaba con vida, lo más probable era porque allí no había ya ningún demonio.
− Está bien, muchachos. Adelante−dije.
Hice un gesto con la mano y el resto de la patrulla emergió de entre la arena. Todos llevábamos el casco, las gafas y el resto del uniforme reglamentario de campaña en el desierto.
Los seis o siete soldados que formaban mi patrulla y yo, avanzamos lentamente. Cuando llegamos a la calle principal, indiqué a los muchachos de los flancos, que inspeccionaron las ruinas de sus respectivos lados.
− Por aquí, todo limpio, mi sargento.
− Por aquí, también.
Me dirigí con uno de los soldados hacia el niño. El cabrón no paraba quieto. Estaba sentado en el suelo y tenía la vista como perdida en la arena, pero se balancea hacia delante y hacia atrás. Tendría unos ocho o nueve años. Quizá diez, aunque no los aparentara. No lo sé, era muy esmirriado.
− ¿Hola, chico estás bien? −le pregunté.
El niño no me contestó.
− ¿Hablas mi idioma?
− No se moleste, mi sargento. No ve que no −dijo el soldado.
Colocó el fusil a unos centímetros de la cabeza del niño.
− ¿Disparo, mi sargento?
− No, nos lo llevaremos al campamento.
−¿Está usted loco, mi sargento? Seguro que es uno de esos demonios. Deberíamos dejar a este cabrón aquí tieso.
− Sólo es un niño, soldado.
− Está bien, mi sargento, usted manda. Sólo es un niño.
El soldado dejó de apuntarle con el fusil y se marchó con sus compañeros. Farfullaba algo, pero fue incapaz de entenderlo.
− Muchachos, asegurad bien el perímetro − ordené.− Quiero un hombre de guardia. Pasaremos aquí la noche.
No quise escuchar sus quejas. También ignoré que uno de los soldados escupiera al suelo después de mirarme.
No oí nada esa noche. Suelo tener un oído muy fino y despertarme con el menor cuchicheo, pero no oí nada esa noche.
En el desierto amanece de pronto. El sol aparece entre las dunas y asciende muy rápidamente. Apenas unos minutos después ya sientes como te quema la piel de la cara. Nada más despertarme fui, como siempre, en busca del soldado de guardia.
No estaba en su sitio. Bueno, al menos, no estaba todo en su sitio. Quedaba un trozo de pierna con una bota, jirones de su uniforme, las gafas y restos de un surco de sangre que parecía succionar la arena. Desenfundé la pistola y miré alrededor. Salvo uno que estaba fumando y otro que parecía orinar, la mayoría de mis muchachos todavía estaban dormidos, apoyados en las escasas paredes de la aldea que aún quedaban en pie.
− Mierda, joder. Arriba todos, vamos, arriba − grité.
Pasé revista. Sólo faltaba el soldado que estuvo de guardia y el niño. Ordené que lo buscaran, aunque no tenía demasiadas esperanzas de encontrarlo. Estaba casi convencido de que también se lo habían llevado los demonios. Suelen elegir siempre a las víctimas más débiles.
Pero no. No se lo habían llevado. Estaba en el interior de la última casa del pueblo, sentado en el suelo, de espaldas, y balanceándose hacia delante y hacia atrás, como cuando lo encontramos. Parecía completamente ausente, y ajeno a todo lo que había ocurrido esa noche.
− Cabrón afortunado −pensé.
Me acerqué al niño por detrás y le puse una mano en el hombro. Cuando volvió la cabeza, descubrí que tenía las encías ensangrentadas.
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